martes, 20 de septiembre de 2011



Continuamos con las homilías Espirituales
de san Macario
Publicado el 18 de julio


El que quiere aproximarse al Señor, ser digno de la vida eterna, llegar a ser morada de Cristo, ser llenado del Espíritu Santo y observar en toda pureza y de una manera irreprochable los preceptos de Cristo, debe en primer lugar creer firmemente en el Señor, luego entregarse sin reservas a sus mandamientos y renunciar totalmente al mundo, para que su intelecto no esté más ocupado en nada visible. Debe perseverar constantemente en la oración, aguardando sin cesar, en una esperanza confiada en el Señor, su visita y su socorro, y manteniendo siempre presente en su pensamiento este fin. Debe hacerse luego violencia para realizar todo el bien y observar todos los mandamientos del Señor, a causa del pecado que hay en él. Es así que debe hacerse violencia para ser humilde ante todo hombre, para considerarse el más pequeño y peor que todos, no buscando el honor, la alabanza y la gloria de parte de los hombres, como está dicho en el Evangelio (cf. Jn 5, 44), sino no teniendo sin cesar ante los ojos más que al Señor y sus mandamientos, y no queriendo agradar más que a Él solo en toda mansedumbre de corazón, como lo dice el Señor: “Aprended de mí, que soy dulce y humilde de corazón, y encontraréis reposo para vuestras almas” (Mt 11,29) (19, 1, entero).

Igualmente, debe ejercer todas sus fuerzas en ser habitualmente misericordioso, dulce, compasivo y bueno, como lo dice el Señor: “Sed buenos y dulces como vuestro Padre celeste es compasivo” (Lc 6, 36; Mt 5, 48);  y aún: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Jn 14, 15), y: “Hacéos violencia, porque son los violentos los que se apoderan del Reino de los cielos” (Mt 11, 12), y: “Esforzáos en entrar por la puerta estrecha” (Lc 13, 24). En todo,  debe tomar modelo sobre la humildad, la conducta, la dulzura, la manera de vivir del Señor, guardando de Él un recuerdo continuo, exento de todo olvido. Que persevere en la oración, que pida sin cesar que el Señor venga y habite en él, lo restaure y le de la fuerza de observar todos sus mandamientos, y que llegue a ser él mismo la morada de su alma. Y entonces, lo que realiza ahora haciéndose violencia, sin que su corazón se aparte de allí, lo realizará de buen grado, porque se habituará completamente al bien, se recordará sin cesar del Señor y lo aguardará con un gran amor. Cuando el Señor vera tal resolución y este celo por el bien, cómo este hombre se hace violencia por guardar el recuerdo del Señor, por hacer siempre el bien, por forzarse, aún si su corazón no lo quiere, en practicar la humildad, la dulzura y la caridad, y cómo aplica en eso todas sus fuerzas haciéndose violencia, tendrá piedad de él, lo librará de sus enemigos y del pecado que habita en él, y lo llenará del Espíritu Santo. Y así, en adelante, observará en toda verdad, sin violencia ni fatiga, todos los mandamientos del Señor o, mejor,  será el Señor mismo que cumplirá en él sus propios preceptos-, y producirá en toda pureza los frutos del Espíritu (19, 2, entero).

Cuando alguno se aproxima al Señor, es necesario en primer lugar que se haga violencia en cumplir el bien, aún si su corazón no lo quiere, aguardando siempre su misericordia con una fe inquebrantable; que se haga violencia en amar sin tener amor, que se haga violencia en ser dulce sin tener dulzura, que se haga violencia en ser compasivo y tener un corazón misericordioso, que se haga violencia en soportar el desprecio, por permanecer paciente cuando es despreciado, por no indignarse cuando es tenido por nada o deshonrado, según esta palabra: “No os hagáis justicia a vosotros mismos, bienamados” (Rm 12, 19). Que se haga violencia en orar sin tener la oración espiritual. Cuando Dios vea cómo lucha y se hace violencia, mientras su corazón no lo quiere, le dará la verdadera oración espiritual, le dará la verdadera caridad, la verdadera dulzura, entrañas de compasión, la verdadera bondad, en una palabra, lo llenará de los dones del Espíritu Santo (19, 3, entero).

El que quiere dar satisfacción a Cristo y agradarle debe hacerse violencia respecto de todo, para que el Señor, viendo su celo y su buena voluntad en constreñirse, y en constreñirse con violencia, en ser toda bondad, toda simplicidad, toda dulzura, toda humildad, toda caridad, toda oración, se le dará a Sí mismo todo entero. De ahora en adelante, es el Señor mismo quien cumplirá en toda verdad, en toda pureza, sin fatiga ni violencia, lo que no había llegado a observar antes, aún haciéndose violencia, porque el pecado habitaba en él. En el presente la práctica de todas las virtudes le llega a ser como natural. Ahora, en efecto, el Señor viene a él, está en él, él está en el Señor, el cual cumple en él sin esfuerzo sus propios mandamientos y lo llena de frutos del Espíritu...
En efecto, la morada y el lugar de reposo del Espíritu es la humildad, la caridad, la dulzura y las otras cosas mandadas por el Señor (19, 6).

