jueves, 7 de abril de 2011

Continuamos con os aportes del Hermano Pablo

Segunda Parte

La Oración del Corazón

(Conferencia dictada por Olivier Clement a los monjes de la abadía de Tamie (Saboya) el 29 de mayo de 1970)

1.- EL CONTEXTO TEOLÓGICO Y SACRAMENTAL

Es muy importante, para comprender esta oración, situarla en su contexto teológico y eclesial: el hesicasta no está más allá de la Iglesia, él se coloca en su mismo centro, se hace íntegramente un hombre de Iglesia, capaz de «hacer eucaristía en todas las cosas», como lo pedía el apóstol (ITes 5,18). Que el hesicasmo constituye la contrapartida cristiana del yoga, que reubica en una actitud propiamente bíblica de reencuentro personal y de gracia una exploración de la interioridad que practican también las espiritualidades asiáticas, es más que probable. Y esto se debe a la estructura misma del hombre, creado a la imagen de Dios. Volveremos sobre esto. Pero, puesto que sólo Cristo puede recapitularlo todo y colocarlo todo en su verdadero lugar, el hesicasmo aparece como fundamentalmente crístico, como una ascesis cuyo fin es la toma de conciencia actuante de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo y Casa del Padre…

a) Es necesario, en primer lugar, recordar algunos acercamientos teológicos.

Cuando, en Occidente, pensamos en la noción de naturaleza, los hacemos a través de una sensibilidad filosófica modelada por el tomismo tardío, luego por el dualismo cartesiano, finalmente por las ciencias contemporáneas que rehabilitan – contra las ciencias humanas – ese «paradigma perdido» a partir de los datos de la biología, la ecología y la etología. Ahora bien, cada vez tenemos la impresión de que la gracia viene a agregarse a la naturaleza, para contrariarla o perfeccionarla… En el Oriente cristiano, me parece, la gracia es sentida. como presente en todo lo que existe. La verdadera naturaleza de los seres y de las cosas, es justamente esa transparencia a la gracia, ese dinamismo de unión con las energías divinas. Pues la gracia es increada, es Dios mismo que se hace participable voluntariamente, permaneciendo, al mismo tiempo, el Totalmente Otro, el inaccesible.

Seguir la naturaleza, en esta perspectiva, es abrirse a la gracia y unirse a Dios: el hombre no es verdaderamente hombre más que en Dios, no se puede hablar del hombre a su propio nivel y, como decía Berdiaev, empleando símbolos apocalípticos, no hay, a la larga, otra elección que la «divino-humanidad» o la «bestial-humanidad». El mundo caído, aunque sigue siendo creación de Dios, conoce una modalidad nocturna, o si se quiere, demasiado clara, luciferina, en el sentido del «palacio de cristal» de Dostoievsky. Ciertamente, es mantenido en el ser por la Sabiduría divina y, la reflexión científica más reciente, muestra hasta qué punto el orden cósmico se concerta sin cesar sobre el desorden, sobre el caos. Sin embargo, ese mundo de opacidad, de crueldad y de muerte, es parcialmente contra-natura: la verdadera naturaleza la descubrimos en el cuerpo «pneumatizado» del Resucitado, del que participamos en la eucaristía…

El hombre ha sido creado a imagen de Dios, llamado a transformar, en la gracia, la imagen a semejanza, en el sentido de una participación. La imagen designa, en primer lugar, al hombre en tanto que vocación a una existencia personal en comunión, a la manera de la Unitrinidad, y por transparencia de las energías trinitarias. Pero también designa esa naturaleza profunda, inseparable del cosmos, no fruto, sino motor secreto del devenir cósmico, y esta naturaleza es la aspiración a lo infinito, la esperanza de la deificación, la inmensa celebración de la que la India dice con profundidad que dormita en la piedra, sueña en la planta, despierta en el animal, se hace, o mejor dicho, se puede hacer consciente en el hombre. Todo el problema del hombre radica en expresar justamente ese movimiento hacia el infinito, unir el dinamismo interior del Soplo a la revelación del Logos, de otro modo ese impulso suscita las «pasiones» y las idolatrías.

