miércoles, 25 de agosto de 2010

(Desde hoy queremos compartirles, algunos textos que extraemos de la propuesta que los Monjes de la Santa Cruz ofrecen a los jóvenes que inician su escuela de comunión. Primera parte)

Tradición monástica

Capítulo I - EL misterio monástico

a) - Una íntima vida cristiana:
En una primera aproximación, el monje puede definirse: Un cristiano que se ha comprometido en una forma de vida religiosa llevada según las antiguas tradiciones de la Iglesia.
El monje es un religioso, eso quiere decir un cristiano que ha tomado plenamente conciencia de su estado de bautizado, y que, para contestar a esa condición, ha adoptado un estado de vida en el cual todo está con objeto de favorecer el crecimiento y la expansión de la gracia bautismal. El fin de la vida religiosa no es distinto del de la vida cristiana ordinaria; el religioso no tiende hacia una perfección más que la de la vida cristiana; el cristiano tiene igualmente el deber de tender a la perfección de la caridad. Lo que distingue al religioso es que ha adoptado un tipo de vida oficial y estable, donde todo está organizado con objeto de este único fin.
El religioso no se distingue del simple cristiano como un "consagrado" de uno "no consagrado". Todo bautizado es un consagrado, una pertenencia total a Dios. Pero uno está constituido un religioso por su profesión por un estado de vida públicamente sancionado por la iglesia, donde esa consagración bautismal puede expresarse y realizarse de un modo privilegiado.
La vida monástica es además una vida religiosa llevada según las antiguas tradiciones de la Iglesia. Lo que no significa que sea una sobre vivencia caduca del pasado. Pero se constituyó en su estructura fundamental, entre los siglos IV y XII. Es la vida religiosa tal cual la concibió, bajo la conducta del Espíritu Santo, la Iglesia de la edad patrística. Y precisamente de eso le viene su valor permanente. Del mismo modo que los escritos doctrinales de los Padres permanecen para la Iglesia como fuentes siempre vivientes, así la enseñanza ascética de los maestros espirituales de los primeros siglos expresa un concepto de la vida religiosa que debe permanecer presente en la Iglesia de todos los tiempos.
Lo que, en efecto, caracteriza a la vida y al pensamiento de los Padres, es su aspecto sintético, su ausencia de especialización. La vida monástica presenta tal carácter de plenitud: simplemente ella es una vida donde todo está organizado con objeto de la prosecución de la "salvación", del entero florecimiento de la gracia bautismal, sin ninguna especialización. El conjunto de los medios que tradicionalmente pone en obra está ordenado a este fin único: renuncia al matrimonio y a las posesiones terrenales en soledad, obediencia, ayuno, vigilias, austeridad de vida, trabajo manual, oración litúrgica y oración privada encaminando el alma hacia la oración incesante.
El monje se distingue pues, del religioso perteneciente a un Instituto moderno, por su ausencia de un fin "secundario". En efecto, las sociedades religiosas modernas por lo general están organizadas con objeto de conducir sus miembros a la perfección de la caridad, y a veces de encargarse en la Iglesia de una tarea determinada: docencia, predicación, obras de caridad, misión, etc. ... A veces también los Fundadores dedicaron sus institutos a tal o cual forma de devoción: culto de reparación del Sagrado Corazón, adoración del Santísimo, etc. ... Por eso es que los institutos modernos, sin dejar nada esencial de los medios establecidos tradicionalmente en la Iglesia para favorecer la prosecución del fin principal común, han reducido la parte reservada a algunos de esos medios, por ejemplo: separación del mundo y "ocio contemplativo", tiempo consagrado a la oración litúrgica o privada y han adaptado la práctica de esos medios a las exigencias del fin propio perseguido.

