miércoles, 27 de abril de 2011

Continuamos con los aportes del Hermano Pablo

Quinta parte

5. UNA UNIFICACIÓN EXCÉNTRICA

No es justo separar las dos etapas siguientes, – de las que la metánica constituye la base indispensable -, la de la unificación de la conciencia y del corazón, y la de la transfiguración en la luz divina. La unificación, en efecto, no es extática por sí misma. Es porque el hombre sale de sí mismo, de su naturaleza, para unirse a Dios, que él puede pacificar y reunificar esta naturaleza. La profundización en la existencia, el despertar progresivo del «corazón consciente» dónde se transfiguran a la vez la inteligencia y la fuerza vital del hombre, la experiencia simultánea de la consubstancialidad de todos los hombres, «miembros los unos de los otros» en Cristo, todo contribuye, en el dinamismo que va de la fe al amor por medio de la esperanza, a realizar poco a poco una unificación excéntrica. Ex-céntrica, porque el hombre se recoge en su corazón, que en sí mismo no es más que el lugar de transparencia a una luz increada, es decir cuya fuente está siempre más allá. Ex-céntrica, pues el hombre asume la naturaleza humana reunificada en Cristo en la medida en que, por auto-trascendencia personal, adhiere con toda su fe a la persona de Cristo. Esta trascendencia del hombre en el desconocimiento responde misteriosamente a la tras-consciencia del Dios vivo en la kénosis. Las energías divinas unificadoras son el contenido de un reencuentro. La «oración de Jesús» puede revestir formas «técnicas»’, psico-somáticas, para favorecer esta unificación del espíritu y del corazón. Indicaciones bastante precisas se encuentran en los textos de los siglos XIII y XIV, cuando se produjo, en el mundo bizantino, un potente renacimiento del hesicasmo. El recurso a la palabra escrita prueba que los maestros habían desaparecido y también que el hesicasmo no es un esoterismo con sus líneas ininterrumpidas de maestros a discípulos, como en el sufismo, sino la realización consciente del misterio cristiano, siempre susceptible de renacer de la vida sacramental y de la penetración espiritual de las Escrituras. Nil Sorsky, en el siglo XVI, el strarets Silvano en el XX, reenvían al aprendiz, si no encuentra maestro, a la meditación de la Biblia y de los Padres, a [34] una profunda vicia sacramental, al respeto de los «mandamientos de Cristo», en fin, a los consejos de todo confesor de buena voluntad, aunque no entienda nada del «método»: si uno se remite a él en la confianza y en la humildad, Dios mismo nos guiará por su intermediación.

A fines del siglo XIII y durante el XIV, en un período muy turbulento, muchas cosas fueron confiadas a la palabra escrita: se trata de los textos de Nicéforo el Solitario, (que constituyen una pequeña Filocalia dentro de la grande), del autor anónimo del «Método», de San Gregorio Palamas, de San Gregorio el Sinaíta, de Calixto e Ignacio Xanthopoulos. Elconjunto de extractos concerniente a las técnicas de la oración fue establecido por Jean Gouillard que lo completó utilizando ciertas indicaciones de San Nicodemo el Hagiorita.

A la salida, y sobre todo a la puesta del sol, dicen esos textos, es necesario, para orar, encerrarse «en una celda tranquila y oscura», «en un lugar apartado, en un rincón». Mientras que, para los principiantes, la oración de Jesús se dice de pie, con y sin posternaciones, se recomienda aquí sentarse en un asiento bajo o inclinarse apretando el pecho, sea simplemente apoyando el mentón sobre él, o curvándose extremadamente, en un movimiento «circular» del cuerpo, inclinando la cabeza hacia las rodillas, no sin un «dolor del pecho, de las espaldas y de la nuca». Si uno se contenta con inclinarse apoyando el mentón o barbilla sobre el pecho, es la mirada la que cerrará el círculo, fijándose sobre el mismo pecho o «sobre el centro del vientre, es decir, sobre el ombligo».

Dichas posturas tienen un sentido en el que se expresa la realidad simbólica, sacramental, del cuerpo. Manifiestan, y por consiguiente favorecen, la concentración de todo el compuesto humano sobre el corazón, en un movimiento que, porque es incómodo (a diferencia de la facilidad soberana buscada por el yoga), no es de dominio sino de ofrenda. Así, dice Nicodemo el Hagiorita, «el hombre ofrece a Dios toda la naturaleza sensible e intelectual, de la que es el vínculo y la síntesis».