Si se tiene presente la significación de esta noción de naturaleza, se comprende que el ser humano en su totalidad, y hasta en su estructura y ritmos corporales está constituido para llegar a ser el templo del Espíritu (la expresión es paulista, como se sabe). Hemos hecho del cristianismo un asunto del alma, un asunto psicológico (y finalmente, una ideología…). Pero, en la tradición de la Iglesia indivisa se encuentra esta idea muy fuerte de que el hombre es creado para ser unido a Dios en todo su ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, no considerándose aquí el espíritu como una facultad particular, sino como ese centro dónde todas las facultades se unen, dónde el hombre todo entero a la vez se reúne y se sobrepasa. En suma, la inscripción en toda la naturaleza del hombre de su vocación en persona. Un occidental, marcado por una especie de platonismo inconsciente, tiene tendencia a acercar el Espíritu al espíritu, despreciando el cuerpo. En realidad, el Dios viviente trasciende también radicalmente tanto lo inteligible como lo sensible y, cuando se da, transfigura tanto lo uno como lo otro. La antropología del hesicasmo es por consiguiente muy bíblica, es decir, muy unitaria. Pone el acento sobre los dos ritmos fundamentales de nuestra existencia psicosomática, el de la respiración y el del corazón. El ritmo respiratorio es el único que podemos utilizar voluntariamente, no para dominarlo sino para ofrecerlo; él determina nuestra temporalidad vivida, la acelera o la calma, la encierra sobre sí misma o la abre sobre la Presencia. El ritmo del corazón ordena el espacio-tiempo alrededor de un centro, del que todas las tradiciones espirituales saben que es abismal, que puede abrirse sobre la trascendencia; es la «caverna del corazón» de las tradiciones arcaicas y de la India… Esos dos ritmos nos han sido dados por el Creador para permitir a la vida divina apoderarse del trasfondo de nuestro ser y envolverlo, penetrar de luz toda nuestra existencia. Se podría casi decir, no solamente nuestra existencia corporal, sino a partir de nuestra existencia corporal, pues es sobre el Cuerpo de Cristo que somos injertados por el bautismo; es por la sangre («consanguíneos») y por el cuerpo («concorporales») que somos unidos á Cristo: ciertamente, el Cuerpo de Cristo designa su entera humanidad, pero la lengua no se equivoca, es el cuerpo el que constituye la raíz y la expresión última de la encarnación. Es necesario tomar en serio la exhortación: «No sabéis que vuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo que mora en vosotros?. . Glorificad a Dios en vuestro cuerpo» (1Cor 6,19-20).

Una cierta poesía nos guía aquí, no hacia lo imaginario, sino hacia la profundidad, hacia un simbolismo verdadero que se inscribe en la naturaleza de las cosas, que el Logos ordena y que el Pneuma vivifica.

«El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en sus narices un soplo de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente» (Gn 2,7). Así se precisa una correspondencia, una analogía-participación entre el Espíritu, en tanto que soplo vivificante de Dios, y la respiración en tanto que soplo vital del hombre. El hombre es llamado a mezclar su soplo al Soplo divino, a «respirar el Espíritu Santo», como escribió Gregorio el Sinaíta. Es lo que él logra si puede «adherir» a su respiración el Nombre de Jesús, pues el Espíritu, en Dios como en el hombre, es el «enunciador del Verbo».

Existe igualmente una analogía semejante entre el corazón como centro de integración del hombre, «sol del cuerpo», y Cristo, «sol de justicia», corazón de la Iglesia y, por su intermedio, del universo, puesto que la Iglesia no es otra cosa que el universo en vías de transfiguración, vuelto atento a su corazón. Este tema del Cristo-corazón, corazón de la Iglesia y de cada uno de sus miembros, es fundamental en un espiritual y liturgista laico de fines de la Edad Media, Nicolás Cabasillas, que escribía para los laicos y daba a la tradición hesicasta una tonalidad directamente sacramental.

