lunes, 16 de mayo de 2011

Continuamos dialogando con el Padre Simeón sobre el demonio.

*Tercera parte

EL DIABLO CONTRA LA IGLESIA

En la antigüedad el campo es tan abundante, que a la hora de hojear en él sólo podemos recoger aquí algunos apuntes básicos sobre la teoría y la vivencia a que dan lugar las reflexiones acerca del diablo. Es un personaje que, durante muchos siglos, está en la primera fila de las preocupaciones. Su actuación se ve, se sospecha o se imagina en cada eslabón de la inmensa cadena de males físicos y morales. No sólo se recogen las ideas bíblicas sobre el diablo, sino que por influjo del ambiente se le atribuyen todas las truculencias, todas las ensoñaciones de las artes mágicas, todas las desviaciones doctrinales, así como las persecuciones. Pese a que los cristianos rechazan frontalmente el paganismo, son muchos los que tardarán en liberarse del lastre de supersticiones paganas heredadas, en las que se asigna al diablo un papel importantísimo.

Veamos rápidamente: En los Padres apostólicos[1], que llegan hasta mitad del siglo II, el tema del diablo se aborda, sobre todo, al modo bíblico, en relación con las tentaciones y los obstáculos para salvarse. San Ignacio de Antioquía, preocupado por la unidad de las comunidades cristianas, presenta al diablo como el gran adversario de la Iglesia, agente del cisma, de la herejía y de la relajación moral. La pasión de los mártires es interpretada como culminación de la lucha contra Satanás: él es el que tortura a los mártires (cf. 5, 3); el martirio es la victoria. Cada cristiano tiene que batirse contra el “príncipe de este mundo de iniquidad” (Bernabé 18, 2). Es uno de los dos espíritus que tiran del corazón del hombre para lograr que vaya por el camino de la muerte y deje el de la vida.

Los que desarrollan la demonología cristiana son Tertuliano (después del 222) en Occidente y Orígenes (a. 185- 255) en Oriente. Ambos entienden la vida cristiana como lucha contra el diablo. A juicio de Tertuliano, los demonios son ángeles caídos o las almas de aquellos gigantes de que habla Gén 6. Tratan de perder al hombre en cuerpo y alma, le inducen a la idolatría, pueden realizar prodigios (por ejemplo, aparición de fantasmas), fomentan los vicios. “Han enseñado a las mujeres especialmente el arte de la belleza femenina: el brillo de las piedras preciosas con las que se hacen diversos adornos, los brazaletes de oro con los que se aprietan los brazos, los tintes con que colorean las lanas y hasta ese polvo negro con el que destacan el entorno de los ojos” (De cultu fem. 2, 1). En tono apologético destaca el dominio del diablo sobre la vida pública pagana: “Las plazas, el foro, los baños, los establos y nuestras mismas casas no están sin ídolos. Satanás y sus ángeles han llenado el mundo entero” (De spect. 8, 9). Acuña la frase “pompa del diablo”, que pasó a la liturgia: en el bautismo renunciamos “al diablo, a su pompa y a sus ángeles” (ibid. 4, 1). La gran victoria sobre Satanás se obtiene en el martirio.

En cuanto a Orígenes, “la existencia de los demonios es para él un artículo de fe”[2]. Son criaturas racionales, caídas y malévolas, que están organizadas. Atribuye el origen de la situación de los demonios al pecado de soberbia, de apostasía y de lascivia (alusión a Gén 6). El diablo era el príncipe de toda la tierra hasta que vino Cristo; y sigue siéndolo en la medida en que abunda el pecado. Es el tentador, que fomenta los vicios; somos de Dios, pero el diablo nos compra al precio de nuestro pecado. Debemos rechazar sus sugestiones, desconfiar de nuestra debilidad y actuar responsablemente como seres libres. Dado que el martirio es una victoria sobre los demonios, se explica que éstos hayan procurado que las persecuciones cruentas disminuyan. Su arma principal es la tentación.

