jueves, 19 de agosto de 2010

Seguimos en diálogo con el Padre Simeón

_Padre cuando hablamos de formación hesicasta, a ¿Qué nos estamos refiriendo?

_Cuando se habla de formación hesicasta en la vida monástica, no la hemos de entender como la formación del inicio. Sin como una formación de toda la vida, como proceso global de transformación. El fin de la formación hesicasta en clave monástica, no puede ser sino la restauración de la imagen de Dios en el monje, en el orante, en el peregrino del silencio. Se trata de una transformación progresiva que abarca toda la vida. Para llevar a cabo este itinerario de transformación, el hombre tiene un modelo, un prototipo, el Verbo, que es la imagen perfecta del Padre y que san Bernardo, según san León Magno, llama el sacramentum salutis.
En realidad, ningún padre del monacato escribió sobre la «formación», al menos en el sentido en que hoy entendemos esta palabra. Pero vemos por sus escritos que tenían clara conciencia de que su misión, como abades o como padres espirituales, era engendrar a Cristo en sus discípulos. Sabían que para llevar a cabo esta misión, debían conducir a sus monjes a la imitación de Cristo. Pues es por esta imitación como el monje hace gradualmente más activa en su vida esta semejanza que recibió en el momento de la creación, y la imagen de Dios en él se restaura nuevamente.
La idea de que se puede formar a alguien en la vida monástica como se puede formar a alguien para ser médico, mecánico o profesor, supone una concepción totalmente moderna. Jamás se les hubiera ocurrido a los padres del monacato. Para ellos, la vida monástica no era una realidad para la que pudiera formarse a alguien, sino un medio, o un conjunto de medios, por los que alguien se dejaba formar. Viviendo la vida monástica es como uno va haciéndose más monje y se deja transformar, gradualmente, en imagen de Cristo.

_Y de frente a la vida en comunidad cenobítica, Padre: ¿Qué podemos decir?

_Partamos diciendo que cuando los anacoretas de los primeros siglos iban al desierto, buscaban ponerse bajo la dirección de un padre espiritual que tuviera experiencia del desierto y que manifestara la obra del Espíritu sobre él, habiéndose convertido en pneumatophoros. Ese padre espiritual carismático del desierto transmitía a sus discípulos su propia experiencia. Esta relación padre-hijo o maestro-discípulo normalmente era provisional, terminando cuando el discípulo llegaba a la madurez espiritual suficiente para poder continuar su camino, más allá, en la soledad.
El carisma de los padres del cenobitismo, como Pacomio o Basilio, ha consistido en elaborar una forma de vida comunitaria estable, una politeia, según una regla establecida a través de la cual se transmitía en adelante la experiencia espiritual. Nos encontramos así en presencia de una auténtica cultura monástica que expresa una identidad colectiva que permite a cuantos se insertan en ella alcanzar su identidad personal propia.
Por cultura hay que entender aquí un complejo coherente de doctrinas espirituales, de tradiciones ascéticas, costumbres, observancia, organización administrativa, etc., que expresan una experiencia espiritual, la mantienen viva y la trasmiten. Una cultura implica la cohesión y coherencia de todos los elementos de la vida. Tal cultura es siempre, y por excelencia, el fruto de la experiencia de una colectividad. Un individuo no inventa su cultura. El rol de los santos, los místicos y los genios, como el de los poetas, los artistas o los teólogos, consiste en expresar la experiencia trasmitida y mantenida viva por y en su cultura.
La modalidad según la cual cada grupo concreto vive esta comunidad, esta koinonia, tiene una influencia muy profunda sobre el desarrollo humano y espiritual del monje, del hermano, a lo largo de su existencia. Más allá de todos los «medios de formación» que pueda ofrecer a sus miembros, la comunidad en cuanto tal tiene una tarea formadora de primera importancia.


Equipo de redacción "En el Desierto"