En efecto, el tema del corazón está ligado al de la sangre. Cuando el hombre arcaico y, por otra parte, el hombre bíblico, medita sobre la sangre, la ve líquida como el agua pero roja y caliente como el fuego. La sangre es, de algún modo, un agua pneumatizada portadora del misterio de la vida y que sólo pertenece a Dios. Las aguas simbolizan la vibración original de lo creado bajo el Soplo que suscita la vida. En el origen el Espíritu reposa sobre las aguas, las incuba, las vuelve dúctiles a las exhortaciones del Verbo. Y, ciertamente, en nosotros y alrededor de nosotros, el pecado endurece al ser creado, lo hace insensible al Espíritu. Solo la sangre que brota del costado y del corazón del Crucificado puede sacramentar de nuevo la tierra, sólo la sangre eucarística puede encender nuevamente el fuego del Espíritu en nuestra sangre, en nuestro corazón a condición de que la existencia en nosotros pierda su dureza, que el corazón de piedra se disuelva en las aguas nuevamente originales, matriciales, del bautismo, y de las lágrimas.

A través de esos símbolos que se corresponden, se puede apreciar como se enlazan el soplo humano y el soplo divino, la gracia bautismal, la sangre y el corazón.

Todo esto conduce a la idea de una inteligencia que no es solamente cerebral, inteligencia de la cabeza y de la racionalidad caídas – que opone o confunde – y también a la idea de un «sentir», de una «sensación» que no es sólo del corazón orgánico o de las entrañas.

Por consiguiente, a la idea de una inteligencia del corazón espiritual (que no coincide totalmente con el corazón físico pero se encuentra un poco más alto) y de una sensación del corazón espiritual. Como si el corazón uniera, metamorfoseara, en el crisol de la gracia, la cabeza y las entrañas, por un conocimiento de fe y de amor, por una «sensación de Dios» dónde el hombre íntegro se sobrepasa, se equilibra y se abrasa. La Biblia habla sin cesar de ese «corazón-espíritu», de ese corazón inteligente. El Evangelio dice: «Amarás a Dios con todo tu corazón»; en una redacción más tardía, adaptada a una mentalidad helénica, debió precisar: «con todo tu corazón y toda tu inteligencia». Pero, bíblicamente hablando, «con todo tu corazón» es suficiente. «Con todo tu corazón» significa «con toda tu inteligencia».

El fundamento de esas analogías es la creación del hombre a imagen de Dios, lo que explica que estén presentes, al menos en forma parcial en la mayoría de las tradiciones espirituales de la humanidad. Pero la creación no es realmente restaurada, o mejor, realmente instaurada, más que en Cristo, y es por ello que todas esas analogías encuentran en él su origen y su cumplimiento. Es él quién hizo de la humanidad el Templo del Espíritu, su soplo es el «principio de vida», su carne y su sangre, asumiendo a través del pan y el vino todo el cosmos y toda la historia de los hombres, son el único alimento de eternidad.

b) La oración de Jesús, por otra parte, está, ligada al misterio del nombre.

El tema del nombre se reencuentra por todas partes en la historia de las religiones, al igual que en la celebración poética o ritual, de las amistades o de los amores humanos. El nombre ha sido siempre sentido como la expresión de la Presencia. En las religiones arcaicas, de las que la magia está a menudo próxima, conocer el nombre del Dios, es dominar su poder (pero el Dios no es más que la apariencia de una divinidad impersonal). En la Biblia el cambio es sorprendente: no se trata de dominar el poder del Dios, el Dios viviente toma una distancia fulminante, se hace inaccesible. La invocación del Nombre se hace excepcional y terrorífica. El tetragramá era pronunciado sólo una vez por año, el día de Yom Kippour, cuando el gran sacerdote penetraba en el «santo de los santos». E incluso esta nominación se perdió, fue (¿voluntariamente?) olvidada. Se dijo Adonai, el Señor. O Elohim, un plural que designa el salto «fuera de sí» del Inaccesible. En las religiones de la trascendencia pura, Judaismo e Islam, no se pretende conocer el Nombre; se sabe solamente que Dios estableció soberanamente ciertos tipos de relaciones con el hombre y que, dada una de ellas, puede ser evocado por un nombre relativo por definición (no ya entonces el Nombre; sino los nombres: el Islam cuenta 99). Jesús nos revela el Nombre propio de Dios y es un Nombre ex-propiado. Dios sale de su trascendencia inaccesible y se revela a nosotros sobre la cruz. Es en esta kénosis inimaginable, en esta expropiación total, que nos revela su nombre propio. Jesús, no muy común en el antiguo Israel significa «Dios Salva», «Dios libera». Pero es sólo después del Gethsemaní y el Gólgota, después del descenso de Cristo en la muerte y en el infierno, que sabemos de qué somos salvados, de qué liberados.

