lunes, 18 de abril de 2011

Continuamos con los aportes del Hermano Pablo




Cuarta parte




4. LA «VIGILANCIA» Y LA «TERNURA»




El olvido es el gigante del pecado, dicen muy a menudo los Padres népticos. Olvido: dureza del corazón, como acabamos de ver, pesadez opaca del corazón. El hombre muy a menudo, vive como un autómata, en una temporalidad sin presente dónde el porvenir no cesa de hacer sombra sobre el pasado. El hombre no sabe que Dios existe, que viene hacia él y lo ama. No sabe que en el perdón y la luz de Dios, todo existe para siempre. [31]




El recuerdo de la muerte disloca esta zona aparentemente clara, bien balizada, que el hombre recorta de la superficie de la existencia. El trueque del recuerdo de la muerte en recuerdo de Dios desencadena el despertar, como el de Jacob visitado por el sueño (y para nosotros, Cristo es nuestra escala, para siempre). «Ciertamente el Señor está en ese lugar, y yo no lo sabía. Tuve miedo y dije: ¡Que temible es ese lugar! Aquí es la casa de Dios, aquí es la puerta de los cielos» (Gn 28,16-17). El despertar es escatológico: Cristo es la Escala, es el último instante, el juicio y el «juicio del juicio», la transfiguración universal. El despertar es la vigilia de las vírgenes prudentes. No es que ellas sean más virtuosas que las otras, nota San Serafín de Sarov, «pues las otras también habían sabido conservar su integridad. Pero su lámpara está provista de aceite, y el aceite es la gracia estremecedora del Espíritu respondiendo a la fe y a la humildad».




Nicolás Cabasillas, que escribió para los laicos dedicados a las ocupaciones del siglo, les pide solamente que recuerden, en todo tiempo, que Dios nos ama con un amor exagerado – manikis éros.




«Ya sea que vayáis, que vengáis, que trabajéis, que habléis, que este pensamiento os sacuda a menudo. Dios os ama. El os ama de tal modo que por vosotros ha salido de su impasibilidad hasta morir de amor por vosotros. El ha querido, por vosotros, llegar a ser aquél que da su vida por sus amigos, él, el Inaccesible». El desciende, busca al esclavo a quien ama, El, el rico, se inclina hacia nuestra pobreza». «Se presenta a sí mismo, declara su amor, ruega que le pague en cambio… Rechazado, no se ofende, espera pacientemente como un verdadero amante. Mendigo de amor, ladrón de amor que viene en la noche, que viene en mi noche. El Hágase de la Virgen le ha permitido retomar por el interior su creación, nos espera en el abismo del corazón, golpea la puerta de nuestra conciencia a partir de ese corazón, a partir de lo más profundo de nosotros. Pues se ha convertido en nuestro alter ego, dice Cabasillas.




El no nos pide, en primer lugar, que lo amemos, sino que comprendamos cuánto nos ama. Entonces nos despertaremos. Nepsis: es el despertar, la vigilia, la vigilancia. En el sentido más amplio, pues nuestra existencia toda entera es entorpeciente, pero también en el sentido más preciso, que nos recuerda el simbolismo litúrgico del día y de la noche, de la luz y las tinieblas, de la luz que brilla, en adelante, en las tinieblas. El «néptico» practica la «guardia del corazón»: mantiene abierto el camino entre la conciencia y el santuario interior, el sol secreto que las nubes de las «pasiones» intentan cubrir sin cesar. Atraviesa el «océano fétido que nos separa de nuestro paraíso interior».




La conciencia, armada con el Nombre de Jesús, debe escrutar atentamente los logismoi – la palabra viene del Evangelio – es decir los pensamientos como impulsos germinativos que querrían enternecer el corazón. O el pensamiento es bueno, creador; y es necesario reforzarlo revistiéndolo con la bendición del Nombre, o el pensamiento es el germen de una obsesión, de una pasión, y entonces será necesario aplastarlo contra el peñasco, como a los hijos de Babilonia; y el peñasco es el Nombre.




