Continuamos con los aportes del Hermano Pablo
Tercera parte
3.- EL ESTADO METÁNICO
El camino hacia el «lugar del corazón» implica tres grandes etapas que, más que reunirse, se suceden. La primera es la metanoia, el arrepentimiento. La segunda es la unificación extática del hombre en el crisol de la gracia. La tercera es la participación en la luz tabórica, en las energías divinas, gracias al encuentro personal con Cristo, frente al Padre, en el reino del Espíritu. Esta luz es ya la de la nueva Jerusalén. Cada vez que un hombre se abre a esta luz, se termina este mundo y comienza el mundo nuevo. Los monjes, están llamados a saturar la creación de Parusía, a encender la hoguera en la madera muerta de las cosas. Todo lo que nosotros, los laicos, podemos hacer de verdadero, de bueno y de bello en la sociedad y la cultura, tomará lugar en el Reino gracias a esta brecha escatológica que ellos abren, que ellos constituyen.
La primera etapa – y el basamento de las otras dos – es, por consiguiente, la etapa del arrepentimiento, la praxis, la acción ascética. Para el Oriente cristiano que no gusta de la oposición, y que permanece púdico y casi secreto en los confines de la vida espiritual, no existe oposición entre acción y contemplación. La acción suprema, es la obra de la oración. Quién se dedica a la praxis ascética es el único verdaderamente activo. Las obras, «acciones» humanas, son muy a menudo el resultado gesticulante de una gran pasividad interior, de una sumisión inconsciente a las pasiones individuales o colectivas.
«El arrepentimiento», dice San Isaac el Sirio, «conviene siempre y a todos, al pecador como al justo», y agrega: «Hasta el momento de la muerte, el arrepentimiento no habrá terminado en su duración ni en sus obras». Los más grandes ascetas, como Sisoes el Grande, afirman en su lecho de muerte: «No tengo conciencia de haber comenzado a arrepentirme». Los monjes, sabiendo que Sisoes estaba gravemente enfermo, se habían reunido a su cabecera para obtener de él un último mensaje. No obtuvieron otro, pero ése era el decisivo. En esta actitud de arrepentimiento, la oración de Jesús es, esencialmente, la del publicano del Evangelio: «Señor, ten piedad de mi, pecador». A menudo se dice – cuando se lo puede hacer lejos de toda mirada – con grandes o pequeñas posternaciones, que se llaman «metanías» (es la misma palabra que significa arrepentimiento).
Ese arrepentimiento tiene.un sentido profundamente personal y ontológico, antes que moral. Metanoia viene de meta que señala un cambio, y de noeo que significa nuestra aprehensión, individual o colectiva, de lo real. La conciencia, cuando separada del corazón, está abandonada a los impulsos de la naturaleza y a las hipnosis de la cultura no cesa de proyectar sobre la creación de Dios, ontológicamente buena («y Dios vio que aquello era bueno» dice el Génesis), lo que los espirituales llaman «una tela de araña», un «ensueño» un «espejismo» -, haciéndose así cómplice de los artificios del «padre del engaño». Aquí incluso, es necesario entender «engaño» en sentido personal y ontológico, o mejor «anontológico», la libertad sublevada, descarriada, asegurando a la nada una especie de existencia paradojal:
«Seréis igual que dioses»; sin Dios, el hombre llegará a ser el pequeño dios de sí mismo y del mundo, será rey sin tener necesidad de ser sacerdote y de ofrecer el mundo en eucaristía. ¡Es a sí mismo que ofrecerá al mundo! En nuestra civilización que se precipita hacia el dominio del mundo, pero que, según la expresión de Michel Serres, ignora «el dominio del dominio»,
¡Cuánta necesidad tenemos de hombres que acepten ser humildemente los sacerdotes del mundo.
Humilde y realmente: como los monjes. Por otra parte, en nuestra época, la asfixia espiritual del hombre se inscribe masivamente en la Historia. en la historia política con seguridad, donde se coloca la sed de absoluto de tantos seres cuya vida no tiene otro sentido, en medio de la desintegración de la materia y la destrucción de lo que los rodea.
«Este mundo – decía San Isaac el Sirio-, no el mundo de Dios sino la ilusión de los hombres»; este mundo es una expresión «que engloba aquello que llamamos las pasiones». Las «pasiones» en el sentido ascético, son la desnaturalización de ese impulso de adoración que constituye la naturaleza profunda del hombre. Si ese impulso no encontrara en Dios su cumplimiento, irá a devastar las realidades contingentes, idolatrándolas y odiándolas simultáneamente, pues espera la revelación de lo absoluto, que ellas no podrían aportarle (duraderamente al menos: pues todo tiene sabor de absoluto, pero para ser salvado, no para salvar).