Estas ideas, gradualmente enriquecidas con datos marginales no bíblicos, son de dominio común en la literatura cristiana antigua. No siempre es fácil distinguir en los escritos patrísticos lo que se transmite como doctrina revelada y lo que depende de los libros apócrifos, de creencias populares. Especial interés tienen a este respecto las narraciones sobre la vida de algunos célebres anacoretas, que luchan con el diablo en la soledad del desierto. Se difunden profusamente relatos de visiones terroríficas de Satanás, que adopta formas animalescas y provoca tentaciones que los santos vencen mediante el ayuno, la humildad, la oración, el silencio y el trabajo. Ejerció especial influencia la Vida de San Antonio, escrita por San Atanasio hacia el año 357 y traducida del griego al latín hacia el año 390. Las tentaciones de San Antonio darán pábulo a representaciones del diablo bajo formas grotescas y espantosas. La imaginación de los escritores y, andando el tiempo, de los artistas del románico, encuentra en ellas un filón inagotable, que seguirá explotándose durante toda la Edad Media, en la pintura flamenca y, más tarde, en las composiciones del Bosco y de otros muchos.

La enseñanza patrística da por supuesto que el diablo es de naturaleza espiritual, pues “aunque perdió la bienaventuranza, no perdió la naturaleza semejante a la de los ángeles” (SAN GREGORIO MAGNO, Moral. in Job 2, 4: ML 75, 557). Por tanto, es naturalmente superior al hombre, de cuya posibilidad de salvación tiene envidia. Ésta le mueve a tramar todo tipo de tentaciones para inducirnos al mal moral. A veces, provoca también el mal físico: “Los dolores corporales en muchas ocasiones son provocados por los ángeles de Satanás; pero no pueden hacerlo sino con permiso divino” (SAN AGUSTÍN, In Ps. 130, 7: ML 37, 1708)[3]. Se llega a la convicción de que las enfermedades son alteraciones somáticas causadas por el diablo. Al administrar el sacramento de la unción de los enfermos, se unge la parte enferma, al mismo tiempo que se exorcisa al diablo para que deje de actuar en ella. Para inducir al pecado, actúa a través de su acción en el cuerpo o en las potencias del alma. Pero no hay que tenerle miedo: “Puede ladrar, puede solicitar, pero no puede morder sino al que quiera ser mordido” (SAN AGUSTÍN: ML 39, 1820). Para eludir sus trucos tiene fuerza especial la señal de la cruz; también se menciona con preferencia la eficacia del ayuno.

En la época del Bajo Imperio pululan supersticiones, actos de magia, de adivinación y de hechicería que, según la mentalidad popular, tienen mucho que ver con la actuación abierta o encubierta del diablo. Incluso algunos escritores cultos de aquel tiempo admiten como posibles ciertas leyendas paganas, como que haya hechicerías que mediante determinados alimentos convierten en animales de carga a los hombres, así como que las brujas tienen poderes ocultos, conferidos por Satanás, para causar males diversos. Hasta en la corte imperial se practican la magia, la brujería y las adivinaciones. (Relatos de los hechos más inverosímiles se dan por buenos y proporcionarán temas que se encargarán de transmitir algunos historiadores medievales, por ejemplo, Vicente de Beauvais. La abundancia de leyes contra las artes mágicas, por sus implicaciones con el demonio demuestra que, sobre todo a partir de las invasiones de los bárbaros, todo lo relacionado con la acción diabólica cobra creciente importancia).

En la Edad Media:

En la alta Edad Media se multiplican las prohibiciones civiles y eclesiásticas contra todo tipo de magia y de trato con el diablo. Si se prohíbe invocar a los demonios, realizar maleficios (por ejemplo, provocar la pedradas sobre las cosechas, enamorar o desamorar, hacer que se retire la leche de las ovejas o de las vacas, “el mal de ojo”), hacer y usar talismanes, preparar venenos, etc., en connivencia con el supuesto que el diablo puede servirse de aquellos que le rinden su voluntad como de instrumentos para realizar obras maravillosas, pero nefastas. Los predicadores y escritores, cuando abordan el tema, se dividen: unos niegan sin más la realidad de los efectos atribuidos a magos, hechiceros y brujas; otros dan crédito a tales cosas, pero las atribuyen a intervención del diablo. Todos proscriben esas prácticas de raíz pagana, pero no logran acabar con ellas.

Se ha escrito mucho a este propósito sobre el miedo del hombre medieval, que está persuadido de que el demonio le acosa. La verdad es que no todo se reduce a credulidad, basada en la ignorancia y en la herencia de viejas supersticiones. El Medioevo tiene también la convicción de que el diablo ha sido vencido por Cristo: eso da la suficiente seguridad para burlarse de Satanás. Muchos canecillos románicos y no pocas gárgolas del gótico son caricaturas del diablo ridiculizado. Otro tanto habría que decir de algunas representaciones teatrales, de la pintura y hasta de la poesía. Monstruos y bestias horribles, monos negros, aves de rapiña, sátiros repugnantes, casi siempre con gestos de odio o de envidia, en las representaciones plásticas del desprecio y de la burla por parte de los cristianos. Hasta nuestros días han llegado costumbres populares que, en días de fiesta, manifiestan desde la Edad Media la alegría de apalear y aún quemar representaciones grotescas del diablo. (Me permito sugerir a este respecto ver la clásica película “El Séptimo sello” de Igmar Bergman para encontrar muchas de estas descripciones en los personajes de la película, hay un cine que no sufre el paso del tiempo.)

