II PARTE
2. Hacia la “apátheia”
Por el mero hecho de haber dejado el mundo y vivir en la soledad del desierto el monje no se libera de las pasiones.
La calma exterior (hesychía) no procura inmediatamente y por sí misma la calma interior. Esta última es mucho más difícil de conseguir. Entre hesychía y apátheia se inserta la praktiké.
La praktiké supone realizada la hesychía y tiende hacia la apátheia como a su fin:
“La praktiké es el método espiritual que purifica la parte del alma en que residen las pasiones” (TP 78).
HESYCHÍA
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POR MEDIO DE
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APÁTHEIA
El monje que se ha retirado al desierto ya no debe “luchar” contra los hombres, sino directamente contra los demonios. Es cierto que esto ocurre asimismo en los cenobios, pero con la diferencia que en ellos los demonios combaten por medio de los otros hombres, mientras que contra los anacoretas combaten directamente:
“Los demonios combaten contra los anacoretas abiertamente, pero contra los que se ejercitan en la virtud en los monasterios o en las fraternidades, los demonios utilizan a los hermanos más negligentes. Esta segunda guerra es menos áspera que la primera, porque no hay sobre la tierra hombres tan crueles y tan malvados como los demonios” (TP 5).
Utilizan entonces como armas los pensamientos. Y cuando Evagrio habla de pensamientos (logismoi) se refiere a los malos pensamientos; que son los medios usados por los demonios para provocar una pasión, así como con los laicos suelen utilizar los objetos:
“Contra los seglares los demonios luchan valiéndose preferentemente de las preocupaciones materiales (o de las cosas sensibles). En cambio, contra los monjes, a los que habitualmente les faltan tales preocupaciones en el desierto, esgrimen los pensamientos. Para ellos es más fácil pecar interiormente (de pensamiento) que con acciones, por eso la guerra interior (contra el pensamiento) es más difícil que la que se libra contra los objetos y las preocupaciones. En efecto, es fácil mover la voluntad, pero es difícil retenerla en la pendiente de las imaginaciones prohibidas” (TP 48).
En la enseñanza evagriana demonio y pensamiento se identifican habitualmente, o al menos con mucha frecuencia, pero no se confunden, incluso cuando emplea ambos términos indistintamente[1]. Por eso la lucha contra los pensamientos no es más que el aspecto psicológico del combate que se produce en el plano ontológico[2] entre el alma y los demonios. Pero para Evagrio estos dos planos no están disociados: el demonio -con el pensamiento que sugiere- hace irrupción en la vida misma del alma. Por tal motivo gran parte de la producción literaria de Evagrio está dedicada al tema de los pensamientos[3]. Y fue él quien por vez primera estableció, de forma definitiva y fija[4], la lista de los ocho pensamientos:
“Ocho son en total los principales pensamientos que comprenden a todos los demás: el primero es el de la gula, luego viene el de la fornicación, el tercero es el de la avaricia, el cuarto el de la tristeza, el quinto el de la cólera, el sexto el de la acedia, el séptimo el de la vanagloria y el octavo el del orgullo...” (TP 6).
Casiano retuvo la lista tal cual, mientras que el papa Gregorio Magno (+604) la llevó a siete dejando de lado el orgullo. De esa forma la enumeración de Evagrio se convertiría en la base de los siete pecados capitales, que sin embargo solamente se fijarán en el siglo XIII.
Los pensamientos están relacionados entre sí y, a menudo, unos engendran a otros:
7. El pensamiento de la gula le sugiere al monje el inmediato abandono de su ascesis, le hace pensar en su estómago, su hígado, su bazo, la hidropesía, una larga enfermedad, la carencia de lo necesario y la falta de un médico. A menudo le hace recordar a ciertos hermanos que han padecido estos males. Llega hasta el punto de incitar a esos enfermos para que visiten a aquellos que viven en la abstinencia y les cuenten sus dolencias, pretendiendo haber llegado a ese estado por causa de la ascesis.
8. El demonio de la fornicación empuja a desear los cuerpos variados. Ataca violentamente a los que viven en la continencia para que la abandonen, persuadidos de que no ganan nada practicándola. Deshonrando el alma la inclina, hacia acciones vergonzosas, le hace decir ciertas palabras y oír las respuestas, y todo como si el objeto estuviera presente y visible.
