les proponemos dos puntos que hemos extraido del texto de la conferencia sobre la “pureza del Corazón”
del 30 de Octubre de 2009, dada por el Padre Juan Bautista Romano,
en la sede de la Librería Lectio, en Códoba – Argentina.
Deificación
La transformación del hombre queda resumida por los Padres en la célebre fórmula: “Dios se ha hecho hombre para que el hombre pueda convertirse en Dios”; para que el hombre participe por la gracia de la naturaleza divina, como dice la segunda carta del apóstol Pedro (1,4).
Esta fórmula no implica de ninguna manera la negación de lo humano, sino su plenitud en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, donde lo humano está vivificado por el Espíritu: “Dios se ha hecho portador de la carne, dice Atanasio de Alejandría, para que el hombre pueda convertirse en portador del Espíritu” (De la Encarnación, 8).
“El hombre no es verdaderamente humano más que en Dios”. El Verbo encarnado, crucificado, glorificado, es el que constituye ese lugar de resurrección, ese lugar pentecostal donde el hombre se eleva hacia Dios. La Pureza del Corazón que pertenece a la experiencia de lo sobrenatural de elevación del hombre se da en la vida del Hombre, naturaleza y gracia de conjugan en el sujeto Hombre, en el yo cotidiano, en el aquí y ahora de la historia, de la nuestra, de la mía, de la de cada uno.
Porque Dios se ha hecho hombre, el hombre puede convertirse en Dios. Se eleva por ascensiones divina en la misma medida en que Dios se ha humillado por amor a los hombres, asumiendo, sin modificar, lo peor de nuestra condición. Esta es la experiencia de la Pureza del corazón[1].
En Cristo, el Espíritu Santo nos comunica, a nosotros los hombres una filiación divina renovada. Permitiéndonos participar como hombres, en el nacimiento eterno del Hijo, y nos introduce en el corazón de la Trinidad. La deificación se identifica con esta adopción.
“En Él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad”, dice san Pablo (Col 2,9). Y Juan, el teólogo, nos revela tan alto misterio cuando dice que el Verbo habita entre nosotros (Jn 1,14). Porque todos estamos en Cristo, y la realidad común de la humanidad encuentra en Él la vida…El Verbo habitó en todos, a través de uno solo, a fin de que, del solo verdadero Hijo de Dios, su dignidad pasara a toda la humanidad por el Espíritu santificante y, por uno solo, se cumpliera esta palabra: “He dicho: Sois dioses, todos hijos del Altísimo” (Sal 81,6; Jn 10,34)[2].
Transformación que hace posible la Iglesia como “misterio” –como sacramento en el sentido ontológico– al integrarnos en la humanidad del Verbo, saturada de las energías divinas, de la presencia y poder del Pneuma.
El cuerpo del Verbo, en su naturaleza propia se enriqueció del Verbo al que fue unido: se hizo santo, vivificante, lleno de la energía divina. Y en Cristo, nosotros hemos sido transformados[3], y en esta transformación participa la Pureza del Corazón.
Cristo llenó su cuerpo de la energía vivificante del Espíritu. En adelante llama Espíritu a su carne, sin negar que sea carne…Ella está unida en efecto al Verbo, que es la vida, dice San Cirilo de Alejandría[4].
Los Padres de Alejandría, y particularmente san Cirilo, desarrollaron esta mística de la adopción deificante. Sólo el Verbo es Hijo por naturaleza, pero en su Cuerpo, en su Espíritu, nos convertimos en “hijos por participación”. Y ya lo hemos dicho, Cristo es Él Único Puro y de esta pureza también participamos nosotros como hijos, dando así lugar a lo que podemos definir, con San Cirilo de Alejandría[5], una Cristología energética, pneumática, donde la humanidad es penetrada por la incandescencia de la divinidad como el hierro, al rojo, lo es por el fuego.
La participación del Espíritu Santo, nos da, a nosotros los hombres, la gracia de ser moldeados como imagen plena de la naturaleza divina, y nuevamente nos dice San Cirilo: “El que recibe la imagen del Hijo, es decir del Espíritu, posee plenamente por éste al Hijo y al Padre que están en él”[6].
Ser deificado significa, pues, convertirse en un viviente con una vida más fuerte que la muerte, y por esto la Pureza del Corazón en el fin de la Vida en Dios, ya que el Verbo es la vida misma y el Espíritu el que vivifica, el que nos vivifica. Con San Ireneo de Lyon podremos decir: “Es imposible vivir sin la vida, y no existe vida más que por participación de la de Dios, y esta participación consiste en ver a Dios y gozar de su plenitud”[7].
El mismo San Ireneo nos dice: “La gloria de Dios es el hombre vivo y la vida de hombre es la visión de Dios. Si ya la revelación de Dios por la creación da vida a todos los seres que viven sobre la tierra, cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo dará la vida a los que ven a Dios”[8]. Y en otra parte nos agrega: “Dios mismo es la vida de los que participan de Él”[9].