La paradoja de lo Inaccesible y del Crucificado, esa gran antinomia, nos permite balbucir más allá de todo sentimentalismo la ecuación de Juan: «Dios es amor». Nosotros no invocamos el Nombre como los pueblos antiguos que querían dominar un poder: ofrendamos a una presencia infinitamente participable pero simultáneamente inaccesible.

No invocamos ya el Nombre en el temor y el temblor, como lo hacen el Judaísmo y el Islam, para los cuales se trata sobre todo de uno de esos nombres que constituyen algo así como el «reverso» misterioso de lo Trascendente. Dios, para nosotros, volvió al corazón de su creación por el sí de una mujer y, consumiendo el fuego, viene a nosotros, «dulce y humilde de corazón» en la presencia de Jesús, en el soplo ligero del Espíritu, en el balbuceo infantil, tan familiar, tan confiado: abba, Padre, en el pan y el vino compartidos de la eucaristía.

Es por ello que, contrariamente a lo que a menudo se piensa, el Nombre propio de Dios, el Nombre expropiado del Amor, no me parece que se limite a la sola invocación de Jesús. El se despliega en la fórmula íntegra: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios», y se trata de una fórmula trinitaria.

La «oración de Jesús», tal como se estereotipó en los siglos XIII y XIV, «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mi», amalgama el llamado del publicano y el del ciego del Evangelio. Pero se trata de una invocación trinitaria. Invocamos a Jesús, le llamamos Cristo y Señor, por consiguiente confesamos su divinidad. Ahora bien, «nadie puede decir que Jesús es Señor, sino en el Espíritu Santo» (ICor 12,3) Decir que él es Cristo, es recordar que el Espíritu reposa sobre él, en él, pues el Espíritu es, desde toda la eternidad, la «unción del Hijo», como lo señalaba San Gregorio de Niceas. Invoquemos entonces en el Espíritu y designemos al Espíritu mismo designando la Unción que hace de Jesús el Cristo. Finalmente, digamos de éste, que es «Hijo de Dios». Y Dios, en esta fórmula, como en todo el cristianismo antiguo, es el Padre, «fuente» de la divinidad y «principio» del Hijo y del Espíritu. Decir «Jesucristo Hijo de Dios» es entrar en el misterio de la patri-filiación, es nombrar al Padre.

La «oración de Jesús» – y este es el último elemento de su contexto, del que me parece esencial hablar- se ubica en una perspectiva sacramental. Tiene por fin una toma de conciencia de la gracia bautismal, es un reencuentro personal con Cristo, que es al mismo tiempo una vida-en-Cristo, una «respiración del Espíritu» (puesto que el cuerpo sacramental de Cristo es un cuerpo «pneumático», un lugar pentecostal), una actualización de la energía trinitaria que, para un cristiano, no es jamás impersonal si no se realiza en el Espíritu, por Cristo, hacia el Padre.

