jueves, 6 de mayo de 2010

GABRIEL BUNGE

Eremitorio Santa Croce

Vasijas de Barro

La práctica de la oración personal
según la tradición de los santos Padres


Traducción de
Pedro Max Alexander

“¡No te conformes con ponderar complacido
las hazañas de los
Padres,
exígete el imitarlas
con tu propia vida!”
(Evagrio Póntico)
Introducción: “¡Señor, enséñanos a rezar!” (Lc 11,1)
Hoy por hoy es cosa harto frecuente escuchar en los círculos eclesiásticos lamentos acerca de que ‘la fe se evapora’. A pesar de ingentes esfuerzos pastorales actualmente puestos en juego, y jamás antes igualados, pareciera que la fe de muchos cristianos se ‘enfría’[1], o, expresado coloquialmente, ‘se evapora’. Por eso se habla de una gran crisis de fe, tanto en el clero como entre el laicado.

A esta tan lamentada disminución de la fe, especialmente en Europa Occidental, se contrapone un hecho que a primera vista parecerá paradójico: que simultáneamente este mismo ámbito geográfico es inundado por una inmensa catarata de libros sobre temas teológicos y sobre todo de espiritualidad, publicados año tras año. Ciertamente muchos de ellos son mero tributo a la moda y están concebidos según los caprichosos gustos del mercado, - ¡moscas que mueren en el día! -. Sin embargo también se publican ediciones críticas de innumerables clásicos de la literatura espiritual y se los traduce a todas las lenguas europeas. De este modo nos encontramos ante el hecho de que el lector moderno dispone de una riqueza tal de escritos sobre espiritualidad con la cual el hombre de la antigüedad ni hubiera atrevido a soñar.
Esta sobre abundancia podría ser tomada como un signo de hallarnos ante un florecimiento de vida espiritual jamás antes igualado - ¡sería así de no toparnos con la mencionada ‘evaporación de la fe’! Dicha catarata de libros debe ser entonces juzgada más bien como signo de una inquietud que por algún motivo no logra ser satisfecha. Fuera de duda que muchos leen dichos escritos, y hasta admiran la sabiduría de los Padres - pero nada cambia en su vida personal. Por alguna razón se ha perdido la llave que da acceso a dichos tesoros de la tradición. La ciencia habla aquí de una ‘quiebre o ruptura de la tradición’, dando como resultado un abismo infranqueable entre el presente y el pasado.

Muchos resienten el problema, aunque no sepan darle un nombre. Un sentimiento de intranquilidad hace presa de círculos cada vez más amplios. Se buscan entonces caminos de salida a esta crisis de fe. Muchos creen hallarlos en una apertura a un ecumenismo tan, tan amplio, que abarque hasta las religiones no cristianas. La oferta de ‘maestros’ de las más diversas escuelas les facilita de manera inaudita este paso más allá de las fronteras de la propia religión. Una variedad inmensa de literatura, que va desde lo ‘espiritual’ hasta lo ‘esotérico’, le es, de esta forma, servida al buscador hambriento. Y muchos opinan que al fin encuentran allí lo que en vano buscaron en el cristianismo, o lo que, - ¡así opinan! , jamás existió en él.

No se piense que nuestro propósito sea salir a hacer la guerra contra dicho tipo de ‘ecumenismo’. Únicamente al final formularemos algunas preguntas y esbozaremos la respuesta que los Padres les habrían dado. La finalidad de este libro es la de proporcionar una respuesta genuinamente cristiana a la búsqueda espiritual de muchos creyentes. Se trata de una respuesta ‘práctica’: es decir la de señalar un ‘camino’, - que enraizado en la Escritura y en la Tradición primitiva -, le permita al cristiano ‘practicar’ su fe de manera congruente a los contenidos de la fe.