La santidad es la vida en plenitud. Y hay santidad en todo hombre que participa profundamente de la vida. No sólo en el gran asceta, sino también en el creador de belleza, en el que busca la verdad escondida en el misterio de los seres y las cosas, en el profundo amor de un hombre y una mujer, en la madre que sabe consolar a su hijo y darle a luz espiritualmente. En silencio monástico, como en el apostolado de la gran ciudad, en el trabajo sencillo del obrero, como en el laboratorio del científico, todos y cada uno de nosotros donde estemos, estamos destinados a la Pureza del Corazón como camino de santidad, Ya que en esto consiste nuestro ser como Dios, y junto a Orígenes podremos decir: “Los santos son los que viven. Y los que están vivos son los santos”[10].
Esta fórmula no implica de ninguna manera la negación de lo humano, sino su plenitud en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, donde lo humano está vivificado por el Espíritu: “Dios se ha hecho portador de la carne, dice Atanasio de Alejandría, para que el hombre pueda convertirse en portador del Espíritu” (De la Encarnación, 8).
“El hombre no es verdaderamente humano más que en Dios”. El Verbo encarnado, crucificado, glorificado, es el que constituye ese lugar de resurrección, ese lugar pentecostal donde el hombre se eleva hacia Dios. La Pureza del Corazón que pertenece a la experiencia de lo sobrenatural de elevación del hombre se da en la vida del Hombre, naturaleza y gracia de conjugan en el sujeto Hombre, en el yo cotidiano, en el aquí y ahora de la historia, de la nuestra, de la mía, de la de cada uno.
Porque Dios se ha hecho hombre, el hombre puede convertirse en Dios. Se eleva por ascensiones divina en la misma medida en que Dios se ha humillado por amor a los hombres, asumiendo, sin modificar, lo peor de nuestra condición. Esta es la experiencia de la Pureza del corazón[1].
En Cristo, el Espíritu Santo nos comunica, a nosotros los hombres una filiación divina renovada. Permitiéndonos participar como hombres, en el nacimiento eterno del Hijo, y nos introduce en el corazón de la Trinidad. La deificación se identifica con esta adopción.
“En Él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad”, dice san Pablo (Col 2,9). Y Juan, el teólogo, nos revela tan alto misterio cuando dice que el Verbo habita entre nosotros (Jn 1,14). Porque todos estamos en Cristo, y la realidad común de la humanidad encuentra en Él la vida…El Verbo habitó en todos, a través de uno solo, a fin de que, del solo verdadero Hijo de Dios, su dignidad pasara a toda la humanidad por el Espíritu santificante y, por uno solo, se cumpliera esta palabra: “He dicho: Sois dioses, todos hijos del Altísimo” (Sal 81,6; Jn 10,34)[2].
Transformación que hace posible la Iglesia como “misterio” –como sacramento en el sentido ontológico– al integrarnos en la humanidad del Verbo, saturada de las energías divinas, de la presencia y poder del Pneuma.
El cuerpo del Verbo, en su naturaleza propia se enriqueció del Verbo al que fue unido: se hizo santo, vivificante, lleno de la energía divina. Y en Cristo, nosotros hemos sido transformados[3], y en esta transformación participa la Pureza del Corazón.
Cristo llenó su cuerpo de la energía vivificante del Espíritu. En adelante llama Espíritu a su carne, sin negar que sea carne…Ella está unida en efecto al Verbo, que es la vida, dice San Cirilo de Alejandría[4].
Los Padres de Alejandría, y particularmente san Cirilo, desarrollaron esta mística de la adopción deificante. Sólo el Verbo es Hijo por naturaleza, pero en su Cuerpo, en su Espíritu, nos convertimos en “hijos por participación”. Y ya lo hemos dicho, Cristo es Él Único Puro y de esta pureza también participamos nosotros como hijos, dando así lugar a lo que podemos definir, con San Cirilo de Alejandría[5], una Cristología energética, pneumática, donde la humanidad es penetrada por la incandescencia de la divinidad como el hierro, al rojo, lo es por el fuego.
La participación del Espíritu Santo, nos da, a nosotros los hombres, la gracia de ser moldeados como imagen plena de la naturaleza divina, y nuevamente nos dice San Cirilo: “El que recibe la imagen del Hijo, es decir del Espíritu, posee plenamente por éste al Hijo y al Padre que están en él”[6].
Ser deificado significa, pues, convertirse en un viviente con una vida más fuerte que la muerte, y por esto la Pureza del Corazón en el fin de la Vida en Dios, ya que el Verbo es la vida misma y el Espíritu el que vivifica, el que nos vivifica. Con San Ireneo de Lyon podremos decir: “Es imposible vivir sin la vida, y no existe vida más que por participación de la de Dios, y esta participación consiste en ver a Dios y gozar de su plenitud”[7].
El mismo San Ireneo nos dice: “La gloria de Dios es el hombre vivo y la vida de hombre es la visión de Dios. Si ya la revelación de Dios por la creación da vida a todos los seres que viven sobre la tierra, cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo dará la vida a los que ven a Dios”[8]. Y en otra parte nos agrega: “Dios mismo es la vida de los que participan de Él”[9].
