lunes, 23 de mayo de 2011

Continuamos dialogando con el Padre Simeón sobre el demonio


*Cuarta Parte



QUÉ PUEDE HACER Y QUÉ HACE EL DIABLO

De los datos que hemos aducido cabe concluir que los demonios, por su naturaleza angélica, tienen una forma de conocimiento y una capacidad de acción muy superiores al hombre, puesto que no están condicionados, como nosotros, por el cuerpo: son puramente espirituales. De ahí que haya que evitar antropomorfismos al pensar en el dinamismo propio de la naturaleza del diablo. Su actividad y el modo de la misma pueden ser juzgados por los efectos, por sus repercusiones en nosotros. Tales efectos siempre entran dentro de unas limitaciones generales, impuestas por el hecho de que los demonios son criaturas _por tanto, no pueden ser omnipotentes_, dependen de la permisión divina y Dios no les autoriza a superar las fuerzas del hombre en el plano moral (cf. 1 Cor 10, 13). Esto supuesto, la actividad diabólica es de signo negativo, orientada siempre hacia el mal.



Acción ordinaria: la tentación


La actividad maligna del diablo puede ser ordinaria o extraordinaria. La forma ordinaria de acosarnos es la tentación. Tentar es, literalmente, someter a prueba. El diablo nos pone a prueba para que caigamos en pecado. Es su tarea, porque con esta aviesa intención “Dios a nadie tienta” (Sant 1, 13). Según hemos visto en los textos bíblicos, es el tentador por antonomasia; tentó a Eva, a Job, a Jesús, a San Pablo y a todos los apóstoles; se nos previene contra las tentaciones del “enemigo”, porque constituyen un peligro, razón por la que Jesús nos enseñó a pedir: “No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal” (o del Malo) (Mt 6, 13). Se nos exhorta a estar alerta y a luchar denodadamente (cf. Pe 5, 8; Ef 6, 11. 16).


La táctica habitual del diablo consiste en acomodarse al modo de ser y a las circunstancias de cada persona. Tiene que respetar la libertad individual y no puede actuar directamente en el entendimiento ni en la voluntad del hombre. No puede, por tanto, suscitar pensamientos o decisiones de la voluntad sino por vía indirecta, es decir, mediante los sentidos y la imaginación. A este nivel inferior, que es para el hombre la puerta por la que entran los datos sobre los que habrá de trabajar después el entendimiento, aprovecha el punto flaco de cada cual: “En aquello en lo que ve que hay deleite introduce diversas sugestiones”, decía San Jerónimo (Breviar. In Ps., 16, 20: ML 26, 860- 861).


Los clásicos suelen insistir en esto: “El demonio, para sitiar y combatir nuestra conciencia, reconoce primero las fuerzas y flaqueza de ella, rodéala con ojos solícitos para asentar la artillería do ve más daño le podrá hacer y entrarla por el lugar donde más flaca la hallare". La astucia insidiosa y la mentira, así como el hábil sentido de la gradación son armas del tentador. Por eso la tentación procede con visos de normalidad y sería difícil asegurar cuándo y en qué medida la tentación ha sido suscitada o mantenida por este agente extrínseco a nuestra propia debilidad. Pero, insistimos, el diablo no puede tomar por nosotros las decisiones, no puede anular nuestra responsabilidad personal: nunca hay pecado sin consentimiento voluntario y libre.


Según todos los indicios, nadie que llegue al uso de razón se libra de tentaciones. Por eso la vida del hombre sobre la tierra es “milicia” (cf. Job 7, 1). Muchos antiguos pensadores cristianos la describieron como una lucha permanente contra el diablo. Algunos llegaron a sospechar que, así como cada uno gozamos de los buenos oficios del ángel de la guarda, tendríamos también asignado el correspondiente demonio encargado de tentarnos. Es una opinión relativamente extendida entre los Santos Padres, sobre la que no hay datos suficientemente seguros para poder pronunciarse. La resistencia a las tentaciones ha de ser activa (cf DS 2217), aunque en algunas tentaciones, por ejemplo, contra la castidad la actividad más prudente es huir de ellas. Ni los contemplativos más avanzados pueden dispensarse de esta lucha (cf. DS 2192). La victoria es posible con la ayuda de la gracia (cf. DS 1515), gracia que Dios da, porque no manda imposibles (cf. DS 1536).


Pero la tentación diabólica puede también revestir caracteres colectivos, que responden a la dimensión social de la persona. Sería ingenuo pensar que el diablo es ajeno a la formación de ambientes en los que el odio, la mentira y la injusticia contribuyen a contaminar más fácilmente a los miembros de la sociedad. No es descabellado pensar en tentaciones colectivas, suscitadas por Satanás en orden a invertir la escala natural y cristiana de valores, a difundir tópicos insidiosos contra la verdad, intentar la promoción de leyes directamente opuestas a la ley de Dios, esclavizar al hombre con señuelos meramente materiales, fomentar la degradación moral y la irreligiosidad, susurrar de mil modos y maneras la vieja promesa: seréis como dioses. La acción del diablo consistirá en pudrir el ambiente con criterios discordantes del Evangelio y en sacar partido de la debilidad humana, para que la sociedad se deje arrastrar por la corriente de lo fácil.


