lunes, 10 de mayo de 2010

“Quien ha probado del vino añejo”
(Lc 5,39)

- Capítulo I -
Extracto del primer capítulo, del libro Vasijas de Barro,
de Gabriel Bunge.

Ver la importancia de la palabra en la vida de los Santos padres.






Según lo que ya hemos manifestado, no entra dentro de nuestros propósitos escribir un estudio histórico o patrístico sobre la oración, sin embargo en las próximas páginas remitiremos una y otra vez a los “santos Padres” de la primitiva Iglesia. Este permanente recurrir a lo “que fue desde el principio” requiere de justificación en una época que gusta medir el valor de cada cosa según su grado de novedad. Presentaremos aquí al lector de fines del siglo XX no la última novedad sobre el tema oración, sino aquello “que nos transmitieron quienes desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la palabra”[1]. ¿A qué se debe tan gran estima a la ‘tradición’ y el puesto único que adscribimos al ‘comienzo’? O, dirigiéndose en manera más personal al autor de estas páginas: ¿por qué no nos habla más bien de su propia experiencia en lugar de ponernos siempre delante a sus “santos Padres”?
Por eso parece provechoso comenzar exponiendo con qué “espíritu” hemos escrito este libro, cómo debe ser leído, e igualmente iluminar la oración al colocarla en el contexto global a la que pertenece y así situarnos en la única perspectiva desde la cual enfocarla correctamente.

1. “Lo que existía desde el principio” (I Jn 1,1).

La continua referencia a la palabra de los santos Padres tiene su fundamento en aquello que ya los primeros testigos y aun las mismas Sagradas Escrituras llaman “Tradición El concepto (en sí mismo) es ambiguo y por tanto ambivalente es la postura asumida por los cristianos de cara a las ‘tradiciones’. El valor de una ‘tradición’, - dentro del ámbito de la revelación -, depende esencialmente de su “origen” y de su relación con dicho origen. Existen tradiciones meramente humanas cuyo origen no está en Dios, aun cuando puedan apelar a él con cierto derecho, como por ejemplo en el caso, - sancionado por la ley mosaica -, del divorcio: “al principio no era así”
[2], ya que Dios había destinado al hombre y a la mujer a una unidad indisoluble[3]. Cristo rechaza este tipo de “tradiciones humanas”, ya que apartan a los hombres de la auténtica voluntad de Dios[4], pues el Señor vino “para cumplir su voluntad”[5], aquella primigenia y originaria voluntad del Padre oscurecida por el pecado original y todas sus consecuencias. Justamente es señal distintiva de los discípulos de Cristo no atenerse a “esas tradiciones de los antepasados”.
Muy distinto es el asunto, en cambio, cuando se trata de aquellas tradiciones “que existían desde el comienzo”, de aquel “antiguo mandamiento que tenemos desde el principio”
[6], y que Cristo transmitió a sus discípulos. A su vez, nos ha sido confiablemente “transmitido” por “aquellos que desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la palabra”[7]: los Apóstoles, quienes desde el “comienzo del Evangelio”[8] “estuvieron con él”[9], ya que a partir “del bautismo de Juan”[10] fueron testigos de cómo Jesús se fue revelando progresivamente como Cristo, el Mesías.
Estas “son las tradiciones que hemos aprendido” y “que debemos conservar”
[11] si no queremos perder la comunión con el “principio”. Ningún “otro Evangelio”, entonces, aunque nos “lo transmita un ángel del Cielo”, que aquel que nos fuera predicado desde el “comienzo”, porque no sería el “Evangelio de Cristo”[12].
La finalidad y el sentido de toda auténtica tradición es la de crear y mantener la comunión con los “testigos oculares y con los servidores de la palabra” y, a través de ellos, con aquel del cual dan testimonio.

Lo que existía desde el principio,
lo que hemos oído,
lo que hemos visto con nuestros ojos,
lo que contemplamos y palparon nuestras manos
acerca de la Palabra de vida…,
eso se lo anunciamos
para que también ustedes tengan comunión con nosotros.
Y nuestra comunión (es comunión)
con el Padre y con su Hijo Jesucristo
[13].