9. La avaricia sugiere (al monje) una larga ancianidad, la incapacidad de las manos para el trabajo, el hambre que seguramente vendrá, las enfermedades que lo aquejarán, las amarguras de la pobreza y la vergüenza de tener que recibir de los otros lo necesario para vivir.
10. La tristeza algunas veces surge a causa de la frustración de los deseos, otras veces es una consecuencia de la cólera. Cuando surge a causa de la frustración de los deseos se presenta así: ciertos pensamientos conducen al alma a recordar el hogar, los parientes y la vida de otros tiempos. Cuando estos pensamientos ven que el alma, lejos de rechazarlos se pone a seguirlos y se alegra interiormente en tales placeres, entonces, se apoderan de ella y la sumergen en la tristeza, mostrándole que las cosas de otros tiempos ya no existen y no son posibles a causa del actual modo de vida. Y la pobre alma, cuanto más se había alegrado con los primeros pensamientos, tanto más es abatida y humillada por los segundos[5].
11. La pasión más vehemente es la cólera. La definen, en efecto, como un arrebato de la parte irascible del alma y un movimiento contra aquel que nos ha perjudicado o nos parece que lo ha hecho. Exaspera el alma por todo el día, pero especialmente durante las oraciones, apoderándose del espíritu y representándole el rostro de aquel que la ha perturbado. En algunas ocasiones, cuando se prolonga y se transforma en resentimiento, provoca -por la noche- sensaciones tales como debilitamiento del cuerpo, palidez, asaltos de bestias venenosas. Estos cuatro signos, que siguen al resentimiento, se los puede encontrar acompañados de numerosos pensamientos.
12. El demonio de la acedia, también llamado «demonio del mediodía» (Sal 90, 6), es el más pesado de todos. Ataca al monje hacia la hora cuarta y acosa el alma hasta la hora octava. Al principio, hace que el sol parezca moverse lentamente, como si estuviera casi inmóvil, el día parece tener cincuenta horas. Después lo obliga a mantener los ojos fijos sobre las ventanas, a odiar su celda, a observar el sol para ver si falta mucho para la hora de nona y a mirar para aquí y para allí si alguno de los hermanos... Le inspira aversión por el lugar donde habita, por su mismo modo de vida, por el trabajo manual y, al final, le sugiere la idea de que la caridad ha desaparecido entre los hermanos y que no hay ninguna persona para consolarlo (cf. Lm 1,2; 9,16-17. 21). Sí sucede que en esos días alguien lo ha perjudicado, el demonio se sirve de ese hecho para aumentar su odio. Este demonio lo impulsa entonces a desear otros lugares, donde podría encontrar todo lo que necesita y ejercer un oficio menos penoso que le reporte mejores beneficios. Llega hasta sugerirle que agradar al Señor no es asunto de lugares. A Dios se lo puede adorar en todas partes (cf. Jn 4,21-24). Añade a esto el recuerdo de sus parientes y de su vida anterior, le muestra qué larga es nuestra existencia, poniendo delante de sus ojos las fatigas de la ascesis. Usa todas sus armas para que el monje abandone su celda y huya del combate. Este demonio, una vez derrotado, no es seguido inmediatamente por ningún otro, un estado apacible y un gozo inefable (cf. 1 P 1,8) le suceden en el alma después de la lucha.
13. El pensamiento de la vanagloria es muy sutil y se disimula fácilmente en los que practican la virtud, desean publicar sus luchas e intentan alcanzar la gloria que viene de los hombres (cf. 1 Ts 2,6). Ella les hace imaginar demonios que dan alaridos, mujeres curadas, multitudes que desean tocar su manto (cf. Mc 5,27). También les predice que a partir de hoy serán sacerdotes, hace aparecer en la puerta gente que viene a buscarlos y que, si se resisten, los llevarán atados. Cuando la vanagloria los ha hecho exaltarse de esta forma con esperanzas vanas, desaparece y los abandona a las tentaciones del demonio del orgullo o de la tristeza, que introduce en ellos pensamientos contrarios a sus esperanzas. A veces la vanagloria entrega al demonio de la fornicación, al que un -momento antes- era todo un santo sacerdote a quien llevaban atado.
14. El demonio del orgullo es el que conduce el alma a la falta más grave. Le incita a negar el auxilio de Dios y a creer que ella misma es la causa de sus buenas acciones. Además, comienza a mirar con desprecio a los hermanos considerándolo como tontos porque no tienen la misma opinión que él. A este demonio le siguen 1a cólera, la tristeza y el último de todos los males: la turbación del espíritu (cf. Dt 28,28), la locura, la visión de una multitud de demonios en el aire” (TP 7-14).
