Segunda Parte
Abba Poimén ha dicho: "Nuestra voluntad es como un muro de bronce entre Dios y nosotros, impidiéndonos acercarnos a Él o contemplar su misericordia". Siempre debemos pedir al Señor la paz del alma, a fin de poder cumplir los mandamientos del Señor; porque el Señor ama a aquellos que se esfuerzan por cumplir su voluntad, y de esta manera encuentran una gran paz en Dios. Aquél que cumple la voluntad de Dios está contento de todo, porque la gracia del Señor lo alegra. Pero aquél que está descontento de su suerte, que se queja de su enfermedad o de aquél que lo ha ofendido, que comprenda bien que tiene un espíritu orgulloso que le ha arrebatado la gratitud hacia Dios.
Aunque fuera así, no pierdas coraje, esfuérzate por poner toda tu esperanza en Dios y pídele un espíritu humilde. Y cuando el humilde Espíritu Santo se acerque a ti, comenzarás a amarlo y encontrarás el descanso. El alma humilde se acuerda siempre de Dios y piensa: "Dios me ha creado; ha sufrido por mí; perdona mis pecados y me consuela; me nutre y me cuida. Entonces, ¿por qué preocuparme, aunque la muerte me amenace?".
El