(Para la presente reflexión nos servimos de algunos parágrafos extraídos del artículo “El ojo y las Lágrimas” de ROBERT LE GAILLE, OSB, publicado en Cuadernos Monásticos en el número 92, a quienes agradecemos el copioso aporte que trimestralmente ofrecen en cada cuaderno.)
El camino de la santidad el que se recorre en la senda de la pureza del corazón y del don de las lágrimas.
En cuanto a la pureza del corazón es bueno que veamos lo que nos dice Robert Le Galle. “La tradición monástica se originó en Egipto al final de las grandes persecuciones que marcaron el comienzo de la historia de la Iglesia. En la segunda mitad del siglo IV, los solitarios del Alto y del Bajo Egipto ejercían una poderosa atracción sobre el mundo que acababa de aceptar el cristianismo. Dos jóvenes venidos de Occidente, Casiano y Germán, van a Palestina y se inician en la vida monástica en Belén alrededor del año 380; allí organizan juntos un viaje a Egipto, para completar su formación junto a los Padres del monacato; el periplo durará siete años. La crisis origenista los hace volver a Palestina. Luego, diversos acontecimientos los conducirán a Constantinopla, junto a San Juan Crisóstomo, y de allí a Roma. Después del 415, Casiano se halla en Marsella, donde funda dos monasterios. Su experiencia directa del monacato tal como se practicaba en Egipto, Palestina y Constantinopla, le permitió escribir dos libros que ejercieron gran influencia sobre todo el desarrollo de la vida monástica en Occidente: el primero, titulado Las Instituciones cenobíticas, detalla la estructura de la vida de los monjes, mientras que el segundo -las célebres Conferencias- trata sobre su espiritualidad
La primera de las Conferencias, la que Casiano y Germán recogieron de labios de abba Moisés, está dedicada al objetivo y al fin último del monje. A los antiguos les gustaba el viejo procedimiento de la mayéutica, y planteaban muchas preguntas. ¿Por qué estos jóvenes visitantes se habían hecho monjes? -A causa del Reino de los cielos, responden. Ante lo cual abba Moisés hace una distinción entre el fin último, que ciertamente es el Reino de Dios, y el objetivo más inmediato que se debe perseguir, es decir la pureza de corazón.
El fin último de nuestra profesión es el reino de Dios o reino de los cielos, es cierto, pero nuestro blanco o sea nuestro objetivo inmediato es la pureza de corazón. Sin ella es imposible alcanzar ese fin. Concentrando, pues, la mirada en ese objetivo primario, corremos derechamente hacia aquel fin, como por una línea recta netamente determinada.
El solitario de Escete recurre a un texto de San Pablo para identificar el fin con la vida eterna y el objetivo con la santidad: “Vuestro objetivo es la pureza de corazón, y tenéis por fin la vida eterna” (cf. Rm 6, 22). Por tanto, la pureza de corazón es la santidad. Más adelante, haciendo eco al himno de la caridad de la Primera Carta a los Corintios, precisa que la caridad “no está sino en la pureza de corazón”. En efecto, todo lo que el Apóstol canta acerca del amor, “¿qué otra cosa es sino ofrecer continuamente a Dios un corazón puro y sin mancilla y guardarlo intacto de toda pasión?”. Otra “reminiscencia”: “Este debe ser nuestro objetivo principal y el designio constante de nuestro corazón: que nuestra alma esté continuamente adherida a Dios y a las cosas divinas”; lo cual nos asemeja a María de Betania. Las múltiples obras de la caridad fraterna -”de la vida activa”, dice abba Moisés- son sólo de este mundo.
Cesarán en el siglo futuro pues no habrá ya diferencia que pueda hacerlas necesarias ni justificar por lo mismo su existencia. Los que las ejercitaban pasarán de la multiplicidad de la vida activa a la caridad de Dios y a la contemplación de las cosas divinas, en una eterna pureza de corazón. A esta virtud se han dado por entero en este mundo -reuniendo todas sus energías y conjugándolas en un único esfuerzo- aquellos que arden en deseos de conocer la ciencia de Dios y de purificar su alma. Consagrándose de lleno, mientras vivían en esta carne mortal, al oficio sublime en que se emplearán después de terminada esta vida corruptible, vendrán a gozar de la realidad de aquella promesa de nuestro Salvador, que dice: Bienaventurados los corazones puros, porque ellos verán a Dios.