El que verdaderamente quiere agradar a Dios, obtener  de él la gracia celeste del Espíritu, crecer y llegar a ser perfecto en el Espíritu Santo debe, pues, hacerse violencia en practicar todos los mandamientos de Dios y someter a ellos su corazón que no lo quiere, según esta palabra de la Escritura: “Por eso he logrado practicar todos tus mandamientos; he detestado toda vía de injusticia” (Sal 118, 104) (19, 7).

Es el Espíritu Santo mismo quien le concede todo esto y que le enseña la verdadera oración, la verdadera caridad, la verdadera dulzura, por las cuales se hace violencia, las cuales ha buscado, a las cuales ha consagrado sus preocupaciones y empeños, y que le son dadas. Habiéndose desarrollado así y perfeccionado en Dios, es juzgado digno de llegar a ser heredero del Reino. En efecto, el hombre humilde no cae jamás. ¿De qué altura podría caer, puesto que está por debajo de todos? La elevación es una gran humillación, y la humildad es una gran elevación, un gran honor, una gran dignidad. Hagámonos, pues, violencia y constriñámonos a la humildad, aún si a nuestro corazón le repugna, a la dulzura y a la caridad, orando y suplicando a Dios sin cesar con fe, esperanza y caridad, en la espera y en la intención que Él envíe su Espíritu en nuestros corazones, para que podamos orar y adorar a Dios en el Espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 24) (19, 8, entero).

El Espíritu mismo, en efecto, orará en nosotros, de tal modo que es Él que nos enseñará la verdadera oración que no podemos tener ahora, aún  haciéndonos violencia. Él nos enseñará también la verdadera humildad, que no podemos practicar ahora, aún empleando la violencia, como la compasión del corazón, la dulzura y todos los mandamientos del Señor. Él nos enseñará a observarlos en toda verdad, sin esfuerzo ni violencia. Porque el Espíritu sabe colmarnos con sus dones. Si cumplimos los preceptos de Dios por su Espíritu, que solo conoce la voluntad del Señor, si este Espíritu nos hace perfectos en Él y si Él es perfecto en nosotros, que habremos sido purificados de todas las mancillas y de todas las manchas del pecado, presentará nuestras almas a Cristo, como esposas bellas, puras e irreprochables (cf. 2 Co 11, 2). Entonces reposaremos en Dios, en su Reino, y Dios reposará en nosotros durante los siglos sin fin. Gloria a su compasión, a su misericordia, a su amor, porque ha hecho al género humano digno de tal honor y de tal gloria. Se ha dignado hacer de ellos hijo del Padre celeste y llamarlos sus propios hermanos. A Él sea la gloria en los siglos. Amén (19, 9, entero).

Si alguno está despojado de la vestidura divina y celeste, a saber, la fuerza del Espíritu, según esta palabra de la Escritura: “El que no tiene el Espíritu de Cristo, no pertenece a Él” (Rm 8, 9), que llore y suplique al Señor, a fin de recibir del cielo la vestidura espiritual, para cubrir con ella su alma despojada de la energía divina (20, 1)
Gloria a su compasión inefable y a su misericordia indecible (20, 3).
Es gracias a la naturaleza celeste y divina del don del Espíritu Santo, es únicamente gracias a este don, que el hombre ha podido obtener la curación, reencontrar la vida, tener el corazón purificado por el Espíritu Santo (20, 7).

Igualmente, mientras un hombre no ha nacido del Espíritu real y divino, y no ha llegado a ser de raza celeste y real e hijo de Dios, según lo que está escrito: “A todos los que lo han recibido, les ha dado el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1, 12), no puede portar la piedra preciosa y celeste, la imagen de la luz, de la luz inefable, que es el Señor. Aquellos que poseen la perla y la llevan, viven y reinan eternamente con Cristo. El Apóstol lo ha dicho en efecto: “Igual que hemos llevado la imagen del terrestre, también llevaremos aquella del (hombre) celeste” (1 Co, 15, 49) (23, 1).

Sólo la potencia del Espíritu divino es capaz de unir entorno al amor del Señor el corazón dispersado sobre toda la tierra y transferir su pensamiento en el mundo eterno (24, 2).
Sin la levadura celeste, dicho de otro modo, sin la potencia del Espíritu divino, es imposible que el alma esté llena de la dulzura del Señor y llena de la verdadera vida, igual que la raza de Adán no habría podido caer jamás en tal malicia y tal perversidad, si la levadura de la malicia, es decir, el pecado, que es una cierta fuerza espiritual e incorpórea de Satanás, no se hubiera introducido en ella (24, 3).
De una manera análoga, represéntate la humanidad entera como la carne y la pasta, y piensa que la naturaleza divina del Espíritu Santo es la sal y la levadura que provienen de otro mundo. Si, pues, la levadura celeste del Espíritu y la sal santa y excelente de la divinidad viniendo de este otro mundo y de esta otra patria no han sido introducidas en la naturaleza humana humillada y mezcladas con ella, el alma no perderá jamás el mal olor de la malicia y no se levantará perdiendo la pesadez y la falta de levadura de la perversidad (24, 4).
Cualquiera sea lo que un alma se imagina realizar  por sí misma, cualquiera sean los empeños y los esfuerzos que ella le aporta, apoyándose solamente en su propia fuerza y creyéndose capaz por sí misma de obtener un perfecto éxito, en la synergía del Espíritu, ella se engaña en gran medida... si el Señor no instila desde lo alto en esta alma la vida de la divinidad, -este hombre no sentirá jamás en sí la verdadera vida, no llegará jamás de la ebriedad de la materia a la sobriedad, no verá jamás la iluminación del Espíritu brillar en su alma entenebrecida y hacer resplandecer allí la santa luz del día, no será jamás despertado del pesado sueño de la ignorancia, y no llegará, pues,  al conocimiento verdadero de Dios por la fuerza de Dios y la energía de su gracia (24, 5).