Esta “comunión” de los creyentes entre sí y con Dios es lo que las Escrituras llaman “Iglesia” y “Cuerpo de Cristo”. Ella abarca todos los miembros de ese Cuerpo, tanto los vivientes como los que “se durmieron en el Señor”. Es tan estrecha la relación entre los miembros y con el Cuerpo que los difuntos “no son miembros muertos” ya que “para Dios todos están vivos”
[14].
¡Quien quiera “tener comunión con Dios” jamás podrá prescindir de aquellos que antes de él fueron agraciados con ella! Únicamente dando crédito a su “predicación” quien nació con posterioridad a ellos entra en comunión con la porción vital constituida por aquellos “testigos oculares y servidores de la palabra” que lo fueron “desde el comienzo” y que lo son para siempre. Por eso verdadera y auténtica “Iglesia de Cristo” sólo lo es aquella que permanece en comunión viviente e ininterrumpida con los Apóstoles, sobre los que el Señor justamente cimento su Iglesia
[15].
Lo afirmado aquí sobre la necesidad de permanecer fieles “al valioso tesoro que nos fuera confiado”
[16], es decir, la tradición apostólica tal como está consignada en los escritos de los Apóstoles, vale análogamente de aquellas “tradiciones originarias y no consignadas por escrito”[17]. Aunque estas tradiciones no estén directamente contenidas en dichos testimonios, no por ello son menos apostólicas. Pues consignadas por escrito o transmitidas oralmente, “las dos tienen precisamente la misma fuerza en orden a la piedad”[18].
Ambas formas de Tradición apostólica poseen aquello que podríamos denominar “la gracia de los orígenes”, ya que en ellas tomó forma el tesoro que nos fue confiado desde el comienzo. Ya veremos en detalle en qué consiste esta “Tradición no escrita”. Ahora queremos preguntarles a los mismos Padres cómo entendían ellos la fidelidad a dicho “origen”.
La misma actitud puesta de manifiesta por Basilio Magno hacia la tradición eclesiástica, la encontramos en su discípulo Evagrio Póntico referida a la tradición espiritual del monacato. Así se lo escribe al monje Eulogio, al que desea aclararle ciertas dudas sobre la vida espiritual:

No es que lo hayamos logrado “por las buenas obras que hayamos realizado”
[19], sino por que poseemos el “ejemplo de la sana doctrina”[20] que escuchamos de los santos Padres y porque fuimos testigos de algunas de sus hazañas.
Todo es gracia de lo alto, y eso hasta las asechanzas del tentador se lo demuestran a los pecadores; (gracia) que para certeza y seguridad nuestra nos dice: “¿qué tienes que no hayas recibido?” - para que así al recibir demos gracias al Dador y no nos atribuyamos ni el honor ni la gloria, negando así el don. Por eso mismo nos amonesta: “¿si lo recibiste por qué te glorías como si no fuera así? ¡Ya se han enriquecido! amonesta aquella (gracia) de la que provienen las obras, ¡ya se han saciado ustedes que apenas han empezado a enseñar!”
[21].

Una primera razón por la que uno no se presenta a sí mismo como ‘maestro’, proviene del humilde reconocimiento de un hecho elemental: todos todo lo hemos recibido. Los “Padres” a los que Evagrio remite aquí son, entre otros, sus propios maestros Macario el Grande y su homónimo Macario de Alejandría, a través de los cuales él mismo se halla ligado con “la primicia de los anacoretas”, Antonio el Grande, y gracias a eso, con los inicios mismos del monacato. En otro lugar Evagrio explicita el mismo pensamiento:
Es necesario también indagar y seguir los caminos de los monjes que nos han precedido con una vida santa; pues se pueden descubrir muchas cosas bellamente dichas o hechas por ellos.
[22].

¡El “ejemplo de la sana doctrina” de los Padres y el de sus “bellos hechos” son por lo tanto modelo al que atenerse! Precisamente es esta la razón por la que ya muy tempranamente no solo se coleccionaban “los hechos y las palabras de los Padres”, sino que se los citaba y (hacía referencia a ellos) una y otra vez. Por otra parte tampoco Benito de Nursia, en Occidente, piensa de manera distinta, cuando en su “mínima Regla para principiantes” remite expresamente a la doctrinae sanctorum Patrum como norma obligatoria a la que deben atenerse quienes desean llegar a la perfección
[23].
El estudio de los santos Padres jamás debe quedar para el cristiano en mera patrología científica que no influencie necesariamente la vida del estudioso. El ejemplo de los santos Padres, sus palabras y hechos son más bien un ejemplo que exige ser imitado. Evagrio no deja de darnos la justificación que sustenta dicha afirmación:

Es conveniente para aquellos que desean seguir el camino del que dijo “Yo soy el camino y la vida”
[24], aprender de aquellos que lo recorrieron antes, dialogando con ellos sobre lo que es útil y oyéndoles lo que ayuda, no introduciendo así algo ajeno a nuestro caminar[25].