El tratado de espiritualidad monástica que constituyen las Conferencias de Casiano se abre, pues, con la pureza de corazón, que es el objetivo del monje aquí abajo. No es aún la visión de Dios, que está reservada al mundo futuro, pero ya es unión con Dios, puesto que es sinónimo de santidad, de caridad, de contemplación. Podríamos decir que la pureza de corazón es, de manera dispositiva, lo que estas últimas son de manera perfectiva. El corazón puro está atento para quitar todos los obstáculos capaces de entenebrecer la morada interior donde Dios quiere habitar. En sus dos obras, Casiano se refiere constantemente a las pasiones que infestan el alma y la turban, tornándola inepta para el amor y la contemplación de Dios. La pureza de corazón es el estado de un alma liberada de sus pasiones, disponible para escuchar las sugerencias del Espíritu Santo; ella no ve a Dios, pero como un lago de superficie tranquila, puede reflejar la belleza de Dios, puede realmente devenir su imagen.
Es notorio que la pureza de corazón de que hablamos sobrepasa ampliamente a la pureza en sentido moral, que abarca todo lo concerniente al dominio del cuerpo y de la sexualidad. En la boca y en el espíritu del Señor, como en la tradición bíblica que él lleva a su perfección, la pureza celebrada en la sexta bienaventuranza desborda las exigencias del sexto mandamiento (Ex 20, 14), aunque las incluye. Más allá de la pureza ritual, original, y de la pureza moral, la pureza de corazón es la cualidad de una tierra buena, de una tierra blanda donde la palabra de Dios penetra y fructifica (Mt 13, 23; Jn 15, 3); la caridad, que es la presencia viva y operante, dominante, de Dios en el alma, puede entonces proceder de ella, seguida de los otros frutos del Espíritu (Ga 5, 22-23). Se comprende por tanto que la visión de Dios esté prometida a aquellos en quienes Dios habita por su amor plenamente recibido. (…)
Es Dios mismo quien, por medio de la Sagrada Escritura, invita al monje a la felicidad, como Jesús convidaba a la bienaventuranza a los judíos que lo escuchaban en la montaña. Atento a la palabra de Dios, el monje abre los ojos a la “luz deífica”, expresión difícil de traducir, y que podemos parafrasear así: la frecuentación de las Escrituras ilumina el corazón y lo modela según la imagen de Dios, tornándolo “deiforme”. “Levantémonos pues de una vez; que la Escritura nos espabila diciendo: Ya es hora de despertarnos del sueño’. Y abriendo nuestros ojos a la luz de Dios, escuchemos atónitos lo que cada día nos advierte la voz divina que clama: ‘Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones”.
Pero la Escritura que pone en nuestro corazón el deseo de ver a Dios, indica también las condiciones de esta visión beatificante. Se citan los Salmos 33 y 14 para llevarnos a evitar el mal y hacer el bien; evitar principalmente lo que puede perjudicar al prójimo, y hacerle todo el bien que podemos.
Hay que convertirse al Señor, es decir, volverse totalmente hacia él, para ser purificado de los pecados. Esta llamada evangélica primordial a la conversión, que interesa a todos los cristianos, encuentra un eco particular en el monje. Para todos la conversión implica alejarse del pecado y hacer el bien; también para el monje, que debe purificarse de sus vicios y de sus pecados y practicar las buenas obras que vienen de Dios.
La purificación del corazón y del cuerpo, específica del monje, se realiza por la obediencia; la obediencia a los mandamientos de Dios, a una regla y a un Padre.
En cuanto a las lágrimas purificadoras podemos decir con Robert le Galle que: la asociación de las lágrimas con la pureza de corazón cuando se trata de la oración, no es fortuita en la Regla de San Benito. Para el Padre de los monjes de Occidente, oración y lágrimas van juntas. Cuando San Gregorio Magno narra su vida, en el segundo libro de los Diálogos, nos lo presenta esencialmente con los rasgos de un hombre de Dios, es decir de un hombre de oración, siempre sumergido en la intimidad de su Dios y a veces adornado con el don de lágrimas.