El hombre quiere esperarlo todo de una clase, de una nación, de una ideología, del arte, del amor humano. Quiere olvidar la nada que actualmente lo sumerge todo, ampliando su prisión por la voluntad de poder, por una ternura desesperada, las drogas, las técnicas de éxtasis. Se desplaza furiosamente en la inmanencia, cambiando de tierra prometida, terminando por gritar ¡Viva la muerte, desdoblándose, disgregándose, en un juego fatal de espejos, hasta que surja, como en las novelas de Dostoievsky, el alter ego diabólico, el «doble» luciferino. El hombre se convierte en «idólatra de sí mismo», dice san Andrés de Creta en su canon penitencial: y en el fondo de esta idolatría, está el odio de sí, la nostalgia del aniquilamiento, el vértigo helado del suicida. Es lo que Máximo el Confesor llama la philautia, «principio y madre» de todas las pasiones. Que es, traduce Vladimir Lossky «ipseité» luciferina, replegamiento del mundo y de los otros hacia sí, curvatura del mundo alrededor de sí, dilatación de la propia finitud en la inmanencia, hasta que el odio y la muerte tengan la última palabra, ciclos sin fin de deseo, o Eros ligado en parte con Thanatos. Impulso de ser que hace surgir la nada. Título banal de la crónica judiciaria: «La amaba demasiado y la asesiné».
La metanoia es la revolución copernicana que hace que en adelante el mundo gire, no ya alrededor de mí y de la nada, sino de Dios Amor, del Dios hecho hombre, que me pide, que me permite, «amar al prójimo como a mí mismo». La metanoia me hace tomar consciencia de las ramificaciones del árbol de la nada, en mi propia vida como en la historia íntegra de los hombres. No se trata de una culpabilización mórbida alrededor de una concepción farisaica del pecado, sino de una toma de conciencia de ese estado de separación, de «vida muerta», de exacerbación de la nada, estado en el cual somos realmente «culpables por todo y por todos».
Entonces comprendo lo que han sido, en todo su alcance largo tiempo insospechado, mis verdaderos pecados. Entonces también, como vemos en el destino de los grandes monjes, el arrepentimiento precede al pecado, un pecado que, probablemente, no será cometido materialmente jamás. Pensad en las palabras de Cristo cuando se le lleva la mujer sorprendida en flagrante delito de adulterio, a quien la ley ordena lapidar: «Que aquellos que jamás pecaron arrojen la primera piedra». Y todos se alejaron. Cristo ha recordado simplemente la universalidad de ese estado de separación que se encontraba de algún modo concentrado en el destino de esa mujer. El verdadero monje es aquel que toma conciencia de ese estado en el que «todos son culpables por todos». Desaloja a las potencias deífugas, el «doble» demoníaco: de allí las visiones demoníacas que encontramos en los antiguos relatos. El espiritual obliga a los demonios a objetivarse, a hacerse exteriores (lo que ellos son realmente desde que la gracia bautismal los arrojó del «abismo» del corazón), los aplasta por la fuerza del Cristo vencedor de su «príncipe», de su principio, triunfador sobre el infierno y la muerte.
No se ha subrayado suficientemente que el acercamiento apofático del misterio, en el Oriente Cristiano, es un acercamiento «metánico». Si tomáis los más grandes textos de la teología apofática, por ejemplo las Homilías sobre la incomprensibilidad de Dios, de San Juan Crisóstomo, o los Capítulos gnósticos de San Máximo el Confesor, veréis que la exigencia de adorar al Dios viviente, siempre «más allá», Hyperthéos, más allá de las imágenes, de los conceptos, de los nombres, más allá incluso de la palabra Dios, dicha exigencia se acompaña infaliblemente con un llamado al arrepentimiento. Solamente el temor, el temblor, la muerte ante sí mismo, o más vale ante su múltiple nada, pueden permitirnos volver nuestra inteligencia hacia el Inaccesible.
Ese «estado metánico» se convierte necesariamente en «recuerdo de la muerte», en el fuerte sentido de una anamnesia.
«Salvémonos sin cesar, en lo posible, de la muerte», escribe Hesiquio de Batos quién comenta: «Dicho recuerdo entraña la exclusión de toda vana preocupación. El cuidado del espíritu y la oración constante, el desligamiento del cuerpo, el odio del pecado; en verdad, toda virtud activa nace de él. Practiquémoslo, en lo posible, tal como respiramos».