El bautismo, y por consiguiente la crismación, que en el Oriente cristiano es inseparable de aquél, acentúa el aspecto carismático; el bautismo es la gran iniciación cristiana, descenso en las aguas de la muerte, descenso en el infierno con Cristo y vuelta a subir con él y en él; resurrección en Cristo, posibilidad de metamorfosear la angustia de la muerte en júbilo en el Espíritu. De modo que el bautizado lleva en adelante en su inconsciente, no sólo los rasgos de su destino individual o colectivo, sino al mismo Dios (lo que descubren a su manera los «psicoanalistas de la existencia»).

En adelante, una cierta exterioridad o impersonalidad de Dios es superada, exterioridad de las religiones de la trascendencia cerrada donde la fe permanece siendo de orden ético; impersonalidad de los orientes lejanos donde la inmersión en lo divino disuelve al hombre.

Mediante el bautismo, el Dios viviente, el Inaccesible, se vuelve plenamente participable en el «abismo» del corazón.

San Juan Crisóstomo afirma que un adulto, recibiendo el bautismo, percibe fugazmente una real iluminación, pero que ésta se oculta en seguida en el inconsciente. Es necesario entonces trabajar, y ese es todo el sentido de la ascesis, para volvernos conscientes de esta presencia que ocupa el fondo de nuestro ser. Existe la santidad, además, en nuestra existencia corporal misma, injertada por el bautismo en el cuerpo del «solo Santo», existe la santidad en nuestro cuerpo «con-corporal» al suyo, en nuestra sangre penetrada por la incandescencia eucarística. Es nuestra alma o, más precisamente, nuestra conciencia, la que se adultera y se prostituye, es ella la que es necesario volver atenta al misterio presente en el «corazón».

La «oración de Jesús» tiene por fin «circunscribir lo incorporal en lo corporal», reconstituir la unidad extática del «corazón consciente». Tomar consciencia de la gracia bautismal no se separa, por consiguiente, de tomar consciencia de la plenitud eucarística. Vivir en Cristo es volverse un hombre eucarístico, despertarse a la gran alegría de la eucaristía que es también una alegría pentecostal, puesto que cada vez que celebramos la eucaristía entramos en el lugar de un Pentecostés que no terminará jamás, que anticipa la Parusía y estallará en toda su fuerza en el momento de la Parusía: «Hemos visto la verdadera luz, hemos recibido el Espíritu celeste», cantan aquellos que vienen de comulgar. El fin de la «oración de Jesús» es ayudarnos a estabilizar, elucidar, interiorizar esta visión de la verdadera luz, esta recepción del Espíritu. La invocación del Nombre de Jesús debe llegar a ser una «epiclesis» cada vez más permanente.

El «corazón consciente» es, de este modo, un corazón eclesial. Es a la vez unificación del hombre y toma de consciencia de la consubstancialidad, en Cristo, de todos los hombres.

Por esto los carismas que reciben a veces los espirituales – de curación, de profecía, de clarividencia, de «simpatía», de discernimiento de los espíritus, de paternidad espiritual- son ordenados para la «edificación» de la Iglesia. Aunque permanezca solo y anónimo hasta el fin de su vida, el espiritual, por su solo acto de presencia, es una fuente de bendiciones para la Iglesia, la humanidad y el universo. Lo envuelve todo en su oración. Es la sal de la tierra y la luz del mundo, él que no busca, con el apóstol, más que aparecer como «la barredura» del mundo.

A esta toma de consciencia de la gracia sacramental se liga, inseparablemente, una lectura adoradora, y como sacramental, ella también, de la Palabra de Dios. Es lo que el monaquismo occidental denomina la lectio divina, esa incorporación casi eucarística del sentido espiritual. Una lectura semejante permite, luego, llevar en sí una frase o una palabra, como un germen de vida, como un perfume que ennoblece el alma durante horas. Se deja correr en sí los salmos, pero si repentinamente una frase, una expresión, toca el corazón, es necesario guardar en sí, preciosamente, esa herida de trascendencia: «Tu amor me ha herido, marcho cantándote», decía San Juan Clímaco.