¿Qué es la compunción? Es el dolor permanente y apacible que la conciencia de su condición pecadora mantiene vivo en el corazón del monje. El corazón “pinchado” -tal es el sentido primero del verbo latino pungere-, está dolorido por el sentimiento de su pecado; lejos de sentirse “pinchado” por el orgullo, es tocado, herido por la pena de haber entristecido al Espíritu Santo (Ef 4, 30). La palabra “compunción” es casi sinónima de la palabra “contrición”, más conocida: el corazón contrito es el que se siente “quebrantado”, por la conciencia de sus faltas. ¿Quién no conoce el célebre versículo del Miserere: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias (Sal 50, 10)?
Sabemos también que conviene distinguir la contrición imperfecta, que es inspirada por el temor de los castigos divinos, de la contrición perfecta, nacida del amor de Dios. La compunción, como la contrición verdadera, es un fruto de la caridad, un efecto de la presencia del Espíritu Santo en el corazón: es la pena profunda de haber apenado a Dios. Si es verdad que la contrición perfecta, aun antes de la confesión sacramental que la autentica y garantiza, perdona los pecados, es fácil comprender que la compunción purifica al monje de sus faltas: las lágrimas de la compunción purifican el corazón del monje.
En el capítulo 49 de R. B., sobre la observancia de la Cuaresma, San Benito recomienda al monje guardar, por lo menos durante este tiempo privilegiado, la pureza de vida que debería tener en todo tiempo. Para que esto sea así, da la siguiente línea de conducta: “Lo cual cumpliremos dignamente si reprimimos todos los vicios y nos entregamos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia”. Durante la Cuaresma, más que nunca, el monje debe dedicarse a la oración con lágrimas y a la compunción del corazón: expresiones que tienen el mismo sentido. Si las cotejamos con las del capítulo 20, constatamos con qué facilidad San Benito pasa de una a otra, lo que muestra la unidad de su pensamiento. En el capítulo sobre la “reverencia en la oración”, nos aseguraba que seremos escuchados si nuestra oración se hace “con pureza de corazón y las lágrimas de la compunción”; aquí, en el capítulo sobre “la observancia de la Cuaresma”, nos invita a practicar “la oración con lágrimas y la compunción del corazón”. En el primer caso, “corazón” es aposición de “pureza”; en el segundo, está ligado a la compunción. Además en el primer texto, se dice de la compunción, literalmente, “compunción con lágrimas”; en el segundo, es de la oración de la que se dice “oración con lágrimas”. Oración, pureza, corazón, lágrimas, todo esto es una sola cosa para “el hombre de Dios, Benito”.
Lo constatamos una vez más en el capítulo 52 sobre el “oratorio del monasterio”, precedentemente evocado: el monje es invitado a entrar allí “sencillamente para orar”, “no en alta voz, sino con lágrimas y fervor del corazón”. Nuevamente se hallan reunidos los mismos elementos: oración, corazón, lágrimas; sólo el fervor reemplaza a la pureza, pero el sentido es el mismo: el fervor del corazón está ligado con las lágrimas de la compunción.
Nos falta citar un último texto de la Regla para acabar de mostrar la unidad profunda del pensamiento de San Benito. Se trata de tres instrumentos de las buenas obras, que aparecen seguidos en la larga lista del capítulo 4: son los instrumentos del arte espiritual que el monje debe esforzarse por manejar en el taller que es el monasterio. He aquí las tres máximas que nos interesan: Postrarse con frecuencia para orar. Confesar cada día a Dios en la oración con lágrimas y gemidos las culpas pasadas. Y de esas mismas culpas purificarse en adelante. Esta trilogía de máximas es notable, pues la oración con lágrimas es presentada como el corazón de la oración frecuente, en relación con la purificación de los pecados. Una vez más están reunidas: oración, lágrimas y pureza.
Es necesario comprender bien que no se invita al monje a una contemplación morbosa de sus pecados. Nunca es bueno contemplar el mal, porque nos produce vértigo. San Benito lo explica bien: a Dios es a quien hay que confesar cada día los pecados; el remordimiento es negativo y vuelve al pecador sobre sí mismo, para desalentarlo más. Pero cuando darnos a Dios nuestros pecados, cuando nos atrevemos a ofrecérselos, porque sólo él puede perdonarlos, hacemos a su respecto uno de los más grandes actos de amor. En la oración, el monje adhiere a su Dios: no se mira a sí mismo, no detalla sus pecados, no vuelve sobre ellos por una especie de complacencia malsana; le ofrece su conciencia dolorida por haberlo apenado. Sus lágrimas, su compunción, son un efecto de la caridad derramada en su corazón por el Espíritu Santo.
