jueves, 24 de junio de 2010

(Continuamos compartiendo algunos para parágrafos del Capítulo Cuarto del libro del Padre Gabriel Bunge, sobre la Vigilancia “Vasos de Barro”, Segunda parte)

El vigilar y velar en oración, que tampoco para los Padres era cosa fácil y que siempre requirió de un cierto esfuerzo de voluntad, no fue en ninguna época mera muestra de un esfuerzo ascético con el fin de “domar la naturaleza”. La tal maltratada “naturaleza” terminaría, a la larga o a la corta, con todo derecho por reivindicar sus derechos.
El gran aprecio que tanto el hombre bíblico como los Padres mostraban por el velar en oración, tenían diversas razones. Del “aguardar (el retorno) del Señor” y de su carácter escatológico, ya hablamos; debería ser, además, una característica de todo cristiano. Esta nota (escatológica) le confiere al tiempo una cualidad nueva, haciendo que su indefinido fluir tenga una meta cierta, logrando que toda la corriente vital tenga su sello específico. Son cosas muy distintas “vivir atolondradamente” o vivir, aún en la “ignorancia del Día del Señor”, como “quien aprovecha sabiamente el tiempo”1 .
El velar y vigilar engendra en el orante aquella “sobriedad” que le evita a los cristianos aquella soñolienta embriaguez propia de los hijos de las tinieblas. Mientras que los que duermen el sueño de la (embriaguez) se embrutecen, la sobriedad de espíritu, “afina” a los que la practican, haciéndolos receptivos para la contemplación de los divinos misterios:
De aquel, que al igual que Jacob cuida de su rebaño2, se aleja el sueño y aunque se vea un poquito invadido por él, ese sueño es para él lo que es el velar para otros. El fuego que arde en su corazón impide que durante el sueño se hunda. Pues salmodia con David y dice: “Da luz a mis ojos para que no me duerma en la muerte”3.
Quien ha llegado a esas alturas gustando de su dulzura, comprende de qué se está hablando. Pues ese tal no se ha “emborrachado” con el sueño material, sino que simplemente se sirve del sueño natural4.
Lo que debe entenderse con eso de “alturas” y “dulzura” nos lo deja atisbar una palabra de san Antonio abad que nos es transmitida por Juan Casiano, quien a su vez se la escuchó a abba Isaac:
Pero para que ustedes tengan una visión clara de lo que es la verdadera oración, voy a citarles una enseñanza que no es mía sino del bienaventurado Antonio. De él sabemos que solía permanecer sumergido con tal ardor en la plegaria que a menudo los primeros rayos del sol naciente lo sorprendían en su éxtasis. En una de esas ocasiones le oí exclamar, inflamado en el fuego del espíritu:
¡Oh sol!, ¿por qué vienes a turbarme? ¡Sólo te levantas tan temprano para privarme de los fulgores de la verdadera luz!5 .
De hecho Evagrio nos asegura que nuestro espíritu sólo con gran dificultad capta, a la luz del día, el mundo inteligible y espiritual, ya que nuestros sentidos son acaparados por lo que se distingue con claridad a la luz del sol, distrayendo de este modo el espíritu. Pero de noche, en el tiempo dedicado a la oración, si que puede captarlo, cuando, totalmente envuelto en luz, se le muestra... 6.
El mismo Evagrio se vio favorecido por una revelación de ese tipo, mientras meditaba de noche sobre el texto de uno de los profetas7.
Hoy en día son los miembros de las así llamadas órdenes contemplativas prácticamente los únicos que “velan de noche”, es decir, los que se levantan en un horario nocturno para rezar el Oficio (divino). El ritmo de vida moderno, dominado por la tiranía del reloj que marca cada minuto y cada segundo, para nada es favorable a dicha práctica. La vida del hombre en la antigüedad transcurría más reposadamente. El día desde la salida del sol (aprox. A las 6,00 a.m.) hasta su puesta (aprox. A las 18,00 p.m.) estaba dividido en intervalos de tres horas cada uno; lo que daba lugar a las antiguos tiempos de oración a la tercera, a la sexta y a la novena hora, es decir: a las 9,00; 12,00 y a las 15,00 horas.
“En estos tiempos últimos” hasta la mayoría de los religiosos tendrá que conformarse con bastante menos. Pero tanto el ejemplo de Cristo como la regla, arriba citada, tal como se halla formulada en la carta del recluso Juan de Gaza, nos permiten reconocer cuál sea el sentido último de todo ello y que aun hoy en día es posible “perseverar velando en oración”. Pues, sin duda, que ni siquiera Cristo pasó cada noche en oración. Pero evidentemente que sí tenía por costumbre el retirarse a rezar él solo al atardecer, después de la puesta del sol, y al “amanecer, cuando todavía estaba oscuro”, cosa que ya hacía el piadoso orante de los salmos. Estos son precisamente los mismos momentos que los Padres, en general, reservan para la oración. La medida la podrá fijar cada uno a través de la experiencia y del consejo de su padre espiritual, quien tendrá en cuenta la edad, la salud y la madurez espiritual de cada cual. Una cosa, en todo caso, si que es segura: sin el esfuerzo de “velar (perseverantemente)” nadie puede llegar a esa “vigilante sobriedad”, tan ensalzada por el monje Hesyquio del monte Sinaí:
Que bella y deliciosa virtud (es) la vigilante sobriedad8, (es) luminosa y muy dulce y toda hermosa, resplandeciente y llena de encanto. Tú, ¡oh Cristo nuestro Dios!, nos facilitas el camino hacia ella. ¡Y la inteligencia despertada del hombre avanza con gran humildad!
Pues ella “extiende sus sarmientos hasta el mar y hasta los abismos” de la contemplación; y (ella) prologa sus ramas hasta las corrientes de los gozosos misterios divinos... 9. La sobriedad unida a la vigilancia se asemeja a la escala de Jacob en cuya cumbre Dios habita y por la que suben los ángeles... 10.

Notas:
1-Ef 5,15 y s.
2-Ver Gn 31,40.
3-Sal 12,4.
4-Barsanufio y Juan, Epistula 321.

5-Juan Casiano, Conlationes IX,31 (Petschenig).
6-Evagrio, Kephalaia Gnostica V,42 (Guillaumont).
7-Evagrio, Vita I.
8-Traducimos como “vigilante sobriedad” el importante concepto monástico de: népsis, que muchos traducen o por “sobriedad” o por “vigilancia/velar”. Bunge lo traduce unas veces como “sobriedad” = Nüchternheit y otras como velar/vigilar = Wachen. (Nota del traductor).
9-Sal 79,12.
10-Hesyquio (de Batos) a Teódulo, capítulos 50 y 51 (Philokalia I, p. 149, Atenas 1957).