El recuerdo de la muerte no es recuerdo de la muerte biológica en sí (pues esta es también una misericordia de Dios), sino el estado espiritual que la muerte biológica simboliza y sella (y al cual, también, pone fin). Ese recuerdo de la muerte, es descubrir que se está, desde ahora, en la muerte; que nuestra existencia es una «vida muerta» (la expresión es de San Gregorio de Nicea) con una dimensión infernal. El gran «duelo» de los monjes en el Oriente cristiano, está ligado a una teología experimental de la caída. El starets Silvano ha escrito admirables Lamentaciones de Adán , ante el inaccesible Paraíso. Si examinamos el arte y la literatura de nuestra época, tenemos la impresión de una análoga lamentación que no se quiere reconocer, el llanto desgarrante del nihilismo, atravesado por una risa de burla y por vanas fugas.
La investigación de nuestra época sondea la nada desde la perspectiva de la nada, mientras tanto, el «recuerdo» ascético «de la muerte», no solamente hace lugar a Dios sino que se trueca en recuerdo de la resurrección.
La teología apofática no exige solamente un estado metánico. Culmina en la gran antinomia apofática, y esta se inscribe en una praxis de resurrección. Dios, más allá de Dios, se revela como el Crucificado, y el Crucificado triunfa sobre la muerte y el invierno. La separación entre Dios y el hombre se identifica misteriosamente con la herida del costado abierto por la lanza, de donde brotaron el agua y la sangre, el bautismo, la eucaristía, la Iglesia. La Iglesia es la noche que se hace luminosa.
El abismo infernal entre lo creado y lo increado se convierte, en Cristo, en unión bienaventurada de lo creado y de lo increado, la divino-humanidad. Del costado traspasado del Dios crucificado se levanta el alba del Espíritu. En adelante, en Cristo, el espacio de la muerte se trueca en espacio del Espíritu, la densidad de la angustia deviene densidad de la fe y, por la fe, la luz divina invade al hombre.
Así la memoria de la muerte se cambia en «memoria de Dios», en memoria del Dios que se deja aprehender por la muerte para consumirla y ofrecernos la resurrección. Si los monjes de oriente insisten tanto sobre el duelo y la conciencia del estado de muerte, no es para encerrarse en él, sino para encontrar en él a Cristo, para resucitar con él.
Sería necesario aquí todo un tratado de los vicios y de las virtudes, no en el sentido moral, sino en el sentido ascético que procura, a través de la libre fe del hombre, las modalidades de su participación en las energías divinas. Toda «virtud», en efecto, es la manifestación humana de un atributo divino, y constituye analógicamente, dice Máximo el Confesor, un aspecto del desvelamiento escatológico del Verbo encarnado. Me contentaré con recordar y comentar brevemente la oración de San Efrén, tan a menudo recitada durante los oficios de Cuaresma:
«Señor y Maestro de mi vida,
Esta oración, esencialmente penitencial (y que se dice en tres grandes metanías) comienza por la afirmación de la trascendencia del Dios personal, de Dios viviente, en una actitud de fe. La fe es el punto de partida de la escala de las virtudes, de la que la esperanza designa el movimiento ascensional, que culmina en el amor. Dios es Dios, yo sólo existo por su voluntad, él es la fuente de mi vida:
aleja de mí el espíritu de pereza, de abatimiento, de dominio, de vanas palabras;
Este pedido enumera los «vicios» mayores, cuya raíz y principio es justamente la «pereza». La palabra significa el olvido llevado hasta un verdadero sonambulismo, la opacidad, la insensibilidad ante el misterio, lo que la Filocalia, con el Evangelio, denomina la «dureza del corazón» (y a menudo su «pesadez»). Ese estado de insensibilidad espiritual engendra el «abatimiento»; en el límite, el disgusto de vivir, la desesperanza, el abandono al vacío, todas manifestaciones de un nihilismo que alcanza en nuestra época la importancia de un fenómeno histórico: época, de niños mimados que lo quieren todo inmediatamente, y que rápidamente se desalientan y se abandonan al vértigo de la nada.
Es verdad que existen también las conductas de fuga. Las principales son el espíritu de «dominación» y el de las «vanas palabras». La dominación quiere olvidar la nada hipertrofiando el yo. El yo, inflado de nada, destruye o somete a los otros, pretende el saber absoluto y el poder absoluto, vacía a los otros de su misterio y los hace gravitar alrededor de su propio vacío. Es la autodeificación de la nada.