Los análisis concretos de Evagrio nos descubren muchas de las causas de las tentaciones del monje y nos revelan la fineza moral y psicológica de aquél.
Las tentaciones tienen, habitualmente, un carácter “intelectual”, y revisten la forma de representaciones que afectan a la imaginación o a la inteligencia.
Evagrio logra analizar los logismoi en su estado “puro”, en condiciones experimentales privilegiadas, que son las de la anocóresis, donde los pensamientos se mueven independientemente de los objetos. Sus análisis tienen, en consecuencia, un valor general, mostrando que no son los objetos los que nos tientan, sino lo pensamientos que despiertan en nosotros:
“Que los pensamientos inquieten o no el alma, no depende de nosotros, pero que se instalen o no, que susciten o no las pasiones, he ahí lo que depende de nosotros” (TP 6).
Es necesario evitar que los pensamientos se instalen en nosotros. Pero es por experiencia que se aprenden a conocer las tácticas de los demonios. Ellos se valen de los logismoi, pero no los hacen: inspiran los pensamientos, y si éstos son aceptados, desencadenan las pasiones en nosotros.
La parte “turbada por las pasiones” del alma está formada por el concupiscible y el irascible. Esa parte del alma es en la que residen las pasiones, las cuales -como para los estoicos- constituyen las enfermedades del alma.
Seremos liberados de los pensamientos en la medida que sea curada nuestra irascibilidad y nuestra concupiscencia. A cada parte corresponden, por tanto, remedios apropiados:
“Si la cólera y el odio acrecientan la irascibilidad, la compasión y la bondad disminuyen aun aquella que existe” (TP 20).
“Es necesario examinar cuidadosamente los caminos (cf. Jr 6,16) de lo monjes que en los primeros tiempos han transitado por las sendas del bien, para seguir nosotros también sus pasos. Podemos encontrar muchos dichos y hechos excelentes dejados en herencia por los santos Padres. Entre otros se encuentra éste que ha pronunciado uno de ellos: “Un régimen frugal y regular unido a la caridad conducen al monje rápidamente al puerto de la apatheia”. Este mismo monje libró a un hermano de las visiones que lo atormentaban por la noche, ordenándole unir al ayuno el servicio de los enfermos. «Porque no hay nada -decía él- como la misericordia par extinguir las aflicciones de este tipo»” (TP 91).
Es importante que el monje examine sus pensamientos, su proveniencia y su fuerza. También el examen de sus sueños le podrá dar una idea del estado de su alma. Adelantándose a la moderna psicología, Evagrio sostiene que los sueños dan un diagnóstico seguro del estado del alma:
“En las imaginaciones del sueño los demonios desatan una verdadera guerra contra la parte concupiscible. Para ello se valen de imágenes que representan reuniones de amigos, banquetes de parientes, coros de mujeres y otros espectáculos del mismo tipo generadores de placer. Si recibimos esas imágenes con gusto quiere decir que estamos enfermos y que la pasión es fuerte. En otras ocasiones turban la parte irascible y nos fuerzan a seguir caminos peligrosos, hacen aparecer hombres armados bestias venenosas o carnívoras, nos hacen experimentar el terror ante tales apariciones y la ilusión de que somos perseguidos por esas bestias y esos hombres. Por eso vigilemos la parte irascible, para que invocando a Cristo durante nuestras vigilias nocturnas encontremos una ayuda en los remedios ya mencionados” (TP 54).
La apátheia, o “sanidad” del alma se establece en el alma de manera progresiva. Las pasiones que ceden primero son las de la parte concupiscible, en tanto que las de la parte irascible son más difíciles de curar:
“Los que gobiernan las pasiones del alma se mantienen firmes hasta la muerte, mientras que los que gobiernan las del cuerpo se retiran más rápidamente. Por otra parte, mientras que los demás demonios, semejantes al sol que sale y se oculta, no atacan más que una parte del alma, el demonio del mediodía tiene la costumbre de envolver toda el alma y oprimir el espíritu. Por eso la vida anacorética resulta dulce fuego de la extinción de las pasiones. Entonces no subsisten más que los recuerdos puros. Además el esfuerzo dispone al monje no hacia la lucha, sino hacia la contemplación de la misma lucha” (TP 36).