¿No es esto un eco fiel de la doctrina de Evagrio Póntico (346-399), el maestro de Casiano, en su Tratado de la oración? He aquí lo que escribe: “Pide ante todo recibir el don de lágrimas para ablandar, por la compunción, la rudeza de tu alma, de modo que, confesando contra ti mismo tu iniquidad al Señor, obtengas de él el perdón”. No pensemos que el monje tiene necesidad de estas lágrimas purificaderas sólo en los primeros tiempos de su “conversión”. Durante toda su vida, ellas serán la fuente regeneradora donde la pureza de su corazón se renovará sin cesar: “Si piensas que no te hace falta llorar tus pecados en la oración, considera cuánto te has alejado de Dios, debiendo haber permanecido siempre en él. Entonces llorarás con más ardor”.
El camino de la santidad el que se recorre en la senda de la pureza del corazón y del don de las lágrimas.
En cuanto a la pureza del corazón es bueno que veamos lo que nos dice Robert Le Galle. “La tradición monástica se originó en Egipto al final de las grandes persecuciones que marcaron el comienzo de la historia de la Iglesia. En la segunda mitad del siglo IV, los solitarios del Alto y del Bajo Egipto ejercían una poderosa atracción sobre el mundo que acababa de aceptar el cristianismo. Dos jóvenes venidos de Occidente, Casiano y Germán, van a Palestina y se inician en la vida monástica en Belén alrededor del año 380; allí organizan juntos un viaje a Egipto, para completar su formación junto a los Padres del monacato; el periplo durará siete años. La crisis origenista los hace volver a Palestina. Luego, diversos acontecimientos los conducirán a Constantinopla, junto a San Juan Crisóstomo, y de allí a Roma. Después del 415, Casiano se halla en Marsella, donde funda dos monasterios. Su experiencia directa del monacato tal como se practicaba en Egipto, Palestina y Constantinopla, le permitió escribir dos libros que ejercieron gran influencia sobre todo el desarrollo de la vida monástica en Occidente: el primero, titulado Las Instituciones cenobíticas, detalla la estructura de la vida de los monjes, mientras que el segundo -las célebres Conferencias- trata sobre su espiritualidad
La primera de las Conferencias, la que Casiano y Germán recogieron de labios de abba Moisés, está dedicada al objetivo y al fin último del monje. A los antiguos les gustaba el viejo procedimiento de la mayéutica, y planteaban muchas preguntas. ¿Por qué estos jóvenes visitantes se habían hecho monjes? -A causa del Reino de los cielos, responden. Ante lo cual abba Moisés hace una distinción entre el fin último, que ciertamente es el Reino de Dios, y el objetivo más inmediato que se debe perseguir, es decir la pureza de corazón.
El fin último de nuestra profesión es el reino de Dios o reino de los cielos, es cierto, pero nuestro blanco o sea nuestro objetivo inmediato es la pureza de corazón. Sin ella es imposible alcanzar ese fin. Concentrando, pues, la mirada en ese objetivo primario, corremos derechamente hacia aquel fin, como por una línea recta netamente determinada.
El solitario de Escete recurre a un texto de San Pablo para identificar el fin con la vida eterna y el objetivo con la santidad: “Vuestro objetivo es la pureza de corazón, y tenéis por fin la vida eterna” (cf. Rm 6, 22). Por tanto, la pureza de corazón es la santidad. Más adelante, haciendo eco al himno de la caridad de la Primera Carta a los Corintios, precisa que la caridad “no está sino en la pureza de corazón”. En efecto, todo lo que el Apóstol canta acerca del amor, “¿qué otra cosa es sino ofrecer continuamente a Dios un corazón puro y sin mancilla y guardarlo intacto de toda pasión?”. Otra “reminiscencia”: “Este debe ser nuestro objetivo principal y el designio constante de nuestro corazón: que nuestra alma esté continuamente adherida a Dios y a las cosas divinas”; lo cual nos asemeja a María de Betania. Las múltiples obras de la caridad fraterna -”de la vida activa”, dice abba Moisés- son sólo de este mundo.
