sábado, 30 de octubre de 2010

Artículo de O. Clement, por nuestro Hermano PABLO.

Tercera parte.

La Madre María (Skobtzov), que vivió en Francia, donde se hizo religiosa en la segunda mitad de su vida, ha precisado esta ascesis del servicio. Militante socialista revolucionaria, casada dos veces, luego convertida y enseguida consagrada al servicio de los humildes y de los oprimidos, recorrió toda Francia para ayudar a los sub proletarios, comprender y curar a los drogadictos, consolar y liberar. A veces, en algún viaje por tren solía escribir un artículo, un poema. Durante la guerra, con otros miembros de la “Acción ortodoxa”, salvó a muchos judíos y luego, detenida, encontró la muerte en un campo... La oración, decía, debe despojarnos hasta impedirnos proyectar nuestro propio psiquismo sobre el otro. Hay que descubrir al otro en sus caracteres propios, es decir, descubrir en él la imagen misteriosa de Dios. Entonces, muy a menudo se descubre hasta qué punto esta imagen se halla desdibujada, deformada por el poder del mal. Se ve el corazón del hombre como el lugar en el que Dios y el diablo se traban en una lucha incesante. Oramos para llegar a ser en ese combate el instrumento de Dios. “Y podemos hacerlo si ponemos toda nuestra confianza en Dios; si nos despojamos de todo deseo interesado, si, como David, abandonamos nuestras armas y nos arrojamos al combate contra Goliat sin otra arma que el nombre del Señor”. Es más o menos esto lo que me decía el patriarca Atenágoras: que hay que llegar a ser “un hombre desarmado”, es decir, un hombre que ya no tiene miedo, que avanza con las manos abiertas en la acogida y en el amor porque lleva en sí la certeza de la Resurrección.

Así, a la noción fundamental de nepsis, despertar, vigilancia, la vía de la deificación incluye la noción no menos fundamental de katanyxis, ternura, no sentimental sino de todo el ser... Toda la fuerza pasional del hombre, cuando pasa por la muerte resurrección bautismal, se transforma en esta dulzura, en esta ternura, en esta acogida infinitas del “pobre que ama a sus hermanos” (San Simeón el Nuevo Teólogo). Ese es el misterio mismo de la Madre de Dios, la “Virgen de la Ternura”, Nuestra Señora de todos los afligidos...

Esta plenitud del ser transfigurado por la comunión se manifiesta en la verdadera belleza. La belleza significa la integración del ser en el amor, la castidad en el sentido de “integralidad”, de integración de toda la inmensidad de la vida en la ternura personal. Castidad monástica o nupcial, las dos vías se completan. El espiritual descubre la llama de las cosas y el icono secreto que oculta cada rostro. La belleza es un Nombre divino. La vía de la deificación es llamada “filocálica”, y “filocalia”, que designa toda colección de textos espirituales, significa “amor de la belleza”.

Así, la Parusía, es decir la Venida del Señor, se inscribe en la historia, en el Apocalipsis de la historia por estos deificados paradójicos que son los publicanos y las prostitutas, los obreros de la undécima hora, todos aquellos que en la cruz de su miserable vida murmuran con el ladrón: “Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino” y a menudo oyen esta respuesta: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Deificados paradójicos, que llevan en su transfiguración los desconcertantes estigmas de su locura transformada en inocencia “pues lo que es locura de Dios es más sabio que los hombres”. La huella de Dios se inscribe así en la historia por la transformación inesperada de los últimos en los primeros, testimonio de la misteriosa identidad del Varón de dolores y del Transfigurado. Estos santos, que son primeramente pecadores conscientes, pecadores perdonados, todos esos grandes o muy humildes y desconocidos multiplicadores de amor, de justicia, de belleza, si hablan –pero a veces basta su silencio– hablan a través de la densidad de su vida crucificada y resucitada. Su palabra es una palabra de Silencio, “ese lenguaje del mundo futuro”. “Toda palabra puede ser contestada por otras palabras, decía San Gregorio Palamás, pero ¿cuál es la palabra que puede contestar la vida?”. Esa vida que no es nuestra vida mezclada de muerte sino el Amor más fuerte que la muerte. “Ya no soy yo quien vive, dice el Apóstol, sino Cristo quien vive en mí”. Y Jesús en el Evangelio de Juan afirma, dirigiéndose al “hombre de deseos”: “Si alguien tiene sed que venga a Mí y beba. De su seno manarán ríos de agua viva”. Y Juan precisa: “Él decía esto del Espíritu”.

Equipo redactor de: "En el Desierto"