Al llegar a la apátheia el alma vuelve a encontrar su primigenia santidad, el uso natural de sus diversas partes y en cada una de ellas se establecen las virtudes que le son propias:
“Es un hecho que el alma racional es tripartita, según la enseñanza de nuestro sabio maestro[6]. Por eso cuando la virtud se encuentra en la parte racional del alma se la llama prudencia, entendimiento y sabiduría. Cuando está en la parte concupiscible se la llama temperancia, caridad y continencia. Cuando está en la parte irascible se la llama coraje y perseverancia. Y cuando está en toda el alma, justicia. El papel de la prudencia es dirigir los combates contra las potencias enemigas, protegiendo las virtudes, organizando defensas contra los vicios y determinando lo que, en ciertas circunstancias, puede ser neutro. La función del entendimiento es organizar armoniosamente todo aquello que contribuye a alcanzar nuestra meta. El papel de la sabiduría es dirigir la contemplación de los seres corporales e incorporales. El de la temperancia es observar, libre de toda pasión, los objetos que en nosotros provocan imágenes contrarias a la razón. El de la caridad es comportarse frente a toda imagen de Dios del mismo modo que frente al Modelo, aun cuando los demonios intenten deshonrar esa imagen. El de la abstinencia es desechar con alegría todos los placeres del paladar. No temer a los enemigos y mantenerse valientemente firme frente a los peligros es tarea de la perseverancia y del coraje. En cuanto a la justicia, su función es realizar una suerte de armonización entre las diversas partes del alma” (TP 89).
En esta situación el alma toda se encuentra orientada hacia un solo fin: la contemplación, que es la actividad propia de la parte racional del alma. Las otras partes obran conforme a su naturaleza y concurren al mismo fin:
“La naturaleza de la parte irascible la lleva a combatir los demonios para alcanzar el placer, cualquiera sea este. Por eso los ángeles nos sugieren el placer espiritual y la beatitud que le sigue, para exhortarnos a volver nuestra nuestra irascibilidad contra los demonios. Estos por su parte nos empujan hacia los placeres del mundo (cf. Tt 2,12) y fuerzan a la parte irascible, actuando contra su naturaleza, a combatir contra los hombres, para que el espíritu sea oscurecido y, abandonando el conocimiento, se transforme en un traidor de la virtud” (TP 24).
“E1 fruto de las siembras son las gavillas, el de las virtudes, el conocimiento. Y así como los trabajos de la siembra se realizan entre lágrimas, los de la cosecha se llevan a cabo en la alegría” (cf. Sal 125,5-6; TP 90).
La apátheia restaura, pues, el estado natural del alma y hace que cada una de sus partes funcione según la meta que le es propia. Pero la apátheia no es un fin en sí misma, sino que es la condición para la contemplación.
Equipo de redacción:"En el Desierto"
[1] Se analizará con más detalle este aspecto al tratar del combate contra los demonios.
[2] Perteneciente a la ontología: parte de la metafísica que trata del ser en general y de sus propiedades. La materia que Aristóteles llamó filosofía primera, y a partir de Andrónico de Rodas se denominó metafísica, tiene dos temas de estudio: el ser en cuanto ser, en toda su generalidad, independientemente de qué ser se trate; y el ser por antonomasia, aquel que es la causa de todos los demás seres que de él dependen. Para distinguir estos dos temas, a partir del s. XVII, Christian Wolff comenzó a utilizar el término de ontología para referirse al primero de ellos, al tema del ser en cuanto ser; es decir, de la esencia de las cosas y no de su apariencia externa; Enciclopedia Interactiva Santillana (versión 1.0), CD ROM para Windows, Chinon America Inc., 1995.
[3] Cf. sus obras Antirretikós (ed. del texto siríaco en la obra de W. Frankenberg, Evagrius Ponticus, Berlin, 1912, pp. 472-544); Tratado sobre los malos pensamientos (PG 79,1200-1233; PG 40,1240-1244); Sobre los ocho espíritus de maldad (o malicia; PG 79,1145-1164).
[4] A veces, la cólera y la tristeza aparecen en orden inverso.
[5] En su obra Sobre los ocho espíritus de maldad (caps. 9-12; PG 79,1153-1157) la tristeza es colocada después de la cólera, pues se considera que ésta es un deseo de venganza, que al no ser satisfecho provoca la tristeza.
[6] La alusión es a Gregorio de Nacianzo. Además, Evagrio se apoya en textos de un filósofo peripatético anónimo y de Andrónico de Rodas.