La perplejidad suscitada por el interrogante del ‘por qué’ “se evapora” la fe de tantos creyentes a pesar de todos los esfuerzos por reavivarla tiene una respuesta muy simple, que tal vez no contenga toda la verdad sobre las causas de la crisis, pero que en cambio tiene la ventaja de indicar una salida: la fe “se evapora” cuando ya no es practicada de un modo adecuado a su esencia. Por “práctica” no entendemos aquí las innumerables formas de “compromiso social” que desde siempre son expresión naturalísima del amor (ágape) cristiano. Por más indispensable que sea esta ‘actividad exterior’ corre el riesgo de convertirse en mera exteriorización de un activismo huidizo y de ser por tanto expresión de una forma sutil de acedia[2] al no ser ya fruto de una ‘actividad interna’.
La ‘actividad interna’ por antonomasia es la oración, en la plenitud de sentido que esta palabra condensa en sí, de acuerdo a la Escritura y a la Tradición. “Dime cómo rezas y te diré qué crees” podría decirse adaptando un dicho harto conocido. En la oración y en su práctica se ponen de manifiesto cómo se relaciona el creyente con Dios y con el prójimo.

Por eso, exagerando podría afirmarse: Únicamente en la oración es el cristiano auténticamente él mismo.

Cristo mismo es la mejor prueba de ello. Su relación única con Dios a quien llama ‘mi Padre’, ¿acaso no se nos revela, - sea en la que nos permiten intuir los Sinópticos o en la que Juan nos muestra con toda claridad -, justamente en su oración? Al menos así lo entendieron los discípulos, y cuando le rogaron “¡Señor, enséñanos a rezar!” Jesús les consignó el padrenuestro. Aun antes de que existiera un ‘credo’ como ‘suma’ de la fe cristiana este sencillo texto resumía la esencia del cristianismo bajo forma de oración. Esencia justamente consistente en la nueva relación entre Dios y el hombre creada por el Hijo unigénito de Dios en su propia persona al encarnarse. Ciertamente que esto no es casual.

Según la enseñanza bíblica el hombre fue creado[3] ‘a imagen de Dios’, es decir, según la profunda interpretación de los Padres, ‘a imagen de la Imagen de Dios’ (Orígenes), del Hijo por tanto, quien es el único que en sentido absoluto es ‘Imagen de Dios’[4]. El hombre está, sin embargo, predestinado a ser ‘imagen y semejanza de Dios[5], y por lo tanto sujeto a un dinamismo que partiendo de su ser ‘a imagen de Dios’ lo lleve a la ‘semejanza’ escatológica con el Hijo[6].

De la creación ‘a imagen de Dios’ se sigue que corresponde a la esencia más íntima del hombre el estar relacionado o referido a Dios (Agustín), de modo análogo a la relación existente entre una imagen original y su copia. Pero dicha relación no es estática como la que existe entre un sello y su impronta , sino viva, dinámica, que sólo al ir haciéndose llega a serlo totalmente.

Esto en concreto significa que el hombre posee, - en analogía a su Creador -, un rostro. Al igual que Dios, - quien es el único en ser Persona en sentido absoluto y es también el único capaz de crear un ser personal -, posee justamente un ‘rostro’ : el de su Hijo unigénito. Es por esta razón que los Padres usan sencillamente como equivalentes las expresiones bíblicas “imagen de Dios” y “rostro de Dios”. El hombre, como criatura personal que es, tiene igualmente rostro.

El “rostro” es aquel ‘costado’, o ‘lado’, de la persona con el que se ‘vuelve hacia’ otra persona cuando entra en relación personal con ella. “Rostro” significa justamente “volverse hacia”. Únicamente una persona puede tener, en sentido propio, un “en - frente”, al que ‘volverse’ y del cual ‘apartarse’. Ser persona, - y esto es siempre en el hombre un dinamismo que lo va llevando a ser persona -, es algo que se realiza en un enfrentarse “cara a cara”. Por eso mismo es que Pablo contrapone nuestro manera actual de conocer indirectamente a Dios, “como por medio de un espejo y en enigma”, a la felicidad del conocimiento total y escatológico “cara a cara”, cuando el hombre “conocerá tal como es conocido”[7].
Lo afirmado del ser espiritual del hombre, encuentra igualmente expresión en su ser corporal. Es en el rostro físico que se refleja su ser espiritual. Dirigir o apartar conscientemente el rostro de alguien no es un hecho indiferente, como todos lo sabemos por diaria experiencia, sino un gesto con un profundo significado simbólico. Pues indica si admitimos entrar en relación personal con alguien, o nos negamos a ello.