No dejarse guiar por el ejemplo de los santos Padres conlleva el peligro de ‘introducir cosas ajenas a nuestro caminar’; cosas, por tanto, “totalmente ajenas a la vida monástica”
[26] porque no fueron “aprobadas” ni “tenidas por buenos” por los “hermanos que nos precedieron por el camino correcto”[27]. ¡Quien obra de esta manera corre el peligro de apartarse del “camino” de los Padres y aun de “llegar a ignorar los caminos de nuestro Redentor”[28], alejándose así del Señor, el ‘Camino’ par excellence!
Al remitirnos a lo que “los hermanos probaron ser lo mejor” se pone en claro que de ningún modo hay por qué imitar todo lo hecho por los Padres, por más “hermoso” que parezca y eso aun si el Padre en cuestión fuera el mismo san Antonio el Grande. Que ninguno se atreva a imitar su práctica ascética tan extremosa si no quiere convertirse en el hazmerreír de los demonios
[29]. Los Padres hacían clara distinción entre el ‘carisma personal’ y la ‘Tradición’. (…)
No alcanza, por lo tanto, con un vago apoyarse en un supuesto “espíritu de los Padres”, - de contornos harto borrosos -, ni tampoco (con) un mero “ponderar con agrado sus hazañas”, dejando, por lo demás, inalterado todo el resto. Hay que aspirar a “imitarlas con gran esfuerzo en la propia vida”
[30] si es que uno quiere mantener la comunión con ellos.
Al permanecer en comunión de vida con lo “que existió desde el principio” el hombre sometido a la limitación del tiempo y del espacio ingresa en el misterio de aquel que libre de toda limitación “es el mismo ayer, hoy y siempre”
[31], es decir, con el Hijo quien está él mismo, en sentido absoluto, “al principio”[32]. Esta comunión, por sobre el tiempo y el espacio, crea continuidad e identidad en medio de un mundo sometido a cambio continuo.
Este permanecer - idéntico - consigo - mismo no lo puede lograr ni el hombre como individuo ni tampoco la Iglesia por si misma. El conservar “la hermosa tradición que hemos recibido” es siempre obra del “Espíritu Santo que habita en nosotros”
[33] dando allí “testimonio del Hijo”[34]. Él es quien no sólo “nos guía hacia la verdad completa”[35], sino aquel que nos permite reconocer con plena confianza, y por encima del tiempo, en el testimonio de los discípulos el del propio Maestro[36].
Bienaventurado el monje que guarda los mandamientos del Señor,
y santo el que observa las palabras de sus Padres
[37]


Equipo de redacción de “En el Desierto"
orthroseneldesierto@gmail.com
Notas:
[1] Ver Lc 1,2.
[2] Mt 19,8.
[3] Gn 2,24.
[4] Mt 15,1-20.
[5] Ver Jn 4,34.
[6] Ver 1 Jn 2,7.
[7] Lc 1,2.
[8] Mc 1,1.
[9] Jn 15,27.
[10] Hch 1,21 s.
[11] 2 Ts 2,15; ver 1 Cor 11,2.
[12] Ga 1,6 ss.
[13] 1 Jn 1,1-4.
[14] Lc 20,38.
[15] Ef 2,20.
[16] 2 Tm 1,14.
[17] Evagrio, Mal. Cog 33 r.l. (P.G. 40, 1240 D).
[18] Basilio, De Spiritu Sancto XVII,66,4 (Pruche). En realidad es cita de XXVII,66,4. Tomamos la traducción de: Basilio de Cesarea, El Espíritu Santo, XXVII,66, p. 218 (Azzali) (nota del traductor).
[19] Tt 3,5.
[20] 2 Tm 1,13.
[21] Evagrio, De Vitiis I (PG 79,1140 B-C); la cita es de I Cor 4,7.8.
[22] Evagrio, Prakticos 91 (González Villanueva - Rubio Sadia, p. 171)
[23] “doctrina de los santos Padres” : Regula Benedicti 73,2.
[24] Jn 14,6.
[25] Evagrio, Epistula 17,1.
[26] Evagrio, Antirrheticus 1,27 (Frankenberg).
[27] Evagrio, Mal. cog. 25 (PG 79, 1229 C).
[28] Evagrio, Mal. cog. 14 (PG 79, 1216 C).
[29] Evagrio, Mal. cog. 25(PG 79, 1229 D).
[30] Evagrio, Ad Eulogium 16 (PG 79, 1113 B).
[31] Hb 13,8.
[32] Jn 1,1.
[33] 2 Tm 1,14.
[34] Jn 15,26.
[35] Jn 16,13.
[36] Ver Lc 10,16.
[37] Evagrio, Ad Monachos 92 (González Villanueva - Rubio Sadia p. 199; y CC MM 36 (1976) p. 104. Traducción propia).