Los hesicastas se refieren, a este respecto, al «movimiento circular del alma», del que habla Dionisio el Aeropagita en los Nombres divinos: «El movimiento circular del alma, es su entrada en ella misma por el desligamiento de los objetos exteriores y el enroscamiento unificador cíe sus potencias».

Igualmente, la fijación de la mirada sobre el ombligo, es decir sobre el centro vital del hombre (todo un estudio se impondría aquí para saber si se puede adelantar una comparación con el hara japonés), no es una simple comodidad de concentración, sino significa que toda la fuerza vital del hombre, «metamorfoseándose en el corazón consciente». debe también llegar a ser ofrenda. Dios puede así hacer suya, dice San Gregorio Palamas, la «parte concupiscible» del alma, Él puede «devolver el deseo a su origen», es decir el eros por Dios, del que hablan tan profundamente San Juan Clímaco y el Apocalipsis, que lanza su llamado al «Hombre de deseo».

De este modo, también el cuerpo se «une a Dios por la fuerza misma de ese deseo».

«Aquellos que se ligan a los placeres sensibles de la corrupción agotan en la carne toda la potencia de deseo de su alma y llegan a ser íntegramente carne. El Espíritu no podría morar en ellos. Por el contrario, en aquellos que elevan su espíritu hacia Dios y establecen su alma en el amor de Dios, su carne transformada comparte el impulso del espíritu y se une a él en la comunión divina. Llega a ser, ella también, el dominio y la casa de Dios. Esta transfiguración del eros en el ágape, es una constante en esta tradición: ‘Que el eros físico sea para ti un modelo en tu deseo de Dios’, escribía San Juan Clímaco, quien decía incluso: ‘Felices aquellos que no tienen una pasión menos violenta por Dios que la del amante por su bienamada’».

En dicha postura, es necesario «recoger el espíritu» y «hacerlo descender», «impulsarlo» hacia el corazón, utilizando el movimiento de la inspiración. La curvatura del cuerpo permite «comprimir» la respiración. Se «retiene el soplo» el mayor tiempo posible pronunciando las palabras de la oración. Luego se expulsa el aire, «con los labios cerrados». Esto de pie. El espíritu, atraído por la posición incómoda del cuerpo «se recoge así más fácilmente». «El corazón, molesto por la retención respiratoria, es más fácil de ‘encontrar’». A continuación, «el vaivén del soplo se hace más y más lento». La invocación no se pronuncia ya por medio de los labios, incluso casi en silencio, se realiza de una manera interior. «Llega un día en que el espíritu, entrenado, ha hecho progresos y recibe poder del Espíritu para orar total e intensamente: entonces, no tiene necesidad de la palabra».

Una vez que el espíritu « descendió» en el corazón, no debe tener otra ocupación que el grito de «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí». La fórmula empleada será – sin que el cambio sea demasiado frecuente «pues las plantas demasiado trasplantadas no prosperan» – tanto «Señor Jesucristo, ten piedad de mí», como «Hijo de Dios, ten piedad de mí». Cuando el espiritual «haya progresado en el amor por medio de la experiencia» y haya obtenido, por medio de la gracia, la evidencia de la misericordia divina, abandonará el «ten piedad de mí», para concentrarse en las palabras «Señor Jesucristo, Hijo de Dios», que dirigen el espíritu inmaterialmente hacia aquél que ellas nombran. Los «adelantados» y los «perfectos» se contentarán con la sola invocación del Nombre de Jesús .

La oración debe ser dicha «con todo su amor» y con toda su inteligencia, aplicándose al sentido de las palabras. Ella limpia el polvo de las imágenes mentales, que empaña el «espejo», del corazón. El corazón, así purificado se ve a sí mismo enteramente luminoso “se eleva en el amor y el deseo de Dios, se descubre colmado de la «luz thabóríca» que brilla en el Cristo transfigurado, llega a ser ese apacible «espejo de Dios» dónde se imprime la «fotofanfa» de Cristo y, en ella, la verdad de los seres y de las cosas.

Es necesario tener en cuenta siempre el hecho de que el occidental de hoy difiere mucho del tipo de hombre para el que fueron escritos estos textos. El hombre de las antiguos civilizaciones disponía de un sólido eje vital. Estaba arraigado en el silencio y en la lentitud. Conocía la fatiga profunda que, a su manera, purifica y renueva. Estaba cercano a los seres y las cosas. El hombre de hoy, el de la civilización urbana e industrial, vive mucho más en la superficie de sí mismo. Está habitado por ruidos e imágenes apresuradas. Está nerviosamente agotado, pero conoce raramente la grande y buena fatiga del cuerpo. Está sólo en la multitud, ha perdido el contacto con las cosas, con la verdadera materia. Se aturde con alimento e impresiones. Para romper el caparazón de lo artificial y lo mecánico, sólo le queda el erotismo. Pero éste también se vuelve artificial y mecánico.