Cesarán en el siglo futuro pues no habrá ya diferencia que pueda hacerlas necesarias ni justificar por lo mismo su existencia. Los que las ejercitaban pasarán de la multiplicidad de la vida activa a la caridad de Dios y a la contemplación de las cosas divinas, en una eterna pureza de corazón. A esta virtud se han dado por entero en este mundo -reuniendo todas sus energías y conjugándolas en un único esfuerzo- aquellos que arden en deseos de conocer la ciencia de Dios y de purificar su alma. Consagrándose de lleno, mientras vivían en esta carne mortal, al oficio sublime en que se emplearán después de terminada esta vida corruptible, vendrán a gozar de la realidad de aquella promesa de nuestro Salvador, que dice: Bienaventurados los corazones puros, porque ellos verán a Dios.
El tratado de espiritualidad monástica que constituyen las Conferencias de Casiano se abre, pues, con la pureza de corazón, que es el objetivo del monje aquí abajo. No es aún la visión de Dios, que está reservada al mundo futuro, pero ya es unión con Dios, puesto que es sinónimo de santidad, de caridad, de contemplación. Podríamos decir que la pureza de corazón es, de manera dispositiva, lo que estas últimas son de manera perfectiva. El corazón puro está atento para quitar todos los obstáculos capaces de entenebrecer la morada interior donde Dios quiere habitar. En sus dos obras, Casiano se refiere constantemente a las pasiones que infestan el alma y la turban, tornándola inepta para el amor y la contemplación de Dios. La pureza de corazón es el estado de un alma liberada de sus pasiones, disponible para escuchar las sugerencias del Espíritu Santo; ella no ve a Dios, pero como un lago de superficie tranquila, puede reflejar la belleza de Dios, puede realmente devenir su imagen.
Es notorio que la pureza de corazón de que hablamos sobrepasa ampliamente a la pureza en sentido moral, que abarca todo lo concerniente al dominio del cuerpo y de la sexualidad. En la boca y en el espíritu del Señor, como en la tradición bíblica que él lleva a su perfección, la pureza celebrada en la sexta bienaventuranza desborda las exigencias del sexto mandamiento (Ex 20, 14), aunque las incluye. Más allá de la pureza ritual, original, y de la pureza moral, la pureza de corazón es la cualidad de una tierra buena, de una tierra blanda donde la palabra de Dios penetra y fructifica (Mt 13, 23; Jn 15, 3); la caridad, que es la presencia viva y operante, dominante, de Dios en el alma, puede entonces proceder de ella, seguida de los otros frutos del Espíritu (Ga 5, 22-23). Se comprende por tanto que la visión de Dios esté prometida a aquellos en quienes Dios habita por su amor plenamente recibido. (…)
Es Dios mismo quien, por medio de la Sagrada Escritura, invita al monje a la felicidad, como Jesús convidaba a la bienaventuranza a los judíos que lo escuchaban en la montaña. Atento a la palabra de Dios, el monje abre los ojos a la “luz deífica”, expresión difícil de traducir, y que podemos parafrasear así: la frecuentación de las Escrituras ilumina el corazón y lo modela según la imagen de Dios, tornándolo “deiforme”. “Levantémonos pues de una vez; que la Escritura nos espabila diciendo: Ya es hora de despertarnos del sueño’. Y abriendo nuestros ojos a la luz de Dios, escuchemos atónitos lo que cada día nos advierte la voz divina que clama: ‘Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones”.
Pero la Escritura que pone en nuestro corazón el deseo de ver a Dios, indica también las condiciones de esta visión beatificante. Se citan los Salmos 33 y 14 para llevarnos a evitar el mal y hacer el bien; evitar principalmente lo que puede perjudicar al prójimo, y hacerle todo el bien que podemos.
Hay que convertirse al Señor, es decir, volverse totalmente hacia él, para ser purificado de los pecados. Esta llamada evangélica primordial a la conversión, que interesa a todos los cristianos, encuentra un eco particular en el monje. Para todos la conversión implica alejarse del pecado y hacer el bien; también para el monje, que debe purificarse de sus vicios y de sus pecados y practicar las buenas obras que vienen de Dios.
La purificación del corazón y del cuerpo, específica del monje, se realiza por la obediencia; la obediencia a los mandamientos de Dios, a una regla y a un Padre.
