Continuamos con la

SACRIFICIO DE CONSAGRACIÓN SACERDOTAL
El
orden sagrado nos introduce en la comunión presbiteral, no estamos solos y en
este sentido reavivar el fuego del Espíritu quiere decir eliminar los
obstáculos que nos separan y aceptar la diversidad que nos enriquece.
Nuestra referencia y razón de ser es
Cristo Resucitado, presente y actuante en la Iglesia, donde los presbíteros
somos su signo personal, testigos y expresión del amor de Dios como le gustaba
definirse al santo Cura de Ars. Dice Madre Luisa Margarita: “El sacerdote es un
ser de tal modo investido de Cristo que llega a ser casi un Dios, pero también
es un hombre y es preciso que lo sea. Es necesario que sienta las flaquezas,
las luchas, los dolores, las tentaciones y las rebeliones del hombre; que sea
santo para ser santificador”[1].
Sí, nosotros como sacerdotes estamos
llamados a ser signo eficaz de la acción del Cristo resucitado, vivimos y somos
en nombre de Cristo. Los presbíteros, dice la “Presbyterorum Ordinis” en
el número 2, “por la unción del Espíritu Santo quedan marcados por un carácter
especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma que pueden obrar
en nombre de Cristo Cabeza”.
Transformación y configuración con
Cristo y en Cristo, que nos hace partícipes de su Kénosis, de su ofrecerse
cotidiano por el mundo al Padre y de ofrecer al mundo el amor del Padre.
Nuestro espacio de Kénosis es el mundo en el corazón de la Iglesia, nuestra
familia y nuestra comunidad, comunidad que vive por obra del Espíritu Santo,
que peregrina en la fuerza de la unidad que la sostiene en la comunión de la
caridad fraterna. Este caminar de la iglesia, y en ella, el de cada uno de los
miembros del cuerpo místico de Cristo, se realiza como asamblea, como lugar de
encuentro, de perdón. Somos una nueva creación alimentada por el Espíritu y
destinada a vivir de fe, siendo esta dimensión eclesial de nuestro ministerio
el espacio que nos permitirá encontrar nuestro propio y particular estilo de
vida sacerdotal, el presbítero que nuestro hoy necesita.
La iglesia guiada por el Espíritu
Santo, es peregrina, camina en la historia, se hace historia con los hombres
todos, sin distinción ni discriminación, siendo este el marco para vivir
nuestra comunión presbiteral de unidad, como profecía y desafío en un mundo
dividido por el odio y el rencor. Y el sacerdote es el heredero y destinatario
de este don, ya que como dice el Señor a Madre Luisa Margarita: “El sacerdocio
es un producto de mi corazón”.[2]
Nuevamente la “Presbyterorum Ordinis”, en el número 7, nos dice: “Ningún
presbítero,… puede cumplir cabalmente su misión aislado o individualmente, sino
tan sólo uniendo sus fuerzas con otros presbíteros, bajo la dirección de
quienes están al frente de la Iglesia”. Iglesia y comunión caminan juntas, y en
este andar es por donde crecen y se desarrollan los carismas particulares,
donde se configura y se busca la comunión, donde nuestro ministerio sacerdotal
se desarrolla como servicio de comunión.
Nosotros predicamos el precepto del
amor, desde nuestra comunión de amor con nuestros hermanos sacerdotes, desde
una pastoral de conjunto.
Siguiendo
a la “Presbyterorum Ordinis”, en el
número 10, nos habla de una misión sin fronteras, universal, hasta los confines
de la tierra y de las culturas. Por esto, a la necesidad de la comunión se suma
la necesidad de la disponibilidad, que no es invento nuestro, es parte del
llamado que nos hace el Señor poniéndose como modelo obediencial y de caridad,
consagrando nuestra misión ministerial en nuestra generosidad que, nos hace
imitadores de Cristo y de Cristo crucificado y resucitado. Podemos decir que,
imitar a Cristo es nuestro hábito de fiesta. No existe sacerdote de Cristo sin
vida de Cruz. Nuestro estar crucificados con Cristo nos transforma en fuente de
vida, de consuelo y de solidaridad; el pobre no necesita más pobreza, sino luz,
y el sacerdote tiene que ser luz, el que sufre el dolor físico, psíquico y/o
moral, necesita consuelo, y el sacerdote de Cristo está llamado a ser fuente de
esperanza y de paz; quien está marginado por pobreza material, cultural y/o
moral, necesita alguien que le restituya su dignidad original, alguien que
vuelva a creer en él, necesita su lugar de pertenencia, donde el sacerdote de
Cristo está llamado a ser hombre de la confianza, que cree en el hombre, hombre
de justicia en el amor, dando a cada uno el lugar que le corresponde.