Es por ello que se hace necesario transcribir aquí algunas líneas pertinentes de Paul Evdokimov:

«En las condiciones de la vida moderna, bajo el peso del surmenage y de la usura nerviosa, la sensibilidad cambia. La medicina protege y prolonga la vida, pero al mismo tiempo, disminuye la resistencia al sufrimiento y a las privaciones. La ascesis cristiana, que no es más que método al servicio de la vida, buscará entonces adaptarse a las nuevas necesidades. La Thébaida heroica imponía ayunos extremos y molestias: el combate se desplaza actualmente.

El hombre no necesita un dolor suplementario que produciría el riesgo de quebrarlo inútilmente. La mortificación consistirá en la liberación de toda necesidad de ‘dopping’, velocidad, ruido, excitantes, alcohol de todo tipo. La ascesis será, más vale, el reposo impuesto, la disciplina de calma y de silencio, periódica y regular, en la que el hombre reencuentra la facultad de detenerse para la oración y la contemplación, incluso en medio de todos los ruidos del mundo.

El ayuno será el renunciamiento a lo superfluo, el compartir con los pobres, un equilibrio sonriente».

En este contexto, algunos de los espirituales ortodoxos más experimentados, desaconsejan actualmente «hacer descender» la oración en el corazón de una manera voluntarista. Se corre el riesgo, así, de falsear el equilibrio nervioso, y de perder irremediablemente la posibilidad de «encontrar su corazón». Es necesario, por consiguiente, contentarse con utilizar el ritmo de la respiración y orar, cuando es posible «con todo corazón», en el sentido popular de esta expresión. Un día, tal vez, Dios, por su gracia, hará descender la oración en el corazón: pero es necesario remitirse enteramente a él, no crisparse, no querer. El hombre de Occidente, dice Heidegger, se caracteriza por «la voluntad de voluntad». Es necesario aprender, primero, a abandonarse, y ese es realmente el sentido profundo de la «oración de Jesús».

Nicolás Cabasillas, que escribía para los laicos, para los habitantes de una gran ciudad, nos presta aquí una enorme ayuda. No es necesario querer guardar su corazón, sino confiarlo a la sangre eucarística. Es necesario partir del centro, y el centro es Cristo, corazón de la Iglesia, alter ego de cada fiel. El amor responde al amor, las fuerzas del corazón iluminado por la presencia del Señor se liberan. Se trata menos de quebrar la corteza de la existencia para encontrar el lugar del corazón que de dejar brillar el sol del corazón, cuyo resplandor modificará, poco a poco, desde adentro, la corteza de la existencia.

Sabemos bien, actualmente, que un defecto, un vicio combatido en la superficie de la psiquis se oculta pero no se cura. Se llega a ser moderado, pero se prefieren los alimentos azucarados y se tienen susceptibilidades del antiguo niño. Se triunfa sobre todo vicio aparente, pero se vampiriza las almas bajo pretexto de guiarlas.

Cristo, en el Evangelio, parte siempre del centro, se dirige directamente a la persona, provoca la inversión del corazón. La metanoia, en el amplio sentido del término es esto: dar vuelta el corazón, dejar que el Señor lo llene de luz. La ascesis, a continuación, consistirá en separar poco a poco los obstáculos que impiden el paso de esa luz.

Cuando el futuro San Doroteo ingresó en el monasterio quiso practicar inmediatamente las virtudes más abruptas y la oración perpetua. Su padre espiritual el Anciano recluido Barsanufio le pidió por el contrario que construyera un pequeño hospital y se dedicara a los enfermos. Más tarde, Doroteo se quejaba de obsesiones carnales. Barsanufio, en un «contrato» famoso en la historia de la paternidad espiritual, le pedía que no se preocupara por ello, que él tomaba todo sobre sí. Por el contrario, Doroteo se comprometía, sobre puntos precisos, a una actitud de confianza, de humildad, de caridad. Partía del centro, dejaba brillar el sol interior; poco a poco, sus tentaciones desaparecieron por sí mismas.

La «oración de Jesús» puede ayudarnos mucho a esta reconstitución de un eje vital bajo el sol del corazón.