En cuanto a las lágrimas purificadoras podemos decir con Robert le Galle que: la asociación de las lágrimas con la pureza de corazón cuando se trata de la oración, no es fortuita en la Regla de San Benito. Para el Padre de los monjes de Occidente, oración y lágrimas van juntas. Cuando San Gregorio Magno narra su vida, en el segundo libro de los Diálogos, nos lo presenta esencialmente con los rasgos de un hombre de Dios, es decir de un hombre de oración, siempre sumergido en la intimidad de su Dios y a veces adornado con el don de lágrimas.
¿Qué es la compunción? Es el dolor permanente y apacible que la conciencia de su condición pecadora mantiene vivo en el corazón del monje. El corazón “pinchado” -tal es el sentido primero del verbo latino pungere-, está dolorido por el sentimiento de su pecado; lejos de sentirse “pinchado” por el orgullo, es tocado, herido por la pena de haber entristecido al Espíritu Santo (Ef 4, 30). La palabra “compunción” es casi sinónima de la palabra “contrición”, más conocida: el corazón contrito es el que se siente “quebrantado”, por la conciencia de sus faltas. ¿Quién no conoce el célebre versículo del Miserere: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias (Sal 50, 10)?
Sabemos también que conviene distinguir la contrición imperfecta, que es inspirada por el temor de los castigos divinos, de la contrición perfecta, nacida del amor de Dios. La compunción, como la contrición verdadera, es un fruto de la caridad, un efecto de la presencia del Espíritu Santo en el corazón: es la pena profunda de haber apenado a Dios. Si es verdad que la contrición perfecta, aun antes de la confesión sacramental que la autentica y garantiza, perdona los pecados, es fácil comprender que la compunción purifica al monje de sus faltas: las lágrimas de la compunción purifican el corazón del monje.
En el capítulo 49 de R. B., sobre la observancia de la Cuaresma, San Benito recomienda al monje guardar, por lo menos durante este tiempo privilegiado, la pureza de vida que debería tener en todo tiempo. Para que esto sea así, da la siguiente línea de conducta: “Lo cual cumpliremos dignamente si reprimimos todos los vicios y nos entregamos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia”. Durante la Cuaresma, más que nunca, el monje debe dedicarse a la oración con lágrimas y a la compunción del corazón: expresiones que tienen el mismo sentido. Si las cotejamos con las del capítulo 20, constatamos con qué facilidad San Benito pasa de una a otra, lo que muestra la unidad de su pensamiento. En el capítulo sobre la “reverencia en la oración”, nos aseguraba que seremos escuchados si nuestra oración se hace “con pureza de corazón y las lágrimas de la compunción”; aquí, en el capítulo sobre “la observancia de la Cuaresma”, nos invita a practicar “la oración con lágrimas y la compunción del corazón”. En el primer caso, “corazón” es aposición de “pureza”; en el segundo, está ligado a la compunción. Además en el primer texto, se dice de la compunción, literalmente, “compunción con lágrimas”; en el segundo, es de la oración de la que se dice “oración con lágrimas”. Oración, pureza, corazón, lágrimas, todo esto es una sola cosa para “el hombre de Dios, Benito”.
Lo constatamos una vez más en el capítulo 52 sobre el “oratorio del monasterio”, precedentemente evocado: el monje es invitado a entrar allí “sencillamente para orar”, “no en alta voz, sino con lágrimas y fervor del corazón”. Nuevamente se hallan reunidos los mismos elementos: oración, corazón, lágrimas; sólo el fervor reemplaza a la pureza, pero el sentido es el mismo: el fervor del corazón está ligado con las lágrimas de la compunción.
Nos falta citar un último texto de la Regla para acabar de mostrar la unidad profunda del pensamiento de San Benito. Se trata de tres instrumentos de las buenas obras, que aparecen seguidos en la larga lista del capítulo 4: son los instrumentos del arte espiritual que el monje debe esforzarse por manejar en el taller que es el monasterio. He aquí las tres máximas que nos interesan: Postrarse con frecuencia para orar. Confesar cada día a Dios en la oración con lágrimas y gemidos las culpas pasadas. Y de esas mismas culpas purificarse en adelante. Esta trilogía de máximas es notable, pues la oración con lágrimas es presentada como el corazón de la oración frecuente, en relación con la purificación de los pecados. Una vez más están reunidas: oración, lágrimas y pureza.
