En el plano del cuerpo, la cólera en sus manifestaciones agudas provoca una agitación característica, fácilmente perceptible desde el exterior. S. Juan Crisóstomo y S. Basilio sobre todo nos dan una descripción típica, análoga a la presentada por S. Gregorio Magno. En el interior del cuerpo, la cólera se traduce por diversas perturbaciones fisiológicas. Sus formas contenidas y crónicas implican igualmente tales desórdenes. Todos esos desórdenes que trastornan el funcionamiento habitual del cuerpo, atacan la salud. S. Juan Crisóstomo lo hace notar: «La cólera corrompe el cuerpo»; «he conocido a algunos a quienes la cólera ha enfermado». S. Juan Clímaco constata las incidencias que eta pasión puede tener sobre las conductas de la nutrición, engendrando ya sea una anorexia, ya sea una bulimia».
Pero es sobre todo en el alma que la cólera produce perturbaciones que permiten considerarla como una grave enfermedad del alma y como una forma de locura «la cólera, más que las demás pasiones, habitualmente turba y trastorna el alma» hace notar S. Diadoco de Fotice y después de él S. Juan Clímaco. La cólera, escribe por su parte, S. Gregorio Magno «perturba el alma y, por decirlo así, la desgarra y la cizalla» «arroja en ella la confusión» «Devasta el alma entera, la sumerge en la confusión» observa S. Marcos el Monje. «Arruina el alma»; «trastorna de arriba a abajo (completamente) su estado normal» dice también S. Juan Crisóstomo quien afirma que hace deforme al alma, «atacando lo que tiene de más sano, corrompiendo lo que tiene de más puro».
Las perturbaciones engendradas en el alma por la pasión de la cólera son múltiples. Perturba primeramente el uso de la razón al punto que pareciera excluirla. «La agresividad destruye tiránicamente el ejercicio de la razón y hace salir el pensamiento de su ley natural» escribe S. Máximo. «Esta pasión destierra la razón, prohibe (impide) al hombre el uso del razonamiento» advierte por su parte S. Basilio.
Su «razón está entonces sepultada en la ebriedad y las tinieblas», el hombre se vuelve incapaz de juzgar correctamente las cosas». S. Juan Casiano escribe: «En tanto que la cólera ocupa nuestro corazón y entenebrece nuestro ojo interior, no podemos juzgar con discernimiento (...). Ya no podemos, hacernos capaces de obtener la verdadera luz espiritual, puesto que dice
Desde ese momento, el hombre ve las cosas en función de lo que su cólera le indica; su razón está totalmente al servicio de su pasión. De este modo, todo el conocimiento que tiene de la realidad se encuentra perturbado, aunque desde un punto de vista exterior sus facultades cognoscitivas parezcan ejercerse de manera correcta y parezca capaz de razonamiento formalmente válido. El hombre, presa de la agresividad, deja entonces de percibir lo real como es para verlo como no es: su pasión produce en él un conocimiento delirante y modifica correlativamente su manera de comportarse frente a la realidad. «En verdad, la cólera no es menos loca que el delirio —dice s. Juan Crisóstomo— vean cómo ese demonio arroja a sus víctimas en el delirio, las priva absolutamente de la razón, les persuade de todo lo contrario de lo que les aconsejan sus ojos. No ven nada, no hacen nada de manera razonable, se diría que ya no tienen ni sentido ni juicio (...); la cólera los subyuga». El mismo santo escribe también comparando la cólera con la ebriedad de la cual ha dicho que no es otra cosa que «el extravío del espíritu fuera de sus caminos naturales, la desviación del razonamiento, la pérdida de la conciencia»: «Los que montan en cólera y están ebrios de furor ¿en qué es menos grave su situación respecto de los que están ebrios de vino? En efecto, ellos dan pruebas de tal falta de mesura que se enfadan igualmente contra todos, sin controlar sus palabras, sin saber ya distinguir las personas. Como los locos y los frenéticos se arrojan a los precipicios sin darse cuenta de ello, así los que están encolerizados o asaltados por el furor». S. Basilio observa como S. Juan Crisóstomo que, bajo el efecto de la cólera, el hombre deja de respetar los valores más fundamentales, tanto en sí mismo como en los demás, llegando hasta a ignorar a sus prójimos y descuidar sus intereses más elementales. El delirio engendrado por la cólera tiene además otro efecto: modificar la proporción de las cosas que el hombre percibe: los acontecimientos ya no son percibidos ni vividos según sus verdaderas dimensiones, sino que se encuentran para algunos, desmesurada e injustamente agrandados, mientras que otros, correlativamente, son ocultados o ven disminuida su importancia .
Otro rasgo patológico esencial que permite asimilar la cólera a una forma de locura o a un estado de posesión es la alienación que de ella se deriva: el que es víctima de esta pasión ya no se controla a sí mismo, parece no obrar ya bajo la dirección de su espíritu y bajo el impulso de su propia voluntad, sino que se encuentra como determinado a pensar y obrar bajo la presión de una fuerza exterior a sí mismo cuyo dominio parece escapársele enteramente, que tiraniza tanto su alma como su cuerpo. El hombre se vuelve, literalmente juguete de su pasión.