La literatura sobre estos temas contribuye a la difusión de cierto espíritu morboso, que encierra además el atractivo de lo prohibido. Lo real y lo ilusorio se mezclan en el caldo de cultivo de la credulidad y de la ignorancia religiosa.

Las doctrinas cátaras motivaron que el concilio Lateranense IV hablara sobre la naturaleza y el pecado del diablo. Por su parte, la teología del siglo XIII, que tiene su máximo representante en Santo Tomás de Aquino ( 1274), quien desarrolla su demonología a partir de loa datos bíblicos, la enseñanza patrística y la enseñanza del Magisterio de la Iglesia. El eje de sus especulaciones es el ya conocido: los demonios son ángeles caídos que, por permisión divina, inducen al hombre a pecar y, además, pueden causarle males físicos.

Trata el tema en diversas ocasiones, pero merecen citarse especialmente las cuestiones 63 y 64 de la primera parte de la Suma teológica, sobre la maldad de los ángeles pecadores, en cuanto a la culpa, y sobre el castigo de los demonios, cuestiones con las que cierra su angelología. Resumiendo podemos decir: La naturaleza angélica, puramente espiritual pero limitada y, por tanto, defectible, hace pensar al Angélico que el pecado de los ángeles rebeldes fue de soberbia, aunque, por vía de consecuencia, pudieron pecar también de envidia: quisieron ocupar el puesto del Creador. Por ser sustancias intelectuales, su naturaleza no puede ser mala; toda su maldad les viene de haber pecado, al ejercer desordenadamente su libertad. Piensa que este pecado tuvo lugar inmediatamente después de la creación de los ángeles. Considera probable que el principal de los ángeles pecadores fuera el más eximio entre todos; éste, Lucifer, persuadió a otros para que se unieran a él en la rebelión contra Dios. El pecado de los demonios no cambió su naturaleza angélica; de ahí que conserven su capacidad de conocimiento natural, muy superior a la capacidad del hombre. Al pecar perdieron la gracia y, por lo tanto, la capacidad de actos sobrenaturales propiamente dichos. Son incapaces de penitencia y están obstinados para siempre en el mal, porque su voluntad se adhiere totalmente al objeto elegido _en este caso, a la rebelión contra Dios_, lo cual hace que se adhieran de un modo fijo e inmutable. Por consiguiente, no pueden realizar acto alguno moralmente bueno. Están, por tanto, en estado de condenación eterna, apartados culpablemente de Dios, lo cual constituye el mayor de los tormentos. En cuanto al lugar en que sufren su eterna frustración, los demonios tiene “dos lugares de tormento: uno por razón de su culpa, y éste es el infierno, y otro por razón del ejercicio a que someten a los hombres, y para esto deben ocupar la atmósfera tenebrosa... Mas, a partir del día del juicio, todos los malos, sean hombres o ángeles, estarán en el infierno” (1 q. 64 a. 4).

Desde el Renacimiento hasta hoy:

Desde la baja Edad Media el diablo sigue jugando un papel importante en la vivencia popular. Más que como tentador, es temido por sus intervenciones físicas de carácter extraordinario. La caza de brujas en Europa, buen número de procesos inquisitoriales, las representaciones artísticas e incluso los escritos de moralistas y de autores espirituales reflejan e indirectamente fomentan la propensión a sospechar la intervención diabólica con excesiva facilidad.

Los escritores, casi siempre moralizantes, van en una doble dirección: a) escepticismo con respecto a la realidad de los fenómenos extraordinarios en materia de magia y brujería; b) atribuir a engaño diabólico lo que, sucedido o imaginado, no pueda tener explicación natural.