La santidad es la vida en plenitud. Y hay santidad en todo hombre que participa profundamente de la vida. No sólo en el gran asceta, sino también en el creador de belleza, en el que busca la verdad escondida en el misterio de los seres y las cosas, en el profundo amor de un hombre y una mujer, en la madre que sabe consolar a su hijo y darle a luz espiritualmente. En silencio monástico, como en el apostolado de la gran ciudad, en el trabajo sencillo del obrero, como en el laboratorio del científico, todos y cada uno de nosotros donde estemos, estamos destinados a la Pureza del Corazón como camino de santidad, Ya que en esto consiste nuestro ser como Dios, y junto a Orígenes podremos decir: “Los santos son los que viven. Y los que están vivos son los santos”[10].
Recordémoslo: las virtudes son divino-humanas, participación de los atributos de Dios. Por ellas, Dios se hace hombre en el hombre y vuelve al hombre Dios. Y nuevamente nos ilumina San Máximo el Confesor: “El Espíritu unido a Dios por la oración y por el amor adquiere sabiduría, bondad, poder, beneficencia, liberalidad…en resumen, lleva en él los atributos de Dios”[11].
En el hombre deificado se construye el camino de la Pureza del Corazón, como un camino en un único “sentido”, el de unir la inteligencia, los deseos y la fuerza transfigurándolos en la luz divina.
Con Diadoco de Fótica podemos pensar y afirmar sin temor, que “el conocimiento espiritual nos enseña que existe un solo sentido natural del alma, dividido (…) a causa de la desobediencia de Adán. Pero ha sido reunificado por el Espíritu Santo (…). El espíritu de los que se desligan de las codicias de la vida gracias a su desasimiento, se llena de vigor y puede sentir indeciblemente la plenitud divina. Entonces comunica su alegría al mismo cuerpo (…): Dice el salmista: “En Él, mi carne ha florecido” (Salmo 27, 7)”[12].
Ya aquí abajo, el hombre se convierte en un “resucitado”; es la “pequeña resurrección” de la que habla Evagrio, y que anticipa de la victoria definitiva sobre la muerte y la transfiguración del cosmos, de todo lo creado. La comunión con Dios es, participación en su ser. Por la gracia, los participantes se identifican con El participado. El movimiento y la estabilidad se equilibran y refuerzan; es una estabilidad en la identidad, un movimiento en la alteridad irreductible.
Nuevamente San Máximo el Confesor nos ilumina: “El fin de la fe es la verdadera revelación de su objeto. Y la verdadera revelación del objeto de la fe, es la comunión indecible con Él… Esta comunión es el retorno de los creyentes tanto a sus orígenes como a su final… y, por consiguiente, la saciedad del deseo. La saciedad del deseo, es la estabilidad eternamente en movimiento de los que la desean en torno al objeto deseado… y por tanto la eterna alegría sin separación…, la participación en las cosas divinas. Esta participación en las cosas divinas es la similitud de lo participado y los participantes. Y esta similitud es la identidad de los participantes con lo participado… Esta identidad es la deificación”[13].
Sólo la antinomia puede evocar la deificación. El hombre, sin dejar de ser hombre, queda enteramente iluminado por la gloria.
Y nuevamente San Máximo nos dice: “El hombre deificado, permaneciendo enteramente hombre por su naturaleza, en su alma y en su cuerpo, se convierte enteramente en Dios en su alma y su cuerpo, por la gracia y el esplendor divino de la gloria beatificante que le llena totalmente”[14].
Dios nos envuelve en su plenitud cuando nos deifica. Y el hombre, nosotros, con la adhesión de su amor, se unimos totalmente a la energía divina; la energía de Dios y de los santos es sólo una. Dios “todo en todos”, “todo en todo”.
Sin embargo, todo queda orientado hacia la metamorfosis cósmica. Todo queda atrapado en el dinamismo de la comunión de los santos y, por ella de la resurrección universal.
La comunión de los santos perfila poco a poco el rostro de Cristo que viene. Da a luz al Logos en la historia y en el universo en el Logos. La luz del Tabor, que es la luz de pascual, se difunde progresivamente, estalla en la santidad y abrazará a todos en la Parusía. Entonces el fin de la Pureza que deifica es la Parusía.
Como dice San Máximo el Confesor: “El Verbo se manifiesta en los perfectos imprimiendo en ellos de antemano y misteriosamente la forma de su venida futura, como en un ícono”[15].
“Allá, en la paz, dirá San Agustín, veremos al que es Dios… nosotros, los infieles a ese Dios que nos hubiera hecho dioses si a ingratitud no nos hubiera arrancado de su comunión… Recreados por Él y llenos de la más abundante gracia, veremos en ese eterno reposo, al que es Dios, de quien seremos colmados cuando sea todo en todos…Ese día será el sabbat nuestro que no tendrá atardecer, y que terminará el domingo eterno en que se manifieste la resurrección de Cristo ofreciendo plenitud eterna tanto al alma como al cuerpo. Allá estaremos en la paz y nos querremos; nos querremos y nos amaremos; nos amaremos y nos celebraremos”[16].
Igual que el cuerpo del Señor fue glorificado en la montaña, transfigurado en la gloria de Dios y en la luz infinita, así los cuerpos de los santos serán glorificados y resplandecerán como el relámpago… Y con el Pseudo Macario diremos: “Les he dado la gloria que tú me diste” (Jn 17, 22). Igual que se pueden encender innumerables cirios con una sola llama, así los cuerpos de todos los miembros de Cristo formarán el de Cristo en la única Pureza del Único Puro… Nuestra naturaleza humana ha sido transformada en la plenitud de Dios, y se ha convertido toda entera en fuego y luz”[17].
