lunes, 9 de mayo de 2011

Continuamos dialogando con el Padre Simeón sobre el demonio.

*Segunda parte

ALGUNOS DATOS BÍBLICOS:


“La doctrina del Magisterio de la Iglesia ha codificado el contenido real de la Escritura en lo relativo a los ángeles (buenos y malos), limitándose con cautela a lo religiosamente importante para nosotros y para nuestra salvación y dejando todo lo sistemático al trabajo de la teología” (K. RAHNER, o.c., I 168).

Es pues, imprescindible remitirse a los principales datos bíblicos en los que se basa el Magisterio. Estos son abundantes y se van clarificando, como suelen ser habitualmente a medida que avanza el proceso de la revelación. Sin embargo, hay que advertir que la importancia del diablo en la Biblia es modesta y, desde luego, muy inferior a la que le concedían las religiones iránicas, babilónicas, egipcias y griegas, cuya influencia sobre los israelitas no puede ser descartada, aunque sea menor de lo que suele suponerse. El estricto monoteísmo bíblico ayuda a interpretar y a depurar en Israel esas influencias, así como las antiquísimas tradiciones populares, anteriores a Moisés, relativas a los malos espíritus.

A este propósito, conviene advertir que algunas posibles aportaciones o sugerencias de origen pagano han podido ser asumidas válidamente por la Sagrada Escritura. No hay que menospreciar aquellos “gérmenes de verdad” de que hablaba San Justino (Apol. I, 44, 10). “La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y de santo”[1]. La verdad queda garantizada por el hecho de la inspiración bíblica.

Antiguo Testamento

En los libros más antiguos del Antiguo Testamento apenas se habla de los ángeles malos. Este relativo silencio se explica por la obsesiva preocupación de que los israelitas no caigan en la idolatría, ya que el diablo recibía culto entre sus vecinos paganos. En Gén 3 la tentación de Eva es obra de una misteriosa serpiente, cuya astucia se pone de relieve y que más tarde será identificada como el diablo: “Por envidia del diablo se introjujo la muerte en el mundo” (Sab 2,24); y en el Apocalipsis se hablará del “gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás” (12,9).

Satanás es el primitivo nombre hebreo con que se le conoce. Significa “el enemigo”, “el adversario”, “el acusador” del hombre ante Dios. La versión de los setenta lo tradujo por diablo, término que entre los griegos significaba “maledicente”, “calumniador”. Como sinónimo, se incorpora también, en época tardía, el término demonio, que en su origen no tenía connotaciones peyorativas.

(Para Platón, los demonios son seres intermedios e intermediarios entre los dioses y los hombres: “Todo lo demoniaco es intermediario entre el dios y el mortal... La virtud de lo demoniaco es fomentar no sólo todo lo relativo a la adivinación, sino también el arte de los sacerdotes en lo que atañe a sacrificios e iniciaciones, al igual que los encantamientos, vaticinios en general y magia” (Banquete, 202e). Fue Jenócrates quien desarrolló la demonología platónica y dividió a los demonios en buenos y malos. Pero el carácter maligno de todos los demonios es claro en los textos bíblicos, más influenciados por la demonología iránica que por la griega).

Satanás, Satán, hace de fiscal ante la corte divina, imaginada al modo de las cortes orientales: acusa a Job y obtiene licencia para poner a prueba su fidelidad (Job 1). Zac 3,1-2 le presenta como el acusador del sumo sacerdote Josué, cuyo defensor es el ángel de Yahveh. Desde Cro 21,1, aparece siempre vinculado al mal: “Levantose Satán contra Israel e incitó a David a hacer el censo de Israel”, acto contrario a la voluntad de Dios. Otros nombres que se le asignan reflejan también su maldad e incluyen, casi siempre, menosprecio hacia él, por ejemplo, Belial, que indica perversidad (cf. Dt 13,14; Sal 18,5); Beelzebú nombre del dios Eqrón (2 Re 1,2.3.6.16) o dios de las moscas; Azazel, demonio del desierto (Lev 16,8); Asmodeo, “demonio perverso” que daba muerte a los maridos de Sara (Tob 3,8), mera adaptación del persa Aeshma daeva.