La descripción de esos fenómenos, de los medios utilizados y de sus efectos se encuentra en infinidad de textos. He aquí uno del papa Inocencio VIII: “Recientemente hemos sabido con gran disgusto que, en algunas partes del norte de Alemania, así como en las provincias, ciudades, tierras, lugares y diócesis de Maguncia, Colonia, Tréveris, Salzburgo y Bremen, muchas personas de ambos sexos, olvidándose de su salvación y apartándose de la fe católica, cometen abusos con demonios incubos y súcubos; y con sus encantamientos, hechizos, conjuros y mediante otros nefandos, supersticiosos y sortílegos excesos, crímenes y delitos, ahogan, hacen y procuran que perezcan los niños recién nacidos, los fetos de los animales, las cosechas, las uvas y los frutos de los árboles, así como hombres, mujeres, ganados, rebaños y otros animales diversos; las viñas, huertas, prados, pastizales, trigos, cereales y legumbres; afligen y atormentan con atroces dolores y torturas, tanto interiores como exteriores, a esos mismos hombres, mujeres, jumentos, bestias, rebaños y animales; impiden a los hombres engendrar y a las mujeres concebir y que puedan los maridos pagar el débito conyugal a las mujeres y éstas a sus maridos; además, reniegan de la fe que recibieron en el santo bautismo; no temen cometer y perpetrar, por instigación del enemigo del género humano, otros muchos excesos y crímenes nefandos, con peligro de sus almas, ofensa de la divina Majestad y pernicioso ejemplo y escándalo de muchos” (Bula Summis desiderantes affectibus, 5 de diciembre 1484: Bullar. Rom., V, 297).

Durante el Renacimiento y hasta fines del siglo XVII abundan los astrólogos y adivinos, a quienes se supone en pacto con el diablo; se teme o se busca a discípulos y discípulas de la Celestina, duchos en pócimas, conjuros y filtros amorosos que surten efecto por arte diabólica; sigue hablándose de brujas que cabalgan sobre sus escobas o a lomos de animales inmundos, la noche del viernes al sábado, para celebrar aquelarres bajo la presidencia del diablo en forma de macho cabrío; corren leyendas acerca de los lugares concretos de tales reuniones; los efectos de ciertos alucinógenos se atribuyen con frecuencia a intervención de Satanás, así como algunos fenómenos de hipnosis o de histerismo; se celebran misas negras; se dan casos de satanismo, cuyas prácticas suelen ser inversión de los ritos cristianos, a los que se añade, a veces, un crimen ritual; se imprimen en Francia misales para este culto satánico.

Lutero fue uno de los más convencidos de la realidad de la intervención diabólica para explicar cualquier tipo de desgracias. Sin llegar a tanto, los autores católicos más representativos mencionan habitualmente al diablo, aunque cargan más el acento en su papel de tentador, que dificulta la vida cristiana y, sobre todo, la perfección espiritual. San Ignacio de Loyola, en la meditación “de dos banderas”, dentro de los Ejercicios espirituales, presenta Lucifer, “mortal enemigo de nuestra humana natura”, como antagonista de Cristo; le imagina “así como si se asentase... en una grande cátedra de fuego y humo, en figura horrible y espantosa”; considera “cómo hace llamamiento de innumerables demonios y cómo los esparce a los unos en tal ciudad y a los otros en otra, y así por todo el mundo...; y cómo los amonesta para echar redes y cadenas”, a fin de que tienten a los hombres hacia la codicia, el honor y la soberbia y, “destos tres escalones induce a todos los otros vicios”.

San Francisco Javier, al narrar las peripecias de un viaje por los mares de China, identifica los ídolos con el demonio y advierte que “más se ha de temer la desconfianza en Dios que el miedo al enemigo” (=diablo)[4]. San Juan de la Cruz alude con frecuencia a las insidias del diablo en la vida espiritual: “Quiere que, como él es ciego, también el alma lo sea” (Llama 3, 3, 23)[5]. Parece que en alguna ocasión actuó como exorcista. Santa Teresa cuenta que en Ávila había sacado “de una persona tres legiones de demonios, y les mandó en virtud de Dios que dijesen su nombre y al punto obedecieron” (Cartas73- 5A)[6]; sin embargo, cuando examinó a una religiosa a la que la comunidad creía posesa, dictaminó que no tenía demonio “sino sobra de melancolía”. Por su parte, Santa Teresa de Jesús narra cómo la molestaba el demonio con “tentaciones y turbaciones interiores y secretas” y con “otras que hacía casi públicas, en que no se podía ignorar que era él”. Le describe como “un negrillo muy abominable”. “Yo, como le vi, reíme y no hube miedo” (Libro de su vida c. 31). No da gran importancia a los demonios: El caso es que yo tengo tan entendido su poco poder _si yo no soy contra Dios_ que casi ningún temor los tengo; porque no son nada sus fuerzas, si no ven almas rendidas a ellos y cobardes, que aquí muestran ellos su poder” (ibid.). El demonio actúa con preferencia en la imaginación; en ella “hace el demonio sus saltos y engaños” (Moradas 5, 3, 10). Los ahuyenta mediante la señal de la cruz y, sobre todo, con agua bendita.

