miércoles, 26 de mayo de 2010

Seguimos compartiendo nuestros encuentros con el Padre Simeón


_Padre ¿Podemos hablar de una experiencia del interior cuando nos referimos a la vida eremítica?
_Desde siempre, en el seno de las tradiciones y fuera de ellas, hombres y mujeres seducidos por lo Absoluto han elegido la experiencia de una vida eremítica, es decir de una vida silenciosa excluyendo todo trato con los demás: trato de negocios, de ideas, incluidos los intercambios llamados "espirituales". Lo más a menudo, la soledad, ha sido precedida de una vida de pareja. Una vez los hijos ya criados, los padres –o uno de ellos– podían retirarse en el bosque o a orillas de los ríos. Primero realizar sus deberes hacia la sociedad, después, quedando libre, entregarse a lo esencial; tal era generalmente el sentido del camino oriental. De hecho, el individuo no está cargado de ninguna obligación específica hacia la sociedad. Es, para él mismo, como el paso por una vida llamada «normal» o también «natural» puede comprobarse como equilibrante en la medida en la que él sienta la necesidad de esa vida. El hombre tiene necesidad de amar y ser amado. Renunciar al ejercicio de la ternura puede parecer mutilante en tanto que no es traspuesta a otro nivel. En Occidente, alejarse de la multitud para ponerse aparte consiste en imitar una de las fases de la vida de Cristo. Después de la marea eremítica del siglo IV que invadió los desiertos, la Edad Media tomó el relevo con una maravillosa amplitud. Las raíces espirituales de Europa son monásticas. La Europa medieval es cisterciense, y también benedictina y cartuja. La famosa Regla de San Benito exige el paso por el cenobitismo antes de dedicarse al eremitismo. Sabiduría prudencial de una extrema importancia. Se puede espontáneamente hablar, manchar hojas blancas ¡sin embargo el eremita no se improvisa!. En la época medieval, el eremita ocupa un papel en la literatura al mismo nivel que el clérigo o el caballero. Se le otorga gustosamente la lectura del corazón. Su función pasajera es la de volver a poner a los errantes en el camino derecho, tanto si están perdidos en el bosque como si están perdidos en ellos mismos. El servicio exclusivo de Dios hace apto a la lucidez y al discernimiento. Un amor tal no exige la reciprocidad.
Ciertamente, en todo tiempo, ha sido posible constatar la existencia de pseudo-eremitas. Criminales que se ocultaban para no caer en manos de la justicia, paranoicos que se aislaban, asociales que rechazaban vivir con los demás. A veces caracteres difíciles –o almas simplemente amorosas de su independencia– preferían asumirse fuera de sus monasterios. En Athos, el cenobitismo precede también al eremitismo.
Poco importan los descréditos. Los verdaderos eremitas jalonan maravillosamente la historia. Lo más a menudo han sido anteriormente formados en un monasterio. Ellos se alejan de él para realizar más intensamente su experiencia. Llegar a ser monje exigía previamente una conversión. Elegir el eremitismo reclama una nueva metanoia. Padres espirituales podían asistir de vez en cuando a los solitarios. La comunidad los tomaba gustosamente a su cargo materialmente. Los laicos los alimentaban con predilección llevándoles pan, leche y frutos. Además, la mayor parte de los eremitas se autoabastecían cocinando bayas y hierbas salvajes según las estaciones.
Mire Hijo, elegir una vía eremítica se presenta como una respuesta dada a una llamada percibida en el interior. Es una elección. Una soledad impuesta desde fuera por el hecho de las circunstancias, privación de familia, por ejemplo, no hace un eremita. Las biografías de los solitarios, a veces noveladas, dan testimonio de una irresistible necesidad de alejarse de los hombres y las ciudades para vivir únicamente cara a Dios en el silencio. Ya, la conversión tiene la filosofía y el amor de las ideas habían llevado a las soledades campestres a los amigos de la sabiduría durante la antigüedad.
Otro es el destino del eremita cristiano. Su verdadera condición se aproxima de la del monje en busca de la perfecta unidad, monos, monachos, mónada. Un texto de Teodoro Estudita precisa la vocación del monje y del eremita: «Él no mira más que solo a Dios, no desea más que a Dios solamente, no se apega más que a Dios solo» Esta elección de Dios solo, se impone. Como lo dirá más tarde Serge Boulgakoff: «Vivir en el desierto no significa solamente vivir sin los hombres, sino vivir con Dios y por Dios.»
Soledad que exige el aprendizaje del perfecto silencio. Después de haber dejado el mundo exterior, el solitario debe afrontar el mundo interior, más bullente que el mundo de fuera. Este mundo de adentro es totalmente ignorado por aquel que vive en la acción. Este no sabría percibir la ebullición de sus pensamientos y de sus deseos, la amplitud de sus constantes repliegues sobre sí mismo. Los demonios afrontados en les desiertos designan la pluralidad de yo es que reclaman su parte. Los enemigos más agresivos del solitario se alojan en él y no fuera. Es por eso que, según el decir de espirituales expertos, aquellos que viven fuera de la total soledad no suponen los combates sutiles del eremita. Ignoran el rigor y el heroísmo que deben de mantenerse en cada instante de la vida cotidiana.
El itinerario del eremita conlleva diferentes fases decisivas a las que el solitario se enfrenta.
El solitario habría podido escuchar a su maestro espiritual decirle con Guillermo de Saint-Thierry (el amigo de San Bernardo de Claraval) que «aquel con quien Dios está, no está nunca menos solo que cuando él está solo». Él creía de buen grado que la soledad de su ermita le situaría en presencia de Dios, que él oiría su voz, percibiría su murmullo preparando su oído interior a la audición y sus ojos interiores a la visión.
No hay nada de eso. Es en la aridez de un desierto que todavía no se ha transformado en jardín, en Edén, donde continúa la existencia del solitario. La fe desnuda, enteramente desnudada, privada de toda sujeción, de todo refugio, de toda reconfortación, es su bagaje. Cuando sus sentidos exteriores se rebajan y cuando sus sentidos interiores se despiertan, él comprende con espanto que todo se muestra insuficiente para aproximarse a los misterios. El Dios que él busca se esconde. El solitario se había escondido él mismo para encontrarlo y he aquí que Dios se oculta a su mirada.