El porqué de la malicia del diablo nunca se da directamente en el Antiguo Testamento. Pero hay indicios de que se acepta la narración del libro apócrifo de Henoc, según la cual Satanás es el jefe de los ángeles que se revelaron contra Dios y que, derrotados, cayeron desde su esplendor al abismo de la condenación. En esto parece pensar Isaías en un texto directamente referido al rey de Babilonia, cuya caída compara con la de Satanás “¿Cómo has caído del cielo, astro rutilante, hijo de la aurora, y has sido arrojado a la tierra, tú que vencías las naciones? Tú dijiste en tu corazón: ‘El cielo escalaré, por encima de las estrellas más altas elevaré mi trono? Por el contrario, al seol has sido precipitado al hondón de la fosa” (Is 14,12-15). Al esplendor inicial del ángel caído corresponden los nombres de Lucifer y Luzbel.

El eco de esta explicación llega al Nuevo Testamento y a ella podría referirse Jesús: “Yo estaba viendo a Satanás que caía del cielo como el rayo” (Lc 10,18), aunque es probable que se refiriera, más que al momento de la caída inicial de Satanás tras su pecado, al hundimiento del poder maléfico del ángel caído, como consecuencia de la derrota que le inflige el Redentor. También Jds 6 hablará de los “ángeles que no mantuvieron su primacía, sino que abandonaron su propia morada”. Hay alusiones a una lucha entre los ángeles fieles a Dios , capitaneados por Miguel, y los rebeldes, al frente de los cuales está Satanás, lucha que se traslada a este mundo entre los ángeles guardianes y los demonios (cf,. Dan 10,13.21;12,1; Jds 9; 2 Pe 2,11). La culminación de la misma se describe en Ap 12,7: “Y estalló un combate en el cielo: Miguel y sus ángeles luchando contra el dragón. Y el dragón luchó, y sus ángeles, pero no tuvieron fuerza ni volvió a encontrarse su sitio en el cielo; fue expulsado el gran dragón, la serpiente antigua (que se llama Diablo y Satanás), que engaña al orbe entero; fue expulsado a la tierra, y sus ángeles fueron expulsados con él”.

Esta escenificación tiene antiquísimos precedentes extrabíblicos. Responde a creencias populares, influencias por el culto astral de Mesopotamia y por la general persuasión oriental del influjo de los astros en el acontecer terreno. Así, en el canto de Débora por su victoria, resuena esta idea: “Desde el cielo lucharon las estrellas, desde sus órbitas lucharon contra Sísara (Jue 5,20).

Satanás no está solo: un mundo de ángeles caídos le obedece como a jefe. Son los agentes del mal físico y del mal moral. El desarrollo de esta creencia es muy notable después del destierro de los israelitas en Babilonia (a. 597-538 aC). Pero siempre aparecen supeditados a Dios, sin que se acepte el dualismo persa; el monoteísmo en Israel sólo admite un principio supremo: “Yo, Yahveh, y nadie más, que formó la luz y creó las tinieblas” (Is 45, 6- 7). Sólo la secta heterodoxa de Qumrán presenta coincidencias con la concepción dualista, reflejada en la antítesis entre “el príncipe de las luces” y “el ángel de las tinieblas”.

El pueblo imaginaba los demonios como a seres fantasmales, que moran en las ruinas desoladas, actúan especialmente durante la noche y adoptan formas de animales que inspiran miedo o repugnancia (macho cabrío- sátiro, serpiente, búho, chacal, hiena). A veces se les dan nombres babilónicos como el de Lilit (Is 34, 14), demonio de la tormenta, representado con cabeza y cuerpo de mujer, pero con alas y extremidades de ave nocturna. Como indicio de ruina, se pronostica que los demonios tendrán su morada en Babilonia (Is 13, 21- 22) y en la tierra de Edom (Is 34, 11- 15). El medio utilizado para hacerle frente era el exorcismo, que no consistía en alguna fórmula mágica como entre los paganos, sino en oraciones para pedir a Dios que reprima a Satanás (cf. Zac 3, 2), o algún otro procedimiento sugerido por Dios mismo (cf. Tob 6, 8; 8, 2- 3).

Los vecinos de Israel daban culto a los demonios para aplacarlos o para tenerlos propicios en las prácticas de carácter mágico. Es un culto que la Biblia considera idolátrico; de ahí que lo prohíba tajantemente: “No sacrificarán más sus sacrificios a los sátiros” (Lev 17, 7). Se explica que todo el culto pagano fuera censurado como culto a los demonios, “porque todos los dioses de los pueblos son demonios” (Sal 96, 5); Moisés, en su cántico, increpa a los idólatras “que ofrecen sacrificios a los demonios” (Dt 32, 17). La carta de Jeremías (Bar 6) ridiculiza, en los términos más sarcásticos a tales ídolos.