“El fuego oculto y casi apagado bajo las cenizas de este mundo… estallará y abrazará divinamente a la apariencia de muerte”[18]. “El interior oculto recubrirá completamente la apariencia exterior”[19].
La resurrección comienza aquí abajo; en la Iglesia de los primeros tiempos, un hombre profundamente espiritual era ya un “resucitado”. Los momentos más auténticos de nuestra vida, los que se ubican en lo invisible, tienen ya el sabor de la resurrección. La resurrección comienza cada vez que una persona, despojándose de sus condicionamientos para transfigurarlos, encuentra en la gracia el “cuerpo de su alma”, “la exterioridad de su interioridad”[20]. Cada vez que reabsorbe la modalidad opaca, separadora, necrosada del mundo en su modalidad crística, en “ese fuego inefable y prodigioso oculto en la esencia de las cosas como en la Zarza”[21].
Los santos son gérmenes de resurrección. Sólo ellos pueden orientar hacia la resurrección la pasión ciega de la historia, por eso la virtud de la Pureza del Corazón, hoy se nos plantea como un desafío que es una llamada.
Las exigencias de la Pureza del Amor
La ardiente meditación de la cruz, es decir del amor sin límites de Dios, hace que se disuelva en nosotros el rencor, el resentimiento, el odio. Ante la inmensidad del perdón de Dios, dice el Evangelio, ¿cómo no perdonar al otro? ¿Cómo recibir el perdón de Dios si no perdonamos al otro?
San Juan Clímaco dice releyendo el evangelio: “perdona nuestras deudas así como (en la medida en que) nosotros perdonamos a nuestros deudores”, rezamos en el padrenuestro. El recuerdo de los sufrimientos de Cristo, cura el alma del rencor tanto como el ejemplo del amor de Jesús”[22].
Máximo el Confesor indica algunas actitudes para vencer el odio como camino de purificación. “Saber que toda negativa personal nos priva de Cristo; prohibir a las tendencias agresivas que lleguen a la lengua, al razonamiento, la autojustificación y el análisis psicológico que, bajo pretexto de objetividad y lucidez, reducen el misterio del otro y provocan su destrucción sutil; no alejarse de lo que nos molesta y amenaza, sino intentar con humilde dulzura y pureza de intención deshacer el malentendido. Si esto no es posible, orar por el otro, callarse y rehusar absolutamente hablar mal de él.
¿Tu hermano ha sido para ti ocasión de prueba y la tristeza te ha llevado al odio? No te dejes vencer, triunfa sobre el odio con el amor. Y he aquí cómo: orando a Dios sinceramente por él, aceptando que se excuse o convirtiéndote tú mismo en su defensor; tomando sobre ti la responsabilidad de tu prueba y soportándola con valor hasta que la nube se haya disipado. Si ayer alababas la bondad y proclamabas la virtud de alguien, guárdate de criticarlo hoy como malvado y perverso, porque en ti el afecto se haya trocado en aversión. No busques, reprobando a tu hermano, legitimar tu aversión sino persiste en alabarlo fielmente, incluso aunque la tristeza te agobie, y volverás rápidamente a la saludable caridad. No hieras jamás a tu hermano con palabras ambiguas no sea que él te responda en los mismos términos al momento y los dos os salgáis de la disposición de la caridad. Ve con la franqueza de la amistad. Repréndele y, suprimidas las causas del mal, os sentiréis libres los dos de la turbación y la amargura. Un alma que alimenta el odio contra un hombre no puede estar en paz con Dios. (…) “Si no perdonan a los hombres sus faltas, el Padre celestial no los perdonará a ustedes” (Mt 6, 14). Si el otro no quiere hacer la paz, tú, al menos, guárdate del odio y ora sinceramente por él, sin decir a nadie nada malo de él. El objetivo de todos los preceptos del Salvador es librar el espíritu del caos y el odio, ara llevarlo a su amor y al del prójimo, de donde brota como un relámpago el santo conocimiento”[23].
Según la recomendación evangélica de reconciliarse con el hermano antes de llevar la ofrenda al altar, es necesario perdonar para atreverse a ofrecer a Cristo un poco de amor verdadero.
Si quieres guardar el amor como Dios quiere, “no permitas que tu hermano albergue ningún sentimiento de amargura hacia ti y, por tu parte, no te retires con un sentimiento de amargura hacia él; mejor ve a reconciliarte con tu hermano, y así podrás ofrecer a Cristo, con conciencia pura y oración ferviente, el don del amor”[24].
“El mal es el sufrimiento destructor impuesto al otro, dice San Isaac el Sirio. No hay que responder al mal con el mal. Lo único que cuenta es la simpatía en comunión fundada, como dice Evagrio, sobre la secreta soledad con Dios. La falta del otro, hay que ocultarla, y, si es posible, tomarla sobre sí.
Déjate perseguir, pero tú no persigas.
Déjate crucificar, pero tú no crucifiques.