Es necesario comprender bien que no se invita al monje a una contemplación morbosa de sus pecados. Nunca es bueno contemplar el mal, porque nos produce vértigo. San Benito lo explica bien: a Dios es a quien hay que confesar cada día los pecados; el remordimiento es negativo y vuelve al pecador sobre sí mismo, para desalentarlo más. Pero cuando darnos a Dios nuestros pecados, cuando nos atrevemos a ofrecérselos, porque sólo él puede perdonarlos, hacemos a su respecto uno de los más grandes actos de amor. En la oración, el monje adhiere a su Dios: no se mira a sí mismo, no detalla sus pecados, no vuelve sobre ellos por una especie de complacencia malsana; le ofrece su conciencia dolorida por haberlo apenado. Sus lágrimas, su compunción, son un efecto de la caridad derramada en su corazón por el Espíritu Santo.
¿No es esto un eco fiel de la doctrina de Evagrio Póntico (346-399), el maestro de Casiano, en su Tratado de la oración? He aquí lo que escribe: “Pide ante todo recibir el don de lágrimas para ablandar, por la compunción, la rudeza de tu alma, de modo que, confesando contra ti mismo tu iniquidad al Señor, obtengas de él el perdón”. No pensemos que el monje tiene necesidad de estas lágrimas purificaderas sólo en los primeros tiempos de su “conversión”. Durante toda su vida, ellas serán la fuente regeneradora donde la pureza de su corazón se renovará sin cesar: “Si piensas que no te hace falta llorar tus pecados en la oración, considera cuánto te has alejado de Dios, debiendo haber permanecido siempre en él. Entonces llorarás con más ardor”.
Cualquier oración que no hunde sus raíces en el humus de la compunción, y que no está regada por las lágrimas de la tristeza según Dios de la que habla san Pablo (2 Co 7, 8-13, especialmente el versículo 10: En efecto, ¡a tristeza según Dios produce un arrepentimiento saludable que uno no deplora; pero la tristeza del mundo produce la muerte), es sospechosa. El monje benedictino sólo encuentra su seguridad absoluta en la escala de la humildad; este capítulo fundamental de la Regla tiene como punto de partida la palabra del Señor en el Evangelio: Todo el que se exalta será humillado, y el que se humilla será exaltado. El punto de llegada es el dominio de la caridad y la purificación obrada por el Espíritu Santo. Vale la pena citar íntegro el final de este capítulo, pues él muestra elocuentemente de qué manera el monje pasa de la bienaventuranza de los que lloran a la de los corazones puros: Cuando el monje haya remontado todos estos grados de humildad, llegará pronto a ese grado de amor de Dios que, por ser perfecto, echa fuera todo temor; gracias al cual cuanto cumplía antes no sin recelo, ahora comenzará a realizarlo sin esfuerzo, como instintivamente y por costumbre, no ya por temor del infierno, sino por amor a Cristo, por cierta santa connaturaleza y por la satisfacción que las virtudes producen por sí mismas. Y el Señor se complacerá en manifestar todo esto por el Espíritu Santo en su obrero, purificado ya de sus vicios y pecados. Acerca de la aflicción según Dios, el Salvador dijo: “Bienaventurados los afligidos, porque serán consolados”. Acerca de las lágrimas san Isaac escribe: “Las lágrimas que se derraman al orar son un signo de la misericordia de Dios, de la cual el alma se ha hecho digna por su arrepentimiento. Ha esperado y he aquí que por las lágrimas ha entrado en la llanura de la pureza”.
Como atestiguan estas líneas de la Filocalia de los Padres népticos, la tradición monástica es constante respecto del lazo estrecho que establece entre la bienaventuranza de las lágrimas y la de la pureza de corazón. San Benito recibió por medio de Casiano esta doctrina y esta práctica de los Padres del desierto. Los textos de la Regla que hemos analizado son extremadamente concisos, pero por lo mismo tienen más fuerza: un lazo indisoluble une oración, pureza de corazón y lágrimas (o compunción). Las lágrimas amantes y tranquilas del pecador que se sabe perdonado purifican constantemente corazón, clarifican su mirada, que puede entonces dirigir muy humildemente, pero con una total confianza (parrhèsia) hacia Dios que es todo Misericordia y todo Amor. La debilidad que el monje constata en sí mismo sigue siendo un motivo permanente de compunción; y termina por amarla, porque ella lo mantiene muy cerca de aquél sin quien no puede hacer nada, pero con quien todo se vuelve posible (Jn 15, 15 y Flp 4, 13).