_Qué lindo lo que nos dice padre Simeón, ahora le pregunto: ¿qué relación tiene la noche con la experiencia mística de la soledad?
_Mire vea, le diré, que por vocación, el eremita está consagrado a la noche. Así, el solitario que se consagra exclusivamente a lo Absoluto está invitado a vivir en una dimensión nocturna. Y esto por varios motivos de los que el que más se impone resulta de la profundidad al nivel de la cual la experiencia se desarrolla. El Eterno se oculta en la medida en la que se revela, él habla cuando calla. Así la densidad de la ausencia sobrepasa la sensación de la dulce presencia. Nada se ve, nada se escucha, nada se toca. El lenguaje divino se expresa en el silencio. Lo inefable no podría concretarse en palabras. La desnudez le arranca del ornamento. Como la noche, el silencio se asemeja a la muerte. En cierta manera, dejando un aspecto del tiempo, el eremita vive en un más allá emparentado con la eternidad. En fin, el eremita en la medida de su vocación, no tiene ya más ninguna necesidad de la luna para iluminar su noche, ni del sol para iluminar su día. «El (Dios) ha hecho la luna para marcar los tiempos» (104,19) y «el sol para presidir el día»(136,8), dirá el salmista. Ahora bien, el eremita escapa a esta forma de noche y de día iluminando al común de los hombres. Perteneciendo a otra dimensión del tiempo, él se sitúa en una vastedad ilimitada en la que es imposible encontrarle.
Es por eso que el eremita aparece semejante a la «mujer envuelta de sol» (Apocalipsis 12,1), encinta de un varón (el puer eternus). El dragón acecha su nacimiento con el fin de devorarlo. Pero él será «elevado junto a Dios», mientras que su madre se ocultará en el desierto. Así el solitario se aloja en el desierto y combate contra los dragones guardianes de los umbrales a la entrada de cada nivel ascensional que él debe recorrer. Ante la mirada de los demás, el eremita podría tener un rostro de luz, si al menos encontrara a alguien susceptible de distinguir su irradiación. Para los demás, parece como alguien original viviendo en la marginalidad. Los hombres no aceptan que se pueda pasar sin ellos. Aquel a quien lo Absoluto basta no es más que un loco. Los «locos de Cristo» de la vieja Rusia eran más o menos rechazados por aquellos que juzgaban su modo de vida extravagante. La dimensión nocturna se sitúa dentro. Ella puede parecer extraña e incluso inexplicable.
El movimiento dinámico desencadenado por la soledad silenciosa sobrepasa «el vestido del Señor». «En la unión secreta –dirá– el alma amante se va y escapa de ella misma, y se sumerge como si estuviera aniquilada, en el abismo del amor eterno, en el que ella está muerta a sí misma y vive para Dios, sin saber nada, sin sentir nada más que el amor que ella degusta; ya que ella se pierde en el inmenso desierto y la tiniebla de la Deidad»
Por supuesto es de ésta tiniebla de la que se trata. Tiniebla sugerida por numerosos autores, en particular por Dionisio el Místico. Y es en ésta tiniebla que la soledad silenciosa se establece.

Equipo editor “En el Desierto”
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