Déjate ultrajar, pero tú no ultrajes.
Déjate calumniar, pero tú no calumnies.
(…).
Alégrate con los que se alegran. Y llora con los que lloran. Tal es el signo de la pureza.
Sufre con los enfermos. Aflígete con los pecadores. Regocíjate con los que se arrepienten. Sé el amigo de todos. Pero, en tu espíritu, permanece solo. (…).
Extiende tu capa sobre el que cae en falta y cúbrele. Y si no puedes tomar sobre ti su falta y recibir su castigo y su vergüenza, no le agobies”[25].
El amor al prójimo es más importante que la oración.
Dice San Juan Clímaco, “sucede que, mientras estamos en oración, llegan unos hermanos a buscarnos. Debemos entonces elegir entre interrumpir nuestra oración o entristecer a nuestros hermanos al rehusar contestarles. Pero clamor es más grande que la oración; la oración es una virtud entre otras, mientras que el amor la contiene todas”[26].
El servicio concreto a los demás, con el olvido de sí, la paciencia y el afecto verdadero que implica, vale más que cualquier mortificación y es el único camino de Purificación que nos hace objetivos frente a nosotros mismos.
Un hermano dijo a uno de los ancianos: “Hay dos hermanos; uno no abandona nunca la celda donde ora, ayuna seis días seguidos y se entrega a todo tipo de mortificaciones. El otro cuida a los enfermos. ¿Cuál lleva una vida más agradable a Dios?”
El anciano respondió: “Aunque el hermano que ayuna seis días seguidos se colgara de la nariz, no igualaría al que cuida a los enfermos”[27].
No podemos pensar en la Pureza del Corazón sin necesitar el ministerio de la caridad. Incluso se debe vender el libro de los evangelios si no existe otro medio para dar de comer a los hambrientos. El don de la vida vale más que el libro más santo, sobre todo cuando ese libro exige el don de la vida.
El bienaventurado Evagrio nos dice: “un hermano tenía por toda posesión un Evangelio. Lo vendió y gastó el dinero en comida para los hambrientos, diciendo estas palabras memorables: “Lo que he vendido es el libro que me dice: “Vende lo que tienes y dáselo a los pobres”[28].
El amor desea y realiza, en la medida de lo posible, un cambio en la vida, cuando la existencia del otro es lenta destrucción del cuerpo y brutal exclusión social. Recordemos la importancia del “besar al leproso” en la tradición mística.
El abba Agatón dice: “Si pudiera encontrar un leproso, darle mi cuerpo y tomar el suyo, me sentiría muy dichoso”. Tal es, en efecto, el verdadero amor, del Puro Amor[29].
En el hombre deificado se construye el camino de la Pureza del Corazón, como un camino en un único “sentido”, el de unir la inteligencia, los deseos y la fuerza transfigurándolos en la luz divina.
Con Diadoco de Fótica podemos pensar y afirmar sin temor, que “el conocimiento espiritual nos enseña que existe un solo sentido natural del alma, dividido (…) a causa de la desobediencia de Adán. Pero ha sido reunificado por el Espíritu Santo (…). El espíritu de los que se desligan de las codicias de la vida gracias a su desasimiento, se llena de vigor y puede sentir indeciblemente la plenitud divina. Entonces comunica su alegría al mismo cuerpo (…): Dice el salmista: “En Él, mi carne ha florecido” (Salmo 27, 7)”[12].
Ya aquí abajo, el hombre se convierte en un “resucitado”; es la “pequeña resurrección” de la que habla Evagrio, y que anticipa de la victoria definitiva sobre la muerte y la transfiguración del cosmos, de todo lo creado. La comunión con Dios es, participación en su ser. Por la gracia, los participantes se identifican con El participado. El movimiento y la estabilidad se equilibran y refuerzan; es una estabilidad en la identidad, un movimiento en la alteridad irreductible.
Nuevamente San Máximo el Confesor nos ilumina: “El fin de la fe es la verdadera revelación de su objeto. Y la verdadera revelación del objeto de la fe, es la comunión indecible con Él… Esta comunión es el retorno de los creyentes tanto a sus orígenes como a su final… y, por consiguiente, la saciedad del deseo. La saciedad del deseo, es la estabilidad eternamente en movimiento de los que la desean en torno al objeto deseado… y por tanto la eterna alegría sin separación…, la participación en las cosas divinas. Esta participación en las cosas divinas es la similitud de lo participado y los participantes. Y esta similitud es la identidad de los participantes con lo participado… Esta identidad es la deificación”[13].
Sólo la antinomia puede evocar la deificación. El hombre, sin dejar de ser hombre, queda enteramente iluminado por la gloria.
Y nuevamente San Máximo nos dice: “El hombre deificado, permaneciendo enteramente hombre por su naturaleza, en su alma y en su cuerpo, se convierte enteramente en Dios en su alma y su cuerpo, por la gracia y el esplendor divino de la gloria beatificante que le llena totalmente”[14].
Dios nos envuelve en su plenitud cuando nos deifica. Y el hombre, nosotros, con la adhesión de su amor, se unimos totalmente a la energía divina; la energía de Dios y de los santos es sólo una. Dios “todo en todos”, “todo en todo”.