Las «vanas palabras» designan, no sólo en la vida cotidiana, las palabras que cosifican al otro y lo hacen infinitamente lejano – en definitiva, tarea de asesino – sino, más largamente, todo ejercicio del pensamiento y de la imaginación que se substrae de las fuerzas del corazón y que se convierte en un juego autónomo de la voluntad de poder o de los fantasmas.
otórgame, a mí, tu servidor, un espíritu de integridad, de humildad, de paciencia y de amor;
He aquí el movimiento de las virtudes; la fe, fundamento, es recordada en primer lugar: el hombre es un «servidor». La «integridad» sintetiza el conjunto: ella evoca la unificación de la existencia en el reencuentro con el Dios viviente y el prójimo, la asunción en la fe, la esperanza y el amor, tanto de la inteligencia como de toda otra fuerza vital.
La «humildad» es la inscripción concreta de la fe en lo cotidiano, la expresión de la revolución copernicana que nos arranca a la philautía para devolver a Dios su distancia y su proximidad. Para los Padres népticos, es la virtud fundamental, propiamente evangélica, la actitud que diferencia al publicano (cuyas palabras son retomadas en la «oración de Jesús») del fariseo infinitamente virtuoso pero tan poco sensible a la gracia, a la gratuidad de la salvación.
San Juan Clímaco ha recordado vigorosamente esa fuerza paradojal de la debilidad: «No he ayunado, no he velado, no he descansado sobre el suelo, pero me he humillado y el Señor me ha salvado».
De la fe y la humildad nace la paciencia. La paciencia es la humildad en acto.[30]
Tal como ésta expresa la fe, lo mismo la paciencia está animada por la esperanza. Es lo contrario del abatimiento, que proviene del deseo de tener todo inmediatamente. Es la gratitud por las migajas que caen, de la mesa del festín mesiánico. Es, sobre todo, una confianza total cuando Dios se retira, cuando sus caminos parecen incomprensibles. Los Padres han evocado a menudo «la paciencia de Job». Job rehusa los razonamientos teológicos, pero, habiendo contestado Dios; no lo niega, permanece con él, sabe que alguien lo busca a través de la experiencia misma del mal radical.
Aquel que ama, «da su vida por sus amigos». No busca el dominio, sino el servicio.
Vaciándose de sí mismo, para dejar lugar a Dios, se abre al otro, recibe sin juzgar, discierne a la persona más allá de sus personajes, que él exorciza en silencio. Hace brillar la verdadera vida.
Sí, Señor Rey, otórgame ver mis pecados y no juzgar a mi hermano, pues tú eres bendito por los siglos de los siglos, amén.
La última petición, que cierra la oración sobre una bendición, recuerda las condiciones del amor: «ver sus pecados» y «no juzga»r. «Ver sus pecados», hace entrar en la exhortación primera del Evangelio: «Arrepentíos, pues el Reino de Dios está próximo». El hombre toma la medida de su separación y de su orgullo. Se abre a la alegría del Reino. No tiene otro espacio para existir, en adelante, más que la misericordia de Dios. «Es más difícil ver sus pecados que resucitar muertos», dicen los Padres népticos. En verdad, ver sus pecados, es entrar en la resurrección de los muertos. Por allí se llega a ser aquél que es capaz de recibir al otro como a un hermano, sin juzgarle. Debo todo a Dios –para parafrasear una petición del Padrenuestro- y el otro no me debe nada, todo es gracia, él mismo es gracia, él es mi hermano, yo no juzgo; soy juzgado, y la cruz es el «juicio del juicio» y el Señor es «bendito por los siglos de los siglos».
La oración de San Efrén resume el ayuno: que no es sólo del alimento para el cuerpo sino también de las imágenes (y esto no es fácil en nuestra «civilización del espectáculo»), de las pasiones, del deseo de dominar y de juzgar a los otros.
A través de esta sobriedad de todo el ser, por la cual el hombre aprende a vivir, no de los alimentos de la inmanencia (físicos, pero también psíquicos) sino de «toda palabra que brote de la boca de Dios», no es un masoquismo mórbido lo que se instaura, sino una real libertad: «Sé rey en tu corazón, reina con altura pero con humildad, ordenando al reir: ¡ve! y él va; a los dulces llantos: ¡venid!, y ellos vienen; y al cuerpo, servidor y no tirano: haz esto, y él lo hace».
Equipo de redacción: "En el Desierto"