Sería interesante pasar revista a otros muchos representantes de la teología, de la espiritualidad y de las letras, así como seguir los derroteros de las corrientes artísticas. La seriedad de los teólogos se ve desbordada por la imaginación de los artistas, quienes encuentran en el diablo y sus satélites una cantera inagotable para sus composiciones, algunas tan curiosas como la representación de la batalla entre ángeles buenos y malos, con corazas, armas y pertrechos de guerra propios de la época. Por otra parte, la abundancia de escritos dedicados a reprobar supersticiones y hechicerías, en cuya trastienda se afirma o se supone la acción diabólica, indica los vericuetos por los que discurría la credulidad del pueblo.

Desde el siglo XVIII, la generalización de una actitud más crítica, así como la ingenua esperanza de explicarlo todo mediante las ciencias positivas, provoca un giro radical. No sólo se ponen en duda y hasta se niegan a priori las manifestaciones externas del poder del diablo, sino que muchos dejan de admitir la existencia de Satanás, relegándole a la condición de mera personificación del mal. Es un movimiento pendular en el que, por muy diversos motivos, algunos sedicentes intelectuales niegan los datos fundamentales de la revelación, en esta materia como en otras.

Es un proceso que culmina en la negación rotunda que en nuestros días suscriben algunos exégetas y teólogos, partidarios de la desacralización indiscriminada. Aunque el P. Feijoo no exageraba al decir que entre la gente rústica “es comunismo atribuir a la hechicería mil cosas que en ninguna manera exceden las facultades de la naturaleza o del arte” (Cartas eruditas, IV, Madrid 1774, 292) y aunque Goya, en sus Caprichos, se burlara con fundamento de la tramoya brujeril, lo cierto es que el espíritu volteriano con que muchos hicieron la crítica de lo diabólico sirvió para negar de raíz los datos ciertos que, en esta materia, mantuvo y mantiene el Magisterio de la Iglesia, máxima censora, por otra parte, de supersticiones y hechicerías carentes de base racional. Bajo barniz de ciencia se adoptaron y se adoptan posiciones cerriles y anticientíficas.

Es curioso que, a pesar de todo, por obra de algunas sociedades secretas y de ciertas aberraciones religiosas, haya persistido e incluso aumentado el satanismo. La exaltación del diablo ha tenido portavoces tan conocidos como Hoffman (1822) o Carducci (1907), autor éste último de un célebre Himno a Satanás. En el siglo XIX la figura del diablo ha sido magnificada de diversas maneras; la moda en ambientes propios del “siglo de las luces” explica, por ejemplo, la estatua del ángel caído, de Ricardo Bellver, en el Retiro de Madrid. Pero el satanismo ha cobrado vuelos en el siglo XX, a través de sectas que, sobre todo en Inglaterra, Italia y Estados Unidos, agrupan a varios miles de adeptos. Dentro de una gran variedad de formas de adoración satánica suele encontrarse el común denominador de remedar los ritos cristianos y practicar obscenidades[7]. También se han dado casos en los que ha tenido que intervenir la policía con motivo de crímenes rituales.

Equipo de redacción: "En el Desierto"


[1] Cf. Padres apostólicos. Edición bilingüe preparada por D. Ruiz Bueno (BAC, Madrid, 1979).

[2] R. TREVIJANO, En lucha contra las potestades (Vitoria 1968), p. 169.

[3] Obras de San Agustín. Tomo XXII: Enarraciones sobre los salmos. Edición bilingüe preparada por B. Martín (BAC, Madrid 1967) p. 423.

[4] Cartas y escritos de San Francisco Javier (BAC, Madrid 1979) p. 367.

[5] Vida y obras de San Juan de la Cruz.por C. de Jesús, M. del Niño Jesús y L. Ruano (BAC, Madrid 1978).

[6] Obras completas de Santa Teresa de Jesús. Edición preparada por E. De la Madre de Dios O. Steggink (BAC, Madrid 1979).

[7] Cf. G. PRIETO CIENFUEGOS, El culto al demonio en los Estados Unidos: “Ecclesia” n. 2001 (1980) 1276.