b) - Vida monástica y vida contemplativa:
En la tradición monástica los vocablos de "vida activa" y de "vida contemplativa" no representan dos estados de vida distintos, caracterizados por unos fines "particulares - secundarios" distintos (apostolado y obras de misericordia por un lado, celebraciones litúrgicas y ejercicios de piedad por el otro) y correspondientes a vocaciones distintas. Significan más bien dos etapas o dos aspectos complementarios de vida espiritual: la vida activa se define por la práctica de la ascética y el ejercicio de las virtudes, especialmente de la caridad fraterna. La vida contemplativa es la vida de la profunda unión con Dios, la sabrosa experiencia de su presencia íntima hacia la cual normalmente uno se encamina por un esfuerzo ascético generoso.
En esa perspectiva, la vida monástica es indisolublemente activa y contemplativa. Es activa, no en el sentido que estuviera organizada con objeto de una forma particular de servicio fraternal, tal cual en la iglesia, sino en cuanto comporta esencialmente el ejercicio de las virtudes evangélicas y del servicio fraternal, tal cual lo requieren las circunstancias ordinarias de la vida. Es también contemplativa, no en el sentido que el monje tendría como "fin particular" la celebración del oficio divino en el coro, o el cumplimiento de unos cuantos ejercicios de piedad, sino en cuanto está exclusivamente ordenada a promover una vida de profunda unión con Dios, la cual envolverá toda la existencia de una atmósfera de oración, y que se identifica concretamente con la perfección de la caridad teologal.
Siendo así, habrá lugar en un monasterio para unas vocaciones más activas, más llevada dedicarse al humilde servicio de sus hermanos en las varias obediencias, y para vocaciones más contemplativas atraídas más por los oficios litúrgicos, o una oración sencilla y silenciosa. Toca al discernimiento de los superiores, el repartir las funciones y empleos según sea diversidad legítima. Sin embargo se vigilará a que la abnegación fraternal de los unos no degenere en activismo y no comprometa la orientación fundamentalmente contemplativa de la vida monástica. Y si la necesidad impone el confiar tareas que exigen abnegación y actividad a unas almas atraídas hacía una vida contemplativa más profunda, esas tendrán que esforzarse de llevar en paz esa prueba, tratando de transformar toda su actividad en oración por la orientación de su corazón hacia Dios solo.

c) - Diferentes formas de vida monástica:
La vida en la soledad es la nota distintiva del monje, en contraste con los ascéticos que vivían en medio de la comunidad cristiana durante los tres primeros siglos. Es por la retirada al desierto de unos ascéticos, que comenzó la vida monástica a fines del siglo tercero. Pero una diferenciación se introdujo rápidamente en el seno de la nueva institución, según que esa vida de soledad se llevaba individualmente (anacoretismo, con las variantes del recluso y del monje peregrino) o colectivamente (cenobitismo).
Tal cual la vida cenobítica esta más ordenada a la perfección de la vida contemplativa, que la vida activa. Por eso es que toda una corriente de la espiritualidad monástica ha considerado a la vida cenobítica como una preparación para la vida eremítica, pretensión que puede ser común en monjes cenobitas.
Sin embargo, por razón de los peligros que presenta la vida solitaria, muchos de los maestros espirituales prefirieron afianzar la vida común en el cenobio, como "regla de oro", dando espacio, en primer lugar al discernimiento de llamados particulares a la soledad y al mismo tiempo atendiendo a la necesidad de soledad que algunos pudieran experimentar. Para esto se trabajó fuertemente en elementos como la separación del mundo, el silencio, el "ocio contemplativo" de modo de hacer accesible a los cenobitas una autentica vida contemplativa. Además, la obediencia y sumisión llena de amor que el cenobita practica en los detalles de su vida diaria respecto a sus superiores y a todos sus hermanos, es una forma de renuncia que lo configura con el Cristo manso y humilde de corazón del Evangelio, y compensa de cierto modo la ausencia de la rigurosa soledad del ermitaño. Ese concepto encomiado muy temprano en Occidente por Casiano, fue retenido por los primeros Cistercienses. Sin embargo, no habría de fundarse sobre el carácter social del cristianismo para otorgar una preferencia absoluta al cenobitismo sobre el eremitismo. Por cierto, el monasterio es un signo eminente de la unidad del Cuerpo místico. Pero, en el plano visible, no es sino un signo. La profunda realidad de la unión de todos los miembros de Cristo en la caridad, es transcendental a todas las realizaciones siempre parciales de aquí abajo y en la espera de la Parusía, no está entregada en su plenitud universal, sino en lo más profundo de los corazones. Por eso es que el ermitaño que posee un mayor grado de caridad y que vive en una oración incesante está más unido con todos los hombres que un cenobita animado por una caridad menor. El cenobita pues debe convencerse de que una soledad relativa, asegurada especialmente por el silencio, respecto a sus mismos hermanos puede introducirlo más en lo íntimo del misterio de la Comunión de los Santos, que intercambios fraternales demasiado multiplicados, en la misma medida que esa soledad favorece el "solo a solo" con Dios.

Equipo de redacción "En el Desierto"