Sin embargo, todo queda orientado hacia la metamorfosis cósmica. Todo queda atrapado en el dinamismo de la comunión de los santos y, por ella de la resurrección universal.
La comunión de los santos perfila poco a poco el rostro de Cristo que viene. Da a luz al Logos en la historia y en el universo en el Logos. La luz del Tabor, que es la luz de pascual, se difunde progresivamente, estalla en la santidad y abrazará a todos en la Parusía. Entonces el fin de la Pureza que deifica es la Parusía.
Como dice San Máximo el Confesor: “El Verbo se manifiesta en los perfectos imprimiendo en ellos de antemano y misteriosamente la forma de su venida futura, como en un ícono”[15].
“Allá, en la paz, dirá San Agustín, veremos al que es Dios… nosotros, los infieles a ese Dios que nos hubiera hecho dioses si a ingratitud no nos hubiera arrancado de su comunión… Recreados por Él y llenos de la más abundante gracia, veremos en ese eterno reposo, al que es Dios, de quien seremos colmados cuando sea todo en todos…Ese día será el sabbat nuestro que no tendrá atardecer, y que terminará el domingo eterno en que se manifieste la resurrección de Cristo ofreciendo plenitud eterna tanto al alma como al cuerpo. Allá estaremos en la paz y nos querremos; nos querremos y nos amaremos; nos amaremos y nos celebraremos”[16].
Igual que el cuerpo del Señor fue glorificado en la montaña, transfigurado en la gloria de Dios y en la luz infinita, así los cuerpos de los santos serán glorificados y resplandecerán como el relámpago… Y con el Pseudo Macario diremos: “Les he dado la gloria que tú me diste” (Jn 17, 22). Igual que se pueden encender innumerables cirios con una sola llama, así los cuerpos de todos los miembros de Cristo formarán el de Cristo en la única Pureza del Único Puro… Nuestra naturaleza humana ha sido transformada en la plenitud de Dios, y se ha convertido toda entera en fuego y luz”[17].
“El fuego oculto y casi apagado bajo las cenizas de este mundo… estallará y abrazará divinamente a la apariencia de muerte”[18]. “El interior oculto recubrirá completamente la apariencia exterior”[19].
La resurrección comienza aquí abajo; en la Iglesia de los primeros tiempos, un hombre profundamente espiritual era ya un “resucitado”. Los momentos más auténticos de nuestra vida, los que se ubican en lo invisible, tienen ya el sabor de la resurrección. La resurrección comienza cada vez que una persona, despojándose de sus condicionamientos para transfigurarlos, encuentra en la gracia el “cuerpo de su alma”, “la exterioridad de su interioridad”[20]. Cada vez que reabsorbe la modalidad opaca, separadora, necrosada del mundo en su modalidad crística, en “ese fuego inefable y prodigioso oculto en la esencia de las cosas como en la Zarza”[21].
Los santos son gérmenes de resurrección. Sólo ellos pueden orientar hacia la resurrección la pasión ciega de la historia, por eso la virtud de la Pureza del Corazón, hoy se nos plantea como un desafío que es una llamada.
Las exigencias de la Pureza del Amor
La ardiente meditación de la cruz, es decir del amor sin límites de Dios, hace que se disuelva en nosotros el rencor, el resentimiento, el odio. Ante la inmensidad del perdón de Dios, dice el Evangelio, ¿cómo no perdonar al otro? ¿Cómo recibir el perdón de Dios si no perdonamos al otro?
San Juan Clímaco dice releyendo el evangelio: “perdona nuestras deudas así como (en la medida en que) nosotros perdonamos a nuestros deudores”, rezamos en el padrenuestro. El recuerdo de los sufrimientos de Cristo, cura el alma del rencor tanto como el ejemplo del amor de Jesús”[22].
Máximo el Confesor indica algunas actitudes para vencer el odio como camino de purificación. “Saber que toda negativa personal nos priva de Cristo; prohibir a las tendencias agresivas que lleguen a la lengua, al razonamiento, la autojustificación y el análisis psicológico que, bajo pretexto de objetividad y lucidez, reducen el misterio del otro y provocan su destrucción sutil; no alejarse de lo que nos molesta y amenaza, sino intentar con humilde dulzura y pureza de intención deshacer el malentendido. Si esto no es posible, orar por el otro, callarse y rehusar absolutamente hablar mal de él.
¿Tu hermano ha sido para ti ocasión de prueba y la tristeza te ha llevado al odio? No te dejes vencer, triunfa sobre el odio con el amor. Y he aquí cómo: orando a Dios sinceramente por él, aceptando que se excuse o convirtiéndote tú mismo en su defensor; tomando sobre ti la responsabilidad de tu prueba y soportándola con valor hasta que la nube se haya disipado. Si ayer alababas la bondad y proclamabas la virtud de alguien, guárdate de criticarlo hoy como malvado y perverso, porque en ti el afecto se haya trocado en aversión. No busques, reprobando a tu hermano, legitimar tu aversión sino persiste en alabarlo fielmente, incluso aunque la tristeza te agobie, y volverás rápidamente a la saludable caridad. No hieras jamás a tu hermano con palabras ambiguas no sea que él te responda en los mismos términos al momento y los dos os salgáis de la disposición de la caridad. Ve con la franqueza de la amistad. Repréndele y, suprimidas las causas del mal, os sentiréis libres los dos de la turbación y la amargura. Un alma que alimenta el odio contra un hombre no puede estar en paz con Dios. (…) “Si no perdonan a los hombres sus faltas, el Padre celestial no los perdonará a ustedes” (Mt 6, 14). Si el otro no quiere hacer la paz, tú, al menos, guárdate del odio y ora sinceramente por él, sin decir a nadie nada malo de él. El objetivo de todos los preceptos del Salvador es librar el espíritu del caos y el odio, ara llevarlo a su amor y al del prójimo, de donde brota como un relámpago el santo conocimiento”[23].