La expresión más genuina de ese ‘estar - remitido’ a Dios la realiza el hombre aquí en la tierra, mediante la oración, en la que la criatura se ‘vuelve hacia’ su Creador; sobre todo, cuando el orante “busca el rostro de Dios”[8] y ruega al Señor que “haga brillar su rostro sobre él”[9]. En esta y otras expresiones similares de los salmos, que no son simples metáforas poéticas, , se expresa la experiencia fundamental del hombre bíblico para quien Dios no es un principio abstracto e impersonal, sino Persona en sentido absoluto. Un Dios que ‘se dirige’ y ‘vuelve’ al hombre, llamándolo hacia sí y deseando que igualmente el hombre ‘se vuelva’ hacia él. Esto se hace en su forma más pura en la oración, en la que se expone en cuerpo y alma ante Dios.

Llegamos así nuevamente al tema específico de este libro: la “práctica” de la oración. Pues “dejar que el Señor nos enseñe a rezar”, orar como lo hacían el hombre bíblico y nuestros Padres en la fe, no sólo significa apropiarse ciertos textos, sino también todos aquellos gestos, formas, maneras y demás cosas en los que dicha oración encuentra la expresión adecuada. En todo caso esta es la opinión de los mismos Padres, para los que no se trataba simplemente de exterioridades circunstanciales. Por el contrario ellos les dedicaban toda su atención y Orígenes, al final de su escrito “Sobre la oración” las resume de la siguiente manera:

No me parece (después de lo arriba dicho) esté fuera de lugar, - y con el fin de agotar todo lo referente a la temática sobre la oración -, hablar con mayor detención en esta introducción no sólo de la disposición interior sino (también) del porte exterior que debe guardar el orante, como también del lugar en el que hacer oración, sobre la orientación (según los puntos cardinales) que siempre hay que adoptar como así mismo del tiempo apto y privilegiado para orar y de otras cosas análogas[10].

Orígenes, demuestra acto seguido, sirviéndose para ello de citas bíblicas que estas cuestiones (externas) para nada son secundarias, sino que nos vienen prescritas por la Escritura misma. También nosotros nos dejaremos guiar por estas prescripciones. Nos concentraremos voluntariamente en la oración personal, ya que constituye el cimiento seguro no sólo de la vida espiritual, sino también de la oración litúrgica comunitaria.

Nadie lo sabe mejor que los Padres: si se quiere entender la Escritura correctamente, jamás debe ser desgajada de su contexto. Dicho contexto es para los cristianos la Iglesia de cuya vida y fe dan testimonio tanto la tradición apostólica como la patrística. Como consecuencia de esas rupturas en la tradición, que se dieron en la historia de la Iglesia de Occidente, este tesoro es hoy prácticamente inaccesible para muchos. Y esto, a pesar de que hoy disponemos de una abundancia jamás igualada de valiosas ediciones y traducciones de textos patrísticos. La finalidad de este libro es la de depositar en la mano de los cristianos de nuestro tiempo la llave que les de acceso a dicho tesoro.

Esa misma llave , la “práctica”, también abre las puertas hacia otros tesoros, como la liturgia, el arte y también, -¡y no en último lugar!-, a la teología en el sentido original y primero de esta palabra como un “hablar de Dios” no basados en estudios científicos sino como fruto de una íntima y profunda familiaridad

Corazón del Señor: Conocimiento de Dios.
El que repose en él, será teólogo[11].

Aclaración: Los Padres utilizan siempre la antigua traducción griega del Antiguo Testamento (llamada ‘de los Setenta’, o, ‘Septuaginta’) es la que también nosotros utilizaremos, aun en lo referido a la numeración de los salmos.

Notas
[1] Ver Mt 24,12.
[2] Ver nuestro libro AKEDIA. Die geistliche Lehre des Evagrios Ponticos vom Überdruss, Würzburg, 4. Aufl. 1995. ( es decir: ACEDIA, la doctrina espiritual de Evagrio Póntico sobre la acedia).
[3] Gn 1,27.
[4] 2Co 4,4.
[5] Gn 1,26.
[6] 1Jn 3,2.
[7] 1Co 13,2.
[8] Sal 26.8.
[9] Sal 79,4.
[10] Orígenes, De Oratione 31,1.
[11] Evagrio, Ad Monachos 120.