Teniendo cuidado de descolocar la fuerza vital que ella movilizaba, para pacificarla y transformarla, durante la lucha contra la obsesión naciente, la invocación debe acelerarse, hasta que llega la paz. [32]




La noche es particularmente propicia a este ejercicio de discernimiento y de metamorfosis, aspecto fundamental de la nepsis: a la vez, porque ella es silencio y recogimiento, pero también porque ella es tinieblas. El monje va a la noche como iba al desierto, para enfrentar las potencias deífugas, para hacer brillar en el infra-consciente, no sólo individual sino pan-humano y cósmico, la luz del supraconsciente. Lo que importa es penetrar ese bloque de noche y de desierto que llevamos en nosotros. El sueño debe ser moderado, a veces traspasado por el oficio de medianoche, a veces suprimido por una larga vigilia. Es necesario intentar dormirse invocando el Nombre divino-humano, para que la oración penetre el sueño mismo. «Orar en una sola palabra. Tú debes estar presente al acostarnos como en nuestro despertar».




Para los laicos, como para aquellos que son débiles, Cabasillas recomienda confiar la guardia del corazón a la sangre eucarística. Mientras un gran monje podría (como lo hizo Santa María Egipciana) no comulgar más que una vez después de toda una vida de preparación recibiendo entonces, en entera conciencia, la comunión como una fuente deificante, los débiles, dice Cabasillas, deben comulgar a menudo. Es entonces la sangre eucarística la que guardará su corazón, y Cabasillas no recomienda nada más que breves meditaciones en las que tomamos conciencia del «amor extremado» de Dios por nosotros.




Aquí, en este recuerdo de la muerte que llega a ser recuerdo de Dios, se ubica el misterio de las lágrimas, el carisma de las lágrimas. La civilización occidental se ha convertido en una civilización donde no se llora. Es por ello que nos dedicamos, en el arte como en la calle, a gritar ciegamente. Como si los jóvenes quisieran liberar en ellos el gemido del Espíritu y no supieran cómo hacerlo… Ahora bien, cuando el hombre recibe el don de las lágrimas, es el Espíritu el que llora dulcemente en él, dice Simeón Metafraste comentando a Macario el Grande. Las lágrimas espirituales son un agua bautismal en la que se disuelve la dureza del corazón. Cuando llora, el espiritual vuelve a ser como las aguas originales ofrecidas al soplo del Espíritu.




Las lágrimas son, en primer lugar, lágrimas de penitencia; nacen «de una muy profunda humildad» . Son las lágrimas del recuerdo de la muerte, del pecado comprendido en toda su profundidad, en sus ramificaciones y sus encadenamientos insospechados. Pero, poco a poco, por el recuerdo de Dios, las lágrimas de arrepentimiento se transforman en lágrimas de gratitud, de admiración y de alegría. «La fuente de las lágrimas después del bautismo es algo más grande que el bautismo», decía San Juan Clímaco. Aquél que se revistió de lágrimas como de un traje de bodas, ése conoció la bienaventurada sonrisa del alma, pues sonreír a través de las lágrimas, es símbolo de resurrección. Y las lágrimas carismáticas, que corren dulcemente, sin contracción del rostro, tienen ya algo de una materialidad transfigurada.




El canto de las lágrimas es una de las llaves del arte litúrgico ortodoxo; ya sensible en el monaquismo bizantino, se manifiesta muy particularmente en la ortodoxia de lengua árabe, cuyo canto, un poco nasal, es la voz de la lágrimas. [33]




Igualmente, esta «dolorosa alegría», esta «bienaventurada aflicción», es probablemente una de las llaves de la iconografía ortodoxa – cuya obra maestra es, tal vez, la «Virgen de la ternura».




Ternura, katanyxis, oumilenié, otra palabra decisiva en el vocabulario hesicasta. Las lágrimas son «lágrimas de dulzura». Lo contrario de la skléro-cardia, es la «ternura divina del corazón». Toda la fuerza de pasión del asceta, descolocada de las «pasiones», crucificada por el «recuerdo de la muerte», purificada e iluminada por las lágrimas carismáticas, se convierte en una inmensa ternura paterno-maternal, una capacidad de recibir sin juzgar, percibiendo siempre, más allá del pecado, el misterio irreductible de la persona. Carisma de la «simpatía», que envuelve al otro con una alegría de resurrección y le hace comprender que es amado.




Carisma de femineidad espiritual, según la imagen de la Madre, «capacidad de alumbrar a Dios en las almas devastadas», como decía Paul Evdokimov.




Equipo de redacción: "En el Desierto"