Sin embargo, tal alienación no está sólo ligada a las formas violentas de cólera: se la puede constatar igualmente en las manifestaciones del rencor o de un odio sordo, donde todas las facultades del hombre se encuentran focalizadas sobre el objeto sobre el cual se ejercen esos modos de la pasión, y donde el sujeto está como determinado a recordar permanentemente la ofensa recibida y a definir o redefinir constantemente los medios de venganza (para vengarse de ella). Incluso en los casos en que su cólera no es sino una simple irritación, el hombre parece determinado en su comportamiento por una fuerza que le es exterior y que en parte se le escapa, lo que reconoce por ejemplo diciendo estar «de mal humor».
Finalmente, un último síntoma patológico esencial en la cólera es la agitación psicomotriz que la caracteriza en diversos grados y la aproxima —también en esto— a muchas manifestaciones de locura y de estados de posesión demoníaca. El comportamiento del hombre que es víctima (de la cólera) se vuelve confuso, desordenado; se entrega a las acciones más extrañas, acciones que desaprobaría en su estado normal. «Los que se dejan sorprender por la cólera son capaces de toda suerte de desórdenes y de arrebatos», constata S. Basilio; «es imposible relatar todas las extravagancias que hace un hombre en este estado; corre sin orden y sin propósito», «se precipita y corre con impetuosidad», «ataca a todos los que encuentra».
El hombre, bajo el imperio de esas actitudes pasionales, ya no conoce la paz, sino que se encuentra sumergido en un estado penoso de inquietud permanente. «Un furibundo no puede gozar de la paz; el que tiene un enemigo y conserva odio contra él, ya no gozará más de ella», afirma S. Juan Crisóstomo. El hombre agitado —dice también—«se hace digno de mil suplicios: perpetuamente agitado por pensamientos tumultuosos, día y noche en la turbación y las angustias del alma sufre aquí abajo los tormentos de las antesalas del infierno».
En el plano más fundamental de la relación del hombre con Dios, la pasión de la cólera revela tener efectos particularmente nefastos. En primer lugar, aparta al hombre de Dios. No sólo se opone a la «cólera honorable» cuyo lugar viene a ocupar; viene a golpear y destruir otra virtud importante, natural del alma: la mansedumbre, forma de la caridad por la cual, en particular, el hombre se asemeja a Dios. También —escribe S. Gregorio el Grande— «el pecado de cólera, al aniquilar la mansedumbre de nuestra alma, corrompe así su semejanza a la imagen divina». Esto significa en otros términos que el Espíritu Santo deja de morar en el hombre y, llamado por la actitud de éste, ocupa su lugar el espíritu demoníaco. Privada del Espíritu que le confería especialmente orden y unidad, el alma se encuentra desorganizada y dividida: «Inmediatamente que el alma es privada del Espíritu Santo —señala S. Gregorio el Grande— se la ve arrastrada a una evidente locura, y dispersada desde el trasfondo de sus pensamientos hasta las expresiones más superficiales». El mismo santo observaba también precedentemente que «cuando la cólera viene a golpear la mansedumbre del alma, la perturba y, por así decirlo, la desgarra y la cizallea, de manera que la divide contra sí misma». Al retirarse el Espíritu Santo que la iluminaba, el alma se encuentra repentinamente sumergida en las tinieblas. Ante todo son los ojos del corazón los que se hallan oscurecidos: desde ese momento el hombre decae de la verdadera ciencia. «Dios priva del resplandor de su conocimiento al espíritu que la cólera entenebrece con su confusión». observa S. Gregorio el Grande. El espíritu se vuelve incapaz de contemplación. «Cualquiera sea su causa, el movimiento de cólera, en su ebullición, enceguece los ojos del corazón e introduce allí el viga mortal de una enfermedad más grave que le impide contemplar el sol de justicia» escribe S. Juan Casiano. Y Evagrio: «Así como aquellos que tienen la vista enferma al mirar el sol son molestados por sus lágrimas, y ven alucinaciones en el aire, así la inteligencia (nous) cuando está turbada por la cólera es incapaz de escrutar por la contemplación espiritual, ve como una nube posada sobre los objetos que intenta mirar». El hombre se vuelve, particularmente incapaz de percibir la presencia de Cristo en sí mismo.
Según todo este contexto, va de suyo que la cólera constituye un obstáculo a la oración que es precisamente —dice Evagrio— un retoño de la mansedumbre y de la ausencia de cólera». «Al saquear el estado de oración» la cólera destruye la salud del alma ligada a él, e impide al hombre llevar la vida para la que fue hecho.
Al mismo tiempo que la cólera desarrolla y refuerza la mala agresividad, se debilita la agresividad virtuosa dada al hombre para luchar contra el mal. La fuerza del alma pierde el conocimiento del combate espiritual y se encuentra entonces paralizada . El alma se vuelve impotente y todo esfuerzo de rectificación se le hace difícil.
Todas estas consecuencias, agregadas a las descritas precedentemente, son catastróficas para el hombre: la cólera en definitiva trae consigo su muerte espiritual. Ya que arroja de él todas las virtudes y destruye, en primer lugar, la caridad dejando de destruir —conforme a su finalidad normal— los pensamientos demoníacos, «destruye de la misma manera los pensamientos buenos que están en nosotros».
Correlativamente, engendra una multitud de pasiones. Entre las principales citamos la tristeza, la acedia, la pusilanimidad y el orgullo.
Equipo de redacción: “En el Desierto”