Finalmente, Hermanos y Hermanas, deseo que
podamos mirar juntos, y junto a nuestra querida Madre, nuestro ministerio
sacerdotal como profundamente humano, para que pueda ser ampliamente cristiano,
superando un conflicto muy actual, el de la dicotomía entre vida humana y vida
cristiana, donde nuestra mirada se posa nuevamente en Cristo como modelo; sí,
la humanidad de Jesús como nos la proponen los evangelios, humanidad real,
existencia cotidiana, vida en carne y sangre, manifestación del Dios invisible
(cf. Col 1, 15). Este es el lugar en el que el Hijo, exeghésato, nos ha narrado a Dios, como nos lo presenta Jn 1, 18.
Es en este contexto, donde nuevamente tiene que resonar en nuestros corazones
aquello que nos dice san Pablo en Hechos 20, 28: “Vigilen sobre Ustedes” para
creer y anunciar. El Señor dice a Madre Luisa Margarita: “Mis sacerdotes tienen
necesidad de abnegación y de amor, amar mucho y dar, dar siempre. Vengan, pues,
a mi Corazón.”[3]
Anunciamos a una persona, no a una
idea. En la época de Jesús-como hoy-, el pueblo esperaba, ayer un Mesías, y hoy,
la salvación. Jesús es el Pastor escatológico que viene a juntar a las ovejas
perdidas de la casa de Israel, del mundo; y de este pastoreo participamos
nosotros, como los Doce, con los Doce del primer momento, como sacerdotes somos
enviados a anunciar el Reino a todos, para que todos gocen de la unidad de la
esperanza y de la fe del amor de Dios.
Pienso que en todo lo que he expuesto
hay tres elementos que son recurrentes, y quizás puedan ayudarnos en nuestra
reflexión y en nuestro itinerario de conversión: -Por una lado, toda autentica
conversión nace de la Palabra proclamada y celebrada, escuchada y orada, de una
intima relación orante con el Maestro, que nos impulsa una vida sacramental
atenta y devota para purificar el corazón y la memoria en el camino de la
comunión fraterna.
Quizás puede iluminarnos el texto de
san Juan en el capítulo 15, 1 – 15 “1 Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el
viñador. 2 El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo
poda para que dé más todavía. 3 Ustedes ya están limpios por la palabra que yo
les anuncié. 4 Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el
sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no
permanecen en mí. 5 Yo soy la vid, ustedes los sarmientos El que permanece en
mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. 6
Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca;
después se recoge, se arroja al fuego y arde.
7 Si
ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que
quieran y lo obtendrán.
8 La
gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis
discípulos. 9 Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes.
Permanezcan en mi amor. 10 Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor
como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. 11 Les he
dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto. 12 Este
es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado. 13 No hay
amor más grande que dar la vida por los amigos. 14 Ustedes son mis amigos si
hacen lo que yo les mando. 15 Ya no los llamo servidores, porque el servidor
ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer
todo lo que oí de mi Padre.”
Creo que la clave de una vida sana y
alegre, está en la unidad, unidos a la vida para dar frutos según el corazón de
Dios. Este texto es un proyecto de vida que, al menos, tenemos que plantearnos
la posibilidad de pensarlo.
Ciertamente el camino es largo y
fatigoso, pero a cada uno de nosotros nos toca la responsabilidad, viviendo el
evangelio, de dar a la Iglesia, en nuestras vidas, un siervo del Señor, un
siervo de la comunidad, y al mundo un testimonio fiel del evangelio de
Jesucristo.
En nuestro ministerio, servimos a la
santidad de todos, y como decía san Gregorio Magno: “Aquello que ofreces hacia
fuera, lo tienes que tomar en la Fuente del Amor, donde amando aprenderás
aquello que anuncias enseñando”[4]
Muchas gracias y cuenten con nuestra oración,
al tiempo, que nos encomendamos a la de Ustedes.
Equipo de redacción: "En el Desierto"