Nuevo Testamento

En el Nuevo Testamento los textos relativos al diablo son muy numerosos. Recogen y aceptan en todo lo fundamental los datos veterotestamentarios y reflejan, al mismo tiempo que depuran, las creencias del judaísmo sobre los espíritus malignos. En el trasfondo de los textos está la persuasión de la unidad del reino del mal bajo la jefatura de Satanás, enemigo de Dios y de su Reino, enemigo del hombre y de su salvación, tentador, mentiroso, enseñoreado del mundo pecador, pero vencido por Jesús. La terminología que se utiliza es muy variada: se habla de diablo, demonio/s, Satanás, Beelcebú, el maligno, el tentador, el homicida desde el principio, el que peca desde el principio, el príncipe de este mundo, el gran dragón, la serpiente antigua, el padre de la mentira, el malo, potestades, espíritus impuros, espíritus malignos, etc. En cuanto a su actuación, se hace hincapié en su oposición tenaz, bajo diversas formas, a Jesús y a la Iglesia.

Tampoco el Nuevo Testamento habla directamente de la caída inicial de Satanás ni de los motivos de la misma. Se acepta el esquema de la ya mencionada narración apócrifa del libro de Henoc: Satanás y sus demonios fueron ángeles buenos, creados por Dios (Col 1, 15- 16); pecaron y se hundieron en el mal. Lo que interesa a los hagiógrafos es destacar que Jesús vence en toda la línea al diablo y que nosotros, unidos a Jesús, podemos y debemos vencerle.

El panorama del mundo, hasta la venida de Jesús, estaba entenebrecido por la acción avasalladora del Maligno: Satanás era “el Jefe del mundo” (Jn 12, 31; 14, 30). Por eso los evangelistas ponen de relieve la lucha victoriosa de Jesús contra el diablo. Este, enemigo permanente del Reino de Dios, trata de arrastrar al mal incluso a Jesús, a quien tienta con la pretensión de que se presente como un mesías político, en vez de cumplir la misión salvífica que le había encomendado el Padre (Mt 4, 1- 11 y paralelos). No parece que fuera esta la única ocasión en que el diablo tentó a Jesús. Lc 4, 13 advierte que, tras la derrota, el diablo “se retiró de él hasta su momento preciso”. Ese momento será el de la pasión, cuando se pondrá a prueba la fidelidad plena de Jesús a la voluntad del Padre (cf. Lc 22, 42). La pasión fue la hora de los enemigos de Jesús y “el dominio de la oscuridad” (Lc 22, 53), es decir, del diablo (cf. Col 1, 13; Ef 2, 2; 6, 12). Él había metido en el corazón de Judas Iscariote la idea de entregarlo (Jn 13, 2), pues “Satanás entró en Judas” (Lc 22, 2; cf. Jn 13, 27).

Pero es Jesús quien lleva la iniciativa en la lucha, de modo que el fuerte es encadenado por el más fuerte (cf. Mc 3, 27) y “el jefe de este mundo va a ser expulsado afuera” (Jn 12, 31). Los reiterados ataques de Jesús al diablo se ponen de manifiesto en los milagros que realiza al expulsar demonios de algunos posesos y liberar enfermos de la influencia de Satanás. El relieve que dan los evangelistas a estos relatos demuestra, por una parte, la importancia que atribuían a la acción del diablo en el mundo y, por otra, su interés por presentar “signos” de la superioridad del Señor y de la instauración del Reino de Dios: “Si yo expulso a los demonios gracias al espíritu de Dios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12, 28).

Los casos en que se habla de posesión diabólica suelen tener manifestaciones físicas tales como ceguera, mudez total o parcial, convulsiones, gritos y actitudes furiosas (cf. Mt 9, 32; 12, 22; 17, 14- 17; Mc 1, 23- 26, etc.). en algunos casos podría tratarse de enfermedades, explicables sin posesión diabólica, pero hay que tener en cuenta que en el evangelio se distingue entre endemoniados y enfermos (Mc 1, 34), aunque, según la mentalidad del judaísmo se propenda a considerar a diablo como agente de las enfermedades.