Los viejos monjes dicen que no es necesario temer los momentos de «plérophoria», de plenitud, experimentada en el mismo cuerpo. Enseñan, en la perspectiva de la resurrección, un uso no-pasional de la alegría de ser. Piden que se «circunscriba lo incorporal en lo corporal» hasta vivir con gratitud una humilde y grave sensación. Marchar, respirar, alimentarse, tocar la corteza de un árbol, todo puede llegar a ser celebración, «El nombre de Jesús llega a ser una especie de llave que abre el mundo, un instrumento de ofrenda secreta, un colocar el sello divino sobre todo lo que existe. La invocación del nombre de Jesús es un método de transfiguración del universo».

Conviene que un ejercicio de relajamiento, de toma de conciencia del cuerpo; no termine por una euforia inmanente, o por el sueño sino por la invocación. Cuando más el hombre se pacifica y se interioriza, más debe orar en la humildad y la confianza, en «espíritu de infancia», tendido hacia un reencuentro, en Cristo, con Dios Padre, «abba, Padre», como si se orara por primera vez. Esta actitud, sola, puede permitir utilizar discretamente ciertas técnicas asiáticas de concentración, tan a la moda hoy.

Conviene que la invocación esté presente en la amistad y el amor. En cuanto a su esplendor, necesario en las relaciones sociales y los ritmos de trabajo, esa podría ser la medida, el criterio de una acción perseverante y creadora de los cristianos en la sociedad.

Simultáneamente, pero poco a poco, interviene la tercera etapa, la de la participación en la luz increada en la comunión al Señor Jesús, comunión trinitaria, lo hemos dicho, pues, en la interioridad del Espíritu, ella nos conduce hacia «el seno del Padre». Gregorio el Sinaíta dice que la oración comienza a brotar en el corazón como las chispas de un fuego alegre: la luz increada se manifiesta primero por los toques de fuego de una indecible dulzura. Luego, dice el mismo Gregorio, en el corazón hecho consciente, la oración «opera como una luz de buen olor».

No se trata de éxtasis ni de visiones. Las exaltaciones místicas de los principiantes deben ser rápidamente sobrepasadas, pues ellas podrían ser fuente de complacencia y de orgullo. El Señor, entonces se retira para que el hombre conozca el último despojamiento, a partir del cual será deificado, pero por pura gracia. Los grandes espirituales piden desconfiar de las visiones, pues Satán puede disfrazarse de ángel de luz. La liturgia, la salmodia, los iconos sobre todo, están allí para hacer entrar al asceta, más allá de todo fantasma, en una sobria y muy real comunión. Los criterios del encaminamiento justo son la paz, la dulzura, la humildad y no la exaltación que deja el alma turbada y, sobre todo la capacidad de amar a sus enemigos, según la exhortación evangélica.

Sin duda, los más grandes – los más humildes -, aquellos que alcanzaron el estadio de la oración ininterrumpida que yo evocaré a continuación, han, por añadidura, atravesado los mundos angélicos, penetrando hasta el trono de Dios, (el corazón inflamado se identifica aquí con el carro de Elías; como en el mito judío), percibido los fundamentos del mundo creado y los confines de la historia, recibido la visita de la Madre de Dios y los santos. Pero, el final normal de esta ascesis es, a partir del corazón, la transfiguración de todo el ser (comprendiendo también el cuerpo), la transfiguración de lo cotidiano por una luz que es un fuego, que no es una emanación anónima sino el resplandor mismo del Resucitado la presencia secreta del Espíritu, la transformación de la trascendencia inaccesible en paternidad amante. La visión, la audición, la inteligencia, el amor, todo se reúne en una única «sensación de Dios», todo es luz, pero esta luz es increada, es decir que reenvía a una fuente a la vez inaccesible por esencia y participable por gracia. Todo es luz, pero esta luz es el contenido de un encuentro, de una comunión.

El hombre entra entonces en un ritmo inagotable de énstasis – éxtasis. San Gregorio de Niza, a partir de un participio pauliano («tendido hacia»), formó aquí el término de epectasis, dónde épi designa el en-stasis, la infinita proximidad de Dios, que se vuelve enteramente participable, mientras que ek designa el ektasis, la tensión amante hacia ese Dios cuya distancia no es abolida, «aquél que se busca siempre», en el desconocimiento de la fe, pues enteramente permanece inaccesible.