Según la recomendación evangélica de reconciliarse con el hermano antes de llevar la ofrenda al altar, es necesario perdonar para atreverse a ofrecer a Cristo un poco de amor verdadero.
Si quieres guardar el amor como Dios quiere, “no permitas que tu hermano albergue ningún sentimiento de amargura hacia ti y, por tu parte, no te retires con un sentimiento de amargura hacia él; mejor ve a reconciliarte con tu hermano, y así podrás ofrecer a Cristo, con conciencia pura y oración ferviente, el don del amor”[24].
“El mal es el sufrimiento destructor impuesto al otro, dice San Isaac el Sirio. No hay que responder al mal con el mal. Lo único que cuenta es la simpatía en comunión fundada, como dice Evagrio, sobre la secreta soledad con Dios. La falta del otro, hay que ocultarla, y, si es posible, tomarla sobre sí.
Déjate perseguir, pero tú no persigas.
Déjate crucificar, pero tú no crucifiques.
Déjate ultrajar, pero tú no ultrajes.
Déjate calumniar, pero tú no calumnies.
(…).
Alégrate con los que se alegran. Y llora con los que lloran. Tal es el signo de la pureza.
Sufre con los enfermos. Aflígete con los pecadores. Regocíjate con los que se arrepienten. Sé el amigo de todos. Pero, en tu espíritu, permanece solo. (…).
Extiende tu capa sobre el que cae en falta y cúbrele. Y si no puedes tomar sobre ti su falta y recibir su castigo y su vergüenza, no le agobies”[25].
El amor al prójimo es más importante que la oración.
Dice San Juan Clímaco, “sucede que, mientras estamos en oración, llegan unos hermanos a buscarnos. Debemos entonces elegir entre interrumpir nuestra oración o entristecer a nuestros hermanos al rehusar contestarles. Pero clamor es más grande que la oración; la oración es una virtud entre otras, mientras que el amor la contiene todas”[26].
El servicio concreto a los demás, con el olvido de sí, la paciencia y el afecto verdadero que implica, vale más que cualquier mortificación y es el único camino de Purificación que nos hace objetivos frente a nosotros mismos.
Un hermano dijo a uno de los ancianos: “Hay dos hermanos; uno no abandona nunca la celda donde ora, ayuna seis días seguidos y se entrega a todo tipo de mortificaciones. El otro cuida a los enfermos. ¿Cuál lleva una vida más agradable a Dios?”
El anciano respondió: “Aunque el hermano que ayuna seis días seguidos se colgara de la nariz, no igualaría al que cuida a los enfermos”[27].
No podemos pensar en la Pureza del Corazón sin necesitar el ministerio de la caridad. Incluso se debe vender el libro de los evangelios si no existe otro medio para dar de comer a los hambrientos. El don de la vida vale más que el libro más santo, sobre todo cuando ese libro exige el don de la vida.
El bienaventurado Evagrio nos dice: “un hermano tenía por toda posesión un Evangelio. Lo vendió y gastó el dinero en comida para los hambrientos, diciendo estas palabras memorables: “Lo que he vendido es el libro que me dice: “Vende lo que tienes y dáselo a los pobres”[28].
El amor desea y realiza, en la medida de lo posible, un cambio en la vida, cuando la existencia del otro es lenta destrucción del cuerpo y brutal exclusión social. Recordemos la importancia del “besar al leproso” en la tradición mística.
El abba Agatón dice: “Si pudiera encontrar un leproso, darle mi cuerpo y tomar el suyo, me sentiría muy dichoso”. Tal es, en efecto, el verdadero amor, del Puro Amor[29].
Equipo de redacción de “En el Desierto”
orthroseneldesierto@gmail.com
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Notas:
[1] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Capítulos teológicos y económicos (PG 90, 1165).
[2] Cfr. CIRILO DE ALEJADRÍA, Sobre Juan, 1,14 (PG 73, 161).
[3] Cfr. CIRILO DE ALEJANDRÍA, Cristo es uno (PG 75, 1269).
[4] Cfr. Comentario Sobre Juan, 6,64 (PG 73, 604).
[5] Cfr. Tesoro, 13 (PG 75, 228).
[6] Cfr. Tesoro, 33 (PG 75 572).
[7] Cfr. IRENEO DE LYON, Contra las herejías, IV, 20, 5 (SC n. 100 bis, p. 642).
[8] Cfr. IRENEO DE LYON, Contra las herejías, IV, 20, 7 (SC n. 100 bis, p. 648).