El dominio de Jesús sobre los demonios es reconocido por éstos en varias ocasiones (cf. Mc 1, 23- 24; 5, 2- 16 y paralelos). Con la venida y la obra de Jesús se evidencia que “el jefe de este mundo está condenado” (Jn 16, 11), es decir, vencido. Como signo de esta victoria, se habla de la sentencia que en el juicio final pronunciará Jesús contra los condenados: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41).

El ejercicio del poder sobre los demonios es parte integrante de la misión salvífica de Jesús, misión de la que hizo partícipes a sus discípulos, a quienes “daba autoridad sobre los espíritus impuros” (Mc 6, 7). Consta que ellos ejercieron este poder: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre” (Lc 10, 17; cf. Hech 5, 16; 8, 7; 16, 16- 18; 19, 12- 16).

En las cartas de San Pablo y en los otros escritos del Nuevo Testamento se nos alerta contra el diablo y se indican los medios para vencerle. Jesús en la oración sacerdotal había pedido al Padre: “No ruego que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno” (Jn 17, 15). Porque la victoria de Jesús sobre Satanás no impide que éste siga tentando, individual y colectivamente, a los cristianos con intención de engañarlos (cf. 2 Cor 2, 11) mediante sus estratagemas (Ef 6, 11) y trampas (1 Tim 3, 7), incluso disfrazándose de “ángel de luz” (2 Cor 11, 14), y “ronda como león rugiente, intentando devorar a alguno” (1 Pe 5, 8). Procura sembrar cizaña en el campo del Señor (cf. Mt 13, 25. 28), zarandea a los apóstoles cribándolos como al trigo (Lc 22, 31), suscita persecuciones contra ellos y, en general, contra la Iglesia (cf. Ap 2, 10; 12, 17; 13, 7); estorba la predicación del Evangelio (1 Tes 2, 18). Al final de los tiempos, la venida del anticristo “estará señalada por el influjo de Satanás” (2 Tes 2, 9), quien pondrá a disposición de aquél “su fuerza, su trono y gran autoridad” (Ap 13, 2), en orden a “engañar, si fuera posible, aún a los elegidos” (cf. Mt 24, 24).

Las tentaciones son siempre superables. No todas se deben al diablo, pero él puede sacar provecho de las que tienen otras causas, por ejemplo, nuestras tendencias desordenadas. Para vencerlas, contamos siempre con la ayuda de la gracia. Somos libres y, por tanto, responsables de nuestras claudicaciones ante la tentación. Sant 4, 7 nos da la fórmula: “Someteos a Dios; en cambio, resistid al diablo y huirá de vosotros”. Esta resistencia es siempre posible, porque “fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas” (1 Cor 10, 13; cf. 2 Tes 3, 3). Hay que revestirse de la armadura de Dios (Ef 6, 11), embrazar el escudo de la fe (Ef 6, 16) y evitar las ocasiones (1 Cor 7, 5; 1 Tim 3, 6). Cumplidas estas condiciones, “el Dios de la paz hará pedazos a Satanás bajo vuestros pies rápidamente” (Rom 16, 20). “¡Feliz el hombre que soporta la prueba!” (Sant 1, 12); cuantos resistan con valentía estarán entre “los que han vencido por la sangre del Cordero y por la palabra del testimonio que dieron” (Ap 12, 11).

Los que se dejen seducir y caigan en pecado vienen a ser “hijos del diablo” (cf. 1 Jn 3, 10), se sitúan voluntariamente bajo su dominio: “Quien comete el pecado es del diablo” (1 Jn 3, 8); él “actúa ahora en los rebeldes” (Ef 2, 2), que optan por someterse a las tinieblas, al poder de Satanás (cf. Hech 26, 18), o engrosar las filas de alguna “sinagoga de Satanás” (Ap 2, 9; 3, 9). De hecho, el mundo, en la medida en que rechaza el suave yugo de Jesús (cf. Mt 11, 30), “yace en poder del Maligno” (1 Jn 5, 19), a quien San Pablo llega a llamar “el dios de este mundo” (2 Cor 4, 4). Bajo su dominio sólo cabe participar en la mentira y en la muerte (Jn 8, 44; 1 Tim 4, 1).

Equipo de redacción: "En el Desierto"


[1] Declaración Nostra aetate. Cf. Documentos del Vaticano II (BAC, Madrid 1979).