Entre las historias del Desierto, se encuentra aquella del hombre que encontró a un abba y le preguntó como debía orar. «Es necesario recitar los salmos», respondió el monje. Y como el otro no sabía ninguno, le enseñó el primer versículo del primer salmo: «Feliz el hombre que no marcha según el consejo de los malvados…», agregando: «Ve, medita esas palabras, luego vuelve y te enseñaré la continuación». El hombre partió y el monje no lo volvió a ver.

Durante muchos años su meditación se alimentó de esas pocas palabras, y así se convirtió en un santo…

La Biblia y la Filocalia son, inseparables. El autor de los Relatos de un Peregrino ruso cuenta que sólo llevaba esos dos libros en su alforja: «El Evangelio es como la oración de Jesús, escribió, pues el Nombre divino encierra en sí todas las verdades evangélicas».

«Cuando comencé a comprender mejor la Biblia, gracias a la Filocalia, encontré cada vez menos pasajes oscuros. Los Padres tienen razón en decir que la Filocalia es la llave que descubre los misterios encerrados en la Escritura».

Es la hermeneútica de la oración, aquella de la que tenemos mayor necesidad hoy.

«Comencé a comprender el sentido oculto de la Palabra de Dios», agrega el Peregrino, «descubrí lo que significan expresiones como ‘el Hombre interior del corazón’, ‘la oración verdadera’, ‘la adoración en espíritu’, ‘el Reino en nuestro interior’, ‘la intercesión del espíritu’. Comprendí el sentido de estas palabras: ‘Vosotros estáis en mi’, ‘estar revestido en Cristo’, y muchas otras».

Se comprende que el Oriente cristiano haya llamado graphai, escrituras, indistintamente a la Biblia, sus comentarios litúrgicos y sus comentarios místicos; y también que ciertos espirituales de esta tradición hayan podido afirmar que la destrucción material de la Biblia no habría tenido para ellos ninguna importancia, no sólo porque la sabían de memoria, sino porque habían penetrado su corazón. En el límite, el corazón virgen del santo “iletrado” (agrammatos) se convierte en la página blanca dónde Dios inscribe directamente, en caracteres de fuego, su Verbo.


2.- ORAR SIN CESAR

El problema que ha atormentado a la espiritualidad oriental se resume en esta interrogación: ¿Cómo orar sin cesar? ¿Cómo ser, no solamente un hombre que participa, cada domingo, o más a menudo, en la eucaristía, sino, según el precepto paulino que hemos citado anteriormente, un «hombre eucarístico»? No solamente un Hombre que santifica el tiempo orando, según un símbolo solar, un símbolo del día y de la noche, en las principales «horas» de la jornada, sino un «hombre litúrgico» capaz de santificar cada instante. Los grupos de monjes «acématas» se sucedían en el coro para que la salmodia no se interrumpiera jamás: pero eso no constituía una solución personal.

Una buena respuesta es hacer todo en el sentimiento de la presencia de Dios, bajo su mirada, con gratitud hacia él y atención para con el prójimo «En todo pensamiento y acción por la cual el alma rinde culto a Dios, ella está con Dios» dice Macario el Grande. La oración incesante, según San Máximo el Confesor, «es tener el espíritu aplicado a Dios, en una gran reverencia y un gran amor… contar con Dios en todas nuestras acciones y en todo lo que nos sucede».

Uno de los interlocutores del Peregrino ruso le explica que la oración interior es la celebración misma del universo y de la vida, el impulso que lleva todas las cosas hacia la plenitud y la belleza y que corresponde al hombre desvelar ese universal gemido del Espíritu.

He escuchado al Padre Dumitru Staniloaé responder, ante la misma pregunta, que es necesario recibir al mundo como un don de Dios, el que nosotros al unísono le restituimos imprimiendo en él la señal de nuestro amor creador. Todo esto es verdad, todo es importante. Pero si no se quiere permanecer en las buenas intenciones, en las profundas pero pasajeras intuiciones, es necesario un instrumento que permita poner todo esto en práctica. Dicho instrumento es la «oración de Jesús».