Especial gravedad reviste la tentación colectiva cuando viene provocada directamente por las “estructuras de pecado”, amparadas o establecidas por formas de sociedad o por leyes positivas que inducen a violar la ley natural o la ley divina. Estas “estructuras de pecado” son fruto del pecado de personas concretas, muchas o pocas, que incitan o pretenden obligar a que otros pequen. Con razón pueden ser denominadas diabólicas, por la presión que ejercen sobre la persona para ponerla ante el dilema del heroísmo o la práctica del mal.


Actividad extraordinaria:


Podemos llamar extraordinaria toda intervención del diablo en el orden material y psíquico mediante fenómenos de carácter maléfico que alteren los procesos naturales en sí mismos o en el modo de producirse. Supuesta la permisión divina, son varias las posibilidades de que el diablo cause males naturales, especialmente en perjuicio del hombre. Apuntemos algo sobre tres capítulos mayores: la infestación local, la posesión diabólica y la magia negra.


La infestación local. La naturaleza puramente espiritual del diablo le hace posible penetrar en las cosas materiales, conocerlas profundamente y, a la luz de ese conocimiento, aplicar su energía angélica en orden a causar trastornos imprevisibles de hecho para el hombre, por ejemplo, algunas catástrofes naturales, accidentes, epidemias, etc. No puede conocer los actos futuros que dependan exclusivamente de la libertad divina o de la libertad humana, pero puede hacer planes a base de conocer el engranaje de las causas naturales y de las propensiones de las personas, para provocar hechos o situaciones de carácter maligno en lo material y en lo psíquico.


Para pormenorizar en este campo habría que analizar hechos que la literatura demonológica aduce con profusión. Ya aludíamos más arriba a algunos, pero es una literatura que, no es muy de fiar. No todos esos hechos pueden ser descartados de antemano; algunos tienen hoy posibles explicaciones que no tenían en el momento en que acaecieron. Por principio general, la acción diabólica tiene que ser demostrada en cada caso. La certeza de que determinados desastres, enredos de circunstancias o hechos que se salen de lo normal sólo pueden ser obra del diablo es, casi siempre, muy difícil de establecer. Por supuesto, no basta la persuasión basada en la credulidad popular. Por otra parte, es dudoso que el diablo tenga interés en ser descubierto. Pero hay que dejar abierta la puerta a la posibilidad.


La posesión diabólica. Consiste en la ocupación del cuerpo de una persona por el demonio, el cual ejerce dominio directo sobre el mismo e indirecto sobre las facultades anímicas, de suerte que el endemoniado deja de tener dominio total o parcial de sus actos: el maligno actúa a través de él. Puede tratarse de un solo demonio o de varios. El poseso no suele serlo de modo permanente, sino con intermitencias. Los efectos de la posesión pueden ser muy distintos y, a veces, espectaculares: actividad corporal extraordinaria, por ejemplo, en cuanto a velocidad, fuerza física desproporcionada; alteraciones súbitas de la vida vegetativa, por ejemplo, del ritmo cardíaco, del ritmo de crecimiento; modificaciones en la percepción sensorial, por ejemplo, visión y audición atrofiadas o, por el contrario, agudizadas en grado increíble; capacitación asombrosa de las facultades superiores, por ejemplo, para hablar y escribir en lenguas desconocidas, resolver instantáneamente complicados problemas, etc. Característica habitual: aversión a lo religioso y propensión a actitudes blasfemas, sacrílegas y lúbricas.


Estos cuadros presentan en ocasiones coincidencia con enfermedades como epilepsia, histerismo y una larga serie de trastornos psíquicos. También pueden darse semejanzas con fenómenos objetivos y subjetivos descriptos por la parapsicología. Ello a dado pie a muchos racionalistas para negar por sistema la posesión diabólica aún en los casos más inexplicables. Sin embargo, no es científico rechazar la posibilidad de la misma. La Iglesia es más prudente. En el Ritual Romano 11, 1, 3, antes de dar fórmulas para los exorcismos, advierte al exorcista que “no crea fácilmente que alguien está endemoniado”; y el canon 1151 del Código de Derecho Canónico establece que el exorcista, que ha de ser un sacerdote “piadoso, prudente y de vida irreprensible”, necesita para cada caso licencia especial y expresa del Ordinario y que “no debe proceder a hacer los exorcismos sin antes haberse cerciorado, por medio de una investigación cuidadosa y prudente, de que se trata realmente de un caso de posesión diabólica”. Con estas reiteradas cautelas, equidistantes de la negación cerril y de la fácil credulidad, ha autorizado oficialmente, en algunos casos, a practicar los exorcismos; es decir, los conjuros o mandatos imperativos que, en nombre de Dios, se profieren contra el demonio, según las normas y textos del Ritual. El hecho de que, fracasados los recursos de la ciencia, haya dado resultado positivo la labor del exorcista, inclina a pensar que se trataba de posesión diabólica. Por otra parte, también es posible la mezcla de trastornos físicos o psíquicos, naturalmente explicables, con la posesión diabólica, que ofrece aspectos científicamente inexplicables. Cuáles sean éstos, habrá de estudiarse en cada caso, por personas competentes, no predispuestas a la credulidad, pero tampoco cerradas de antemano a la valoración objetiva de los hechos.