No hemos recibido aún la semejanza con el Señor y no hemos llegado a ser partícipes de la naturaleza divina (2 Pe 1, 4) (25, 5).

Imita a esta mujer, como un niño, imita a aquella que no tenía más mirada que para Aquel que ha dicho: “He venido a traer fuego sobre la tierra, y ¿qué deseo sino que arda? (Lc 12, 49). Allá se trata del ardor del Espíritu, que reanima la llama en los corazones. He allá por qué este fuego inmaterial y divino ilumina las almas y tiene costumbre de probarlas como el oro puro en el horno (cf. Pr 17, 3), mientras que consume el mal como las espinas o el rastrojo. En efecto, “nuestro Dios es un fuego devorante” (Dt 4, 24;  Hb 12, 29). “Él castiga por una llama de fuego a aquellos que no lo conocen y no obedecen a su Evangelio” (2 Tes 1, 8). Es este fuego que obraba en los apóstoles cuando han hablado con lenguas inflamadas, es él que brilló para Pablo a través de la voz que escuchó, iluminando su inteligencia, pero oscureciendo su sentido de la vista. Porque no es fuera de la carne que vivió la fuerza de esta luz. Es este fuego que se mostró a Moisés en la zarza. Es este fuego que raptó a Elías de la tierra bajo la figura de un carro. Es la energía de este fuego que el bienaventurado David pedía diciendo: “Escrútame, Señor, pruébame; pasa por el fugo mis entrañas y mi corazón” (Sal 25, 2).
Es este fuego que calentaba el corazón de Cleofás y de sus compañeros cuando el Salvador les habló después de la resurrección (cf. Lc 24, 18ss). Los ángeles y los espíritus que sirven a Dios participan también ellos en el brillo de este fuego, así que está escrito: “Hace de sus ángeles espíritus y de sus servidores llamas de fuego” (Sal 103, 4). Es este fuego que consume la viga que está en el ojo y restaura el intelecto en su pureza, para que reencuentre la penetración conforme a su naturaleza y mire sin detención las maravillas de Dios, según su palabra: “Quita el velo de mis ojos, y comprenderé las maravillas de tu Ley” (Sal 118, 18). Este fuego expulsa, pues, los demonios, suprime el pecado, es una fuerza de resurrección y una energía de inmortalidad, la iluminación de las almas santas y el sostén de las potencias intelectuales. Oremos para que este fuego venga también a nosotros, a fin de que, marchando siempre en la luz, no choquemos nuestros pies, por poco que sea, contra una piedra, sino que brillemos en el mundo como antorchas y guardemos las palabras de vida eterna. Entonces, gozaremos de los bienes divinos y reposaremos con el Señor en la vida, alabando al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, a quien sea la gloria en los siglos. Amén (25, 9-10).

—Cuando viene el Espíritu Santo, ¿no es extirpada la codicia natural junto con el pecado?
— He dicho precedentemente que el pecado es extirpado y que el hombre reencuentra la forma primitiva del puro Adán. Seguramente, por la fuerza del Espíritu y el nuevo nacimiento espiritual, aguarda de nuevo la medida del primer Adán, y llega a ser aún más grande que él. Porque el hombre es divinizado (26, 2).

Es la marca del cristianismo que el hombre, cualesquiera sean el esfuerzo que tome y las obras de justicia que realice, se comporte como si no hubiera hecho nada. Cuando ayuna, dice: “No he ayunado”; cuando ora, dice: “No he orado”; cuando persevera en la oración, dice: “No tengo perseverancia”, y: “No he hecho más que comenzar en la ascesis y a tomarme el esfuerzo”. Y por más que sea justo ante los ojos de Dios, debe decir: “No soy aún justo, no me esfuerzo, sino que cada día comienzo”... (26, 11).
El arma más apropiada para el atleta y el combatiente es esta: entrar en su corazón, luchar contra Satanás,  odiarse a sí mismo, renegar de su propia alma, irritarse contra sí mismo y hacerse reproches, resistir a las codicias que nos habitan, combatir los pensamientos y luchar contra sí mismo (26, 12).
Así como el Señor ha revestido un cuerpo, dejando detrás de sí todo Principado y toda Potencia, los cristianos revisten el Espíritu Santo y están en el reposo (26, 15).
Equipo de redacción: “En el Desierto”