«El vigésimo domingo después de la Trinidad escribe el Peregrino entré en la iglesia para orar. Se leía el pasaje de la epístola a los Tesalonicenses, en el que se dice: ‘Orad sin cesar’. Estas palabras penetraron profundamente en mi espíritu, y me pregunté cómo es posible orar sin cesar, cuando cada uno tiene que ocuparse de determinados trabajos para subsistir».

Entonces se puso en camino. Comenzó su peregrinaje. Todo destino cristiano es un peregrinaje hacia «el lugar del oración» donde el Señor nos espera, hacia dónde nos atrae. Los caminos seguidos en el espacio no hacen más que expresar, que facilitar, por medio de los encuentros, de las irradiaciones, las intercesiones, que encontremos allí ese camino interior. Se busca al hombre, a los hombres que nos darán las «palabras de vida» que nos despertarán a lo que nos es más interior, tan cercano y sin embargo tan lejano. El Peregrino ruso busca incansablemente, recibe respuestas parciales, encuentra muchas personas que le hacen avanzar, en sí mismo, hacia el «corazón consciente», pero no recibe una respuesta decisiva hasta que descubre un «starets» lo que significa un «anciano»; pero en el gran sentido espiritual de la palabra.

En el Oriente cristiano – en el Oriente en general- se ama a la muerte, transparente a otra luz. Una civilización en la que ya no se ora es una civilización en la que la vejez carece de sentido. Se marcha a empujones hacia la muerte, se imita a la juventud; es un espectáculo desgarrante porque – aunque se ofrece una posibilidad, prodigiosa a través de la última desposesión – sin embargo no se aprovecha. Tenemos necesidad de ancianos que oren, que sonrían, que amen con un amor desinteresado, que se maravillen; sólo ellos pueden mostrar a los jóvenes que vale la pena vivir y que la nada no tiene la última palabra. Todo monje en el que la ascesis ha dado fruto, es llamado en Oriente, cualquiera sea su edad un «hermoso Anciano». Es bello con la belleza que sube del corazón. En él las etapas de la vida se armonizan, sintonizan, se podría decir. Y, sobre todo, lo original es reencontrado: blanco con una blancura transfigurada, el «hermoso anciano» tiene ojos de niño.

El peregrino encontró uno de esos ancianos.

«Entramos en su celda y me dirigió las siguientes palabras: `La oración de Jesús, interior y constante, es la invocación continua e ininterrumpida del nombre de Jesús, por medio de los labios, el corazón y la inteligencia, en el sentimiento de su presencia, en todo lugar y en todo tiempo, incluso durante el sueño. Ella expresa por estas palabras: ‘Señor Jesucristo, ten piedad de mi’. Aquél que se habitúa a esta invocación recibe un gran consuelo y la necesidad de decir siempre esta oración. Al cabo de algún tiempo no puede vivir sin ella, y ella por sí misma brota en él, no importa dónde, no importa cuando».

El «Señor Jesucristo» o «Señor Jesucristo, Hijo de Dios» se dice sobre la inspiración. El «Ten piedad de mi», o, a veces, «Ten piedad de mi, pecador», sobre la espiración. Esto se hace con abandono, por amor. En la tradición benedictina antigua, se empleaba de la misma manera las palabras de un salmo: «Señor, ven en mi ayuda, apresúrate a socorrerme». La Iglesia antigua ha utilizado mucho para orar el «Señor, ten piedad», «Kyrie eleison» (el sentido es más rico que el de la piedad; implica también dulzura, ternura, misericordia…). Hoy mismo, en el oficio monástico y parroquial ortodoxo, se suele recitar cuarenta veces seguidas el «Kyrie eleison». Esta última fórmula conviene mejor para los que comienzan, los penitentes. Es necesaria ya una cierta familiaridad con la oración para introducir en ella el nombre de Jesús. Pero no existen reglas. La penitencia, como veremos, dura hasta la muerte.

Y el misterio de la Cruz y el descanso de Cristo en el infierno permite desde el comienzo la audacia del amor.

Equipo de redacción: "En el Desierto"