Por analogía, cabría hablar también de posesión diabólica “espiritual” cuando la persona se obstina fríamente en el mal y, a ciencia y conciencia, lucha contra Dios. Se da entonces coincidencia con los objetivos satánicos, a los que la persona aspira mediante la reafirmación voluntaria de una soberbia “luciferina”, que se manifiesta en forma de odio y envidia de Dios. Actitudes como la de Juliano el Apóstata, de Nietzsche, de algunos perseguidores de la Iglesia o de corruptores del pensamiento hacen pensar que el diablo se sirve de ellos como de instrumentos maléficos.


La magia negra. Entendemos por magia negra la facultad de obtener efectos sensibles insólitos, moralmente malos, con medios desproporcionados. Esa facultad se atribuye a pacto explícito o implícito con el diablo, de quien el mago recibiría poderes sobrehumanos, a cambio de vender su alma a Satanás, por ejemplo, al modo del Doctor Fausto, de Goethe. Difiere de la magia blanca, en la que se utilizan medios naturales, como en la prestidigitación, “trucos” bien conocidos y hábilmente practicados. Las formas de la magia negra son muchísimas y han sido ampliamente descriptas ya desde la antigüedad, aunque estén siempre envueltas por cierto aire de misterio “religioso”. Mencionemos, a modo de ejemplos, los maleficios, cuya finalidad es hacer daño a alguien en su persona, en su familia o en sus bienes; la adivinación, para conocer cosas ocultas presentes o futuras, mediante el recurso a ídolos, oráculos, pitonisas, astrólogos, etc.; la nigromancia o evocación de los muertos; los horóscopos, sortilegios, etc.


En la mayor parte de los casos, la práctica de la magia se ha convertido en negocio y tiene más de aparente que de real. La clientela de los magos suele aumentar a medida que disminuye la religiosidad. En algunas grandes ciudades modernas los magos y pitonisas se cuentan por millares y su clientela es de lo más variopinta. En los pueblos culturalmente menos evolucionados los magos suelen jugar un papel similar al de los sacerdotes paganos, y sus prácticas adoptan casi siempre caracteres manifiestamente supersticiosos.


Tampoco ante la magia cabe adoptar actitudes de ingenua credulidad, pero no se puede descartar que, en algún caso pueda intervenir el diablo. Que el mago esté o no convencido de ello es indiferente. Casos de magia se mencionan ya en el Antiguo Testamento, por ejemplo, los prodigios que realizaron los magos al servicio del faraón de Egipto en tiempo del Éxodo (cf. Éx 7, 10- 12; 22). La Biblia prohíbe la magia con severas penas (cf. Dt 18, 10- 12). Pero la labor del diablo puede ser más bien indirecta, al fomentar por este medio la curiosidad malsana y cierto sentido del misterio donde no suele haberlo. No deja de ser un diabólico sucedáneo de la fe religiosa para personas que tratan de llenar de algún modo su vacío interior.


Algo parecido cabría decir también de las prácticas espiritistas, las cuales, aparte de sus famosos fraudes, son perjudiciales para la buena salud mental y religiosa, no por la intervención directa del diablo, sino por su carácter morboso y porque se trata de una superstición incompatible con la doctrina católica sobre el más allá, sobre la persona humana y sobre la divinidad de Cristo. Con razón prohíbe la Iglesia asistir a las sesiones espiritistas aún por mera curiosidad y aunque se descarte la intención de relacionarse con los espíritus malignos (cf. AAS 9 [1917] 268).


“Estas pocas razones y autoridades creo que bastarán para declarar al pueblo común cuán falsas, malas y peligrosas son las supersticiones, vanidades y hechicerías entre los cristianos; y cuándo se deben apartar de ellas los buenos siervos de Dios, porque es cierto que en ellas se ofende mucho a Dios y son pecados que él castiga con mucho rigor y saña”. De ellas se sirve el diablo, sin necesidad de muchas manifestaciones extraordinarias.


Con estas reflexiones he querido compartir una inquietud y un deseo de que nos tomemos “en serio” y no dejemos que nos secularicen las creencias.


Equipo de redacción: "En el Desierto"




S. DE FERMO. La victoria de sí mismo. Trad. De Mechor Cano, C. II v. En Tratados espirituales (BAC, Madrid 1962).



La narración pormenorizada de algunos casos recientes puede verse en C. BALDUCCI, La posesión diabólica (Barcelona 1976) 19- 87.



P. CIRUELO, Reprobación de las supersticiones y hechicerías (Salamanca 1538), p. 79.