Esta distancia, sin cesar colmada en Cristo, sin cesar reabierta hacia el abismo del Padre, esta distancia-participación, constituye el lugar mismo del Espíritu-; ella se inscribe y nos inscribe en el misterio de la Trinidad; el alma, en vías de deificación, el corazón consciente, que se inflama y se eleva con las alas de la paloma llegan a ser, para retomar una expresión de Jean Daniélou, universo espiritual en expansión. Y lo que es verdad en la relación con Dios se hace verdad en la relación con el prójimo, y también admiración ante la cosa más humilde.

La ascesis néptica nos hace comprender definitivamente que el cristianismo no es una ideología, que no es un saber absoluto, sino el desconocimiento amante de la fe y de la diaconía. Cuánto más conozco a Dios, más se me hace maravillosamente desconocido. Cuánto más conozco al prójimo, más lo reencuentro con la sorpresa de la primera vez. Cuanto más conozco la creación de Dios, más embargado quedo por su misterio (habría allí, yo creo, el germen de una nueva lógica científica, mostrando que es la irreductibilidad del misterio lo que suscita el dinamismo de la investigación).

La vida eterna comienza, así, desde aquí abajo. Se va «de comienzo en comienzo, por comienzos que no tienen jamás fin», como dice Gregorio de Nisa. No se trata de «salir del tiempo» como la mística de la India, o de abolir el tiempo como en el nirvana búdico, sino de acceder a una temporalidad propiamente eclesial, calcedónica, en la que el tiempo y la eternidad se unieran «sin separación ni confusión». El ritmo de esta temporalidad es aquél, de la muerte-resurrección, de la cruz pascual. Introduce en las situaciones de muerte de nuestra existencia – hasta la última agonía – la experiencia que se concentra en la del mártir. Los mártires, en la historia de la Iglesia, han sido los primeros en ser venerados como santos. Un mártir no es simplemente, como se lo cree demasiado a menudo, alguien que da su vida por sus ideas. Un mártir es aquél que, en el horror de la tortura y de la muerte, se abandona humildemente al Crucificado Resucitado y por ese medio se encuentra colmado de la alegría de la resurrección. «Destrozado por los dientes de las bestias», se convierte en «pan eucarístico», como decía Ignacio el Teóforo. Igualmente el monje en la tradición antigua, es a la vez «stauróforo» y «pneumatóforo», portador de la cruz y portador del Espíritu, aquél que «da su sangre y recibe al Espíritu; por ello mismo», «un resucitado» capaz de conocer, hasta en su cuerpo, una plenitud inefable.

Esta temporalidad hace aflorar grandes estratos de paz y de luz en la densidad de los seres y de las cosas, en la monotonía de las tareas cotidianas. El énstasis-éxtasis, en el reencuentro del otro, se hace allí servicio, amor activo y creativo.

Esta temporalidad, finalmente, tiene sabor de silencio. No el mal silencio del vacío, el silencio helado de los abandonados, sino el silencio pleno, el silencio divino, ese «lenguaje del mundo por venir», como decía Isaac el Sirio. La invocación debe entonces abrirse sobre el silencio. Primero por breves momentos de silencio intercalados entre los llamados. Luego por una especie de planeo interior en el azul del corazón consciente, según una penetración de la interioridad «pneumática» del Nombre de Jesús. Pues el silencio reposa en el Nombre como el Espíritu, desde toda la eternidad, reposa en el Verbo, puesto que constituye la unión mesiánica, crítica, del Verbo encarnado. Y cuando el Espíritu está presente, no es necesario orar, sino callar en él, para retomar, por ejemplo, la enseñanza de San Serafín de Sarov.

Se dice siempre que la música litúrgica, en la Iglesia ortodoxa, está al servicio de la palabra. Pero ella está también al servicio del silencio, abre la palabra sobre un interior de silencio. Lo mismo sucede con el canto gregoriano.

La «oración de Jesús» hace del corazón de cada uno una celda monástica dónde se está «sólo con el Unico» en el silencio. La ascésis néptica enseña a callar. Pero el silencio cristiano es de una palabra renovada. En un momento dado, el inseparable silencioso, el hesicasta, recibe el carisma de la palabra de vida, que va del corazón al corazón, palabrasimiente.

Uno de los frescos más notables de Athos representa un monje crucificado, del que brotan llamas. Aquellos que son como él, son «hombres apostólicos», que hablan de lo que experimentan. Y su palabra es poderosa con todo el poder del Espíritu. Los otros, y esto es lo que yo intento aquí, se contentan, desdibujándose, con presentar su testimonio. Intentan ser, con la palabra o con la pluma, lo que es, con el pincel, un pintor de iconos.

Equipo de redacción: "En el Desierto"