[9] Cfr. IRENEO DE LYON, Contra las herejías, V, 7, 1(SC n. 153, p. 86-88).
[10] Cfr. ORÍGENES, Comentarios al evangelio de San Juan, 2, 11 (GCS 4, 74).
[11] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Centurias sobre la caridad, III, 52 (PG 90, 1001).
[12] Cfr. DIADOCO DE FÓTICA, Capítulos gnósticos, 25 (SC n. 5 bis, p. 96-97).
[13] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Preguntas a Thalassius, 59 (PG 90, 202b).
[14] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Ambigua (PG 91, 1088).
[15] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Centurias gnósticas, II, 28 (PG 90, 1092).
[16] Cfr. AGUSTÍN DE HIPONA, La ciudad de Dios, 30, 4 (PL 41, 803).
[17] Cfr. PSEUDO-MACARIO, Homilía 15, 38 (PG 34, 602).
[18] Cfr. GREGORIO NICENO, Contra Eunomo, 5 (PG 45, 708).
[19] Cfr. GREGORIO NICENO, Séptimo discurso sobre las bienaventuranzas (PG 44, 1289).
[20] Cfr. René Habachi: La Résurrection des corps au regard de la philosophie. Archivio di Filosofia, Roma, 1981.
[21] Cfr. Máximo el Confesor; Ambigua, PG 91, 1148.
[22] Cfr. JUAN CLÍMACO, La escala santa, grado 9,12 (14).
[23] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Centurias sobre la caridad, IV, 22, 27, 32, 35, 56 (PG 90, 1052, 1053, 1056, 1060, 1061).
[24] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Centurias sobre la caridad, I, 53 (PG 90, 972).
[25] Cfr. ISAAC EL SIRIO, Tratados ascéticos, tratado 58.
[26] Cfr. JUAN CLÍMACO, La escala santa, grado 26, 43 (52) (p. 131).
[27] Apotegmas. Serie de dichos anónimos, 224 (SO n. 1, p. 399).
[28] Cfr. EVAGRIO PÓNTICO, Tratado práctico, 97 (SC n. 171, p. 704).
[29] Apotegmas. Agatón, 26 (PG 65, 115).
[1] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Capítulos teológicos y económicos (PG 90, 1165).
[2] Cfr. CIRILO DE ALEJADRÍA, Sobre Juan, 1,14 (PG 73, 161).
[3] Cfr. CIRILO DE ALEJANDRÍA, Cristo es uno (PG 75, 1269).
[4] Cfr. Comentario Sobre Juan, 6,64 (PG 73, 604).
[5] Cfr. Tesoro, 13 (PG 75, 228).
[6] Cfr. Tesoro, 33 (PG 75 572).
[7] Cfr. IRENEO DE LYON, Contra las herejías, IV, 20, 5 (SC n. 100 bis, p. 642).
[8] Cfr. IRENEO DE LYON, Contra las herejías, IV, 20, 7 (SC n. 100 bis, p. 648).
[9] Cfr. IRENEO DE LYON, Contra las herejías, V, 7, 1(SC n. 153, p. 86-88).
[10] Cfr. ORÍGENES, Comentarios al evangelio de San Juan, 2, 11 (GCS 4, 74).
[11] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Centurias sobre la caridad, III, 52 (PG 90, 1001).
[12] Cfr. DIADOCO DE FÓTICA, Capítulos gnósticos, 25 (SC n. 5 bis, p. 96-97).
[13] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Preguntas a Thalassius, 59 (PG 90, 202b).
[14] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Ambigua (PG 91, 1088).
[15] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Centurias gnósticas, II, 28 (PG 90, 1092).
[16] Cfr. AGUSTÍN DE HIPONA, La ciudad de Dios, 30, 4 (PL 41, 803).
[17] Cfr. PSEUDO-MACARIO, Homilía 15, 38 (PG 34, 602).
[18] Cfr. GREGORIO NICENO, Contra Eunomo, 5 (PG 45, 708).
[19] Cfr. GREGORIO NICENO, Séptimo discurso sobre las bienaventuranzas (PG 44, 1289).
[20] Cfr. René Habachi: La Résurrection des corps au regard de la philosophie. Archivio di Filosofia, Roma, 1981.
[21] Cfr. Máximo el Confesor; Ambigua, PG 91, 1148.
[22] Cfr. JUAN CLÍMACO, La escala santa, grado 9,12 (14).
[23] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Centurias sobre la caridad, IV, 22, 27, 32, 35, 56 (PG 90, 1052, 1053, 1056, 1060, 1061).
[24] Cfr. MÁXIMO EL CONFESOR, Centurias sobre la caridad, I, 53 (PG 90, 972).
[25] Cfr. ISAAC EL SIRIO, Tratados ascéticos, tratado 58.
[26] Cfr. JUAN CLÍMACO, La escala santa, grado 26, 43 (52) (p. 131).
[27] Apotegmas. Serie de dichos anónimos, 224 (SO n. 1, p. 399).
[28] Cfr. EVAGRIO PÓNTICO, Tratado práctico, 97 (SC n. 171, p. 704).
[29] Apotegmas. Agatón, 26 (PG 65, 115).