lunes, 27 de septiembre de 2010

Dialogando con Padre Simeón … sobre la Cenodoxia
Tercera parte.

Los efectos patológicos de la cenodoxia en el plano espiritual son también muy amplios. Entraña la muerte espiritual del hombre. Enceguece su espíritu, lo perturba y reduce considerablemente su conocimiento.
Destruye todas las virtudes que el hombre ha adquirido y hace totalmente inútiles todos sus esfuerzos ascéticos. A causa de ella —hace notar S. Máximo— muchas cosas buenas en sí mismas, dejan de serlo. En efecto, la ascesis y las virtudes que ésta tiene en vista desarrollar, tienen por función unir al hombre a Dios y hacerlo finalmente partícipe de la gloria divina. Por la cenodoxia, el hombre las desvía de esta finalidad normal para ponerlas al servicio de su propia gloria, para suscitar una glorificación que viene de los hombres o de sí mismo y no de Dios como corresponde. Esta pérdida de los frutos de la ascesis y de las virtudes, además de constituir en sí una catástrofe espiritual tiene por consecuencia inevitable, engendrar en el alma un estado de sufrimiento: ésta, privada de sus bienes más preciosos y del gozo espiritual que se obtendría de ellos , se halla vacía, desamparada, se llena de turbación y malestar y se ve condenada a una insatisfacción permanente. Porque si el placer que se une a la cenodoxia puede colmar el alma por algún tiempo, no podría conservar por largo tiempo ese poder en razón de —lo hemos dicho— su carácter parcial, fugaz, irreal, a imagen de los objetos carnales de los que se nutre, y sumerge finalmente al alma en la decepción y la amargura. «La cenodoxia» escribe S. Juan Casiano, «es un alimento que halaga al alma por un tiempo, pero en seguida la torna vacía, sin virtud y desnuda, dejándola estéril y privada de todos los frutos espirituales, de suerte que no sólo destruye el mérito de esfuerzos considerables, sino que además le proporciona suplicios más grandes.
Destruyendo las virtudes adquiridas, la cenodoxia, en primer lugar, hace reaparecer en el alma las pasiones correspondientes y en seguida abre la puerta a todas las demás pasiones. Los Padres —lo hemos visto— la colocan entre las tres pasiones genéricas, que son fuente de todas las demás. S. Marcos el Monje la califica de «raíz de los malos deseos», «causa de todos los vicios», «madre de los males» y enseña que «lleva, naturalmente, a la esclavitud del pecado». Ante todo introduce el orgullo: ella es su precursora, el comienzo, la madre, así como de todas las pasiones que le están ligadas: la blasfemia, el juicio y el desprecio de los otros, el espíritu de dominación y el amor del poder, el endurecimiento del corazón, la desobediencia. Da a luz, igualmente la cólera y todos sus satélites: el odio, el rencor, los celos, las discordias, las disputas. También proceden de ella: la mentira, la hipocresía, las palabras vanas, la pusilanimidad, la lujuria, la filargyria (avaricia) y la pleonexia (codicia), y como ya lo hemos subrayado, la tristeza.
Para terminar, observemos que los demonios juegan un papel muy activo en el nacimiento y desarrollo de la cenodoxia. Todo lo que está acompañado de vanagloria viene del demonio, enseña S. Juan de Gaza. Y S. Barsanufio afirma que los demonios favorecen esta pasión con el fin de hacer perecer al alma. Si no la introducen, en todo caso aprovechan de su nacimiento o de su presencia en el alma para entregarse por ella a su actividad destructora. «Sobre todo, los demonios aprovechan el amor de la gloria como ocasión de su propia malicia; ellos saltan por (la vanagloria) al alma como por una ventana oscura y la saquean» escribe S. Diadoco de Foticé. Quien acepta en sí esta pasión cumple la voluntad del diablo para volverse finalmente su esclavo y juguete. «Quien ama el ser glorificado por los hombres (...) entrega su alma a sus enemigos, y estos la entregan a muchos males que se apoderan de ella» observa Abba Isaías.
Equipo de redacción: "En el Desierto"