¿Es necesario decir que las lágrimas purificadoras de la oración no son patrimonio de los monjes benedictinos? Al concluir volvemos a la primera página del Evangelio, el llamado a la conversión proclamado por el Señor: Convertíos y creed en la Buena Nueva (Mc 1, 15). Todos los cristianos están invitados a llorar sus pecados y a poner toda su confianza en el Salvador. El tipo evangélico de la doble actitud privilegiada en estas páginas es la persona de la pecadora perdonada y amante que sólo San Lucas presenta. La escena es bien conocida: una mujer de mala vida se acerca a Jesús durante una comida ofrecida en su honor por un fariseo: Poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume (Lc 7, 38). Jesús la deja hacer y se adelanta al escándalo de su huésped: Sus pecados, sus numerosos pecados le son perdonados, porque ella ha mostrado mucho amor (id., 7, 47). Sus lágrimas de arrepentimiento son también lágrimas de amor: ella se sabe tocada por el amor silencioso de Jesús, se sabe perdonada, y por eso da libre curso a su humilde gratitud. La pecadora muestra por sus lágrimas que ha sido purificada de sus numerosos pecados. Jesús le virginiza el corazón y por las lágrimas purifica su mirada.
En su oración íntima, el monje que ha entrado en la escuela del servicio del Señor bajo el báculo de San Benito, no cesa de renovar cada día esta experiencia, si practica asiduamente lo que se le recomienda: “Confesar cada día a Dios en la oración, con lágrimas y gemidos, las culpas pasadas, y de esas mismas culpas corregirse en el futuro”.
Como atestiguan estas líneas de la Filocalia de los Padres népticos, la tradición monástica es constante respecto del lazo estrecho que establece entre la bienaventuranza de las lágrimas y la de la pureza de corazón. San Benito recibió por medio de Casiano esta doctrina y esta práctica de los Padres del desierto. Los textos de la Regla que hemos analizado son extremadamente concisos, pero por lo mismo tienen más fuerza: un lazo indisoluble une oración, pureza de corazón y lágrimas (o compunción). Las lágrimas amantes y tranquilas del pecador que se sabe perdonado purifican constantemente corazón, clarifican su mirada, que puede entonces dirigir muy humildemente, pero con una total confianza (parrhèsia) hacia Dios que es todo Misericordia y todo Amor. La debilidad que el monje constata en sí mismo sigue siendo un motivo permanente de compunción; y termina por amarla, porque ella lo mantiene muy cerca de aquél sin quien no puede hacer nada, pero con quien todo se vuelve posible (Jn 15, 15 y Flp 4, 13).
¿Es necesario decir que las lágrimas purificadoras de la oración no son patrimonio de los monjes benedictinos? Al concluir volvemos a la primera página del Evangelio, el llamado a la conversión proclamado por el Señor: Convertíos y creed en la Buena Nueva (Mc 1, 15). Todos los cristianos están invitados a llorar sus pecados y a poner toda su confianza en el Salvador. El tipo evangélico de la doble actitud privilegiada en estas páginas es la persona de la pecadora perdonada y amante que sólo San Lucas presenta. La escena es bien conocida: una mujer de mala vida se acerca a Jesús durante una comida ofrecida en su honor por un fariseo: Poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume (Lc 7, 38). Jesús la deja hacer y se adelanta al escándalo de su huésped: Sus pecados, sus numerosos pecados le son perdonados, porque ella ha mostrado mucho amor (id., 7, 47). Sus lágrimas de arrepentimiento son también lágrimas de amor: ella se sabe tocada por el amor silencioso de Jesús, se sabe perdonada, y por eso da libre curso a su humilde gratitud. La pecadora muestra por sus lágrimas que ha sido purificada de sus numerosos pecados. Jesús le virginiza el corazón y por las lágrimas purifica su mirada.
En su oración íntima, el monje que ha entrado en la escuela del servicio del Señor bajo el báculo de San Benito, no cesa de renovar cada día esta experiencia, si practica asiduamente lo que se le recomienda: “Confesar cada día a Dios en la oración, con lágrimas y gemidos, las culpas pasadas, y de esas mismas culpas corregirse en el futuro”.
Con afecto y gratitud para quienes nos siguen, equipo de redacción de
“En el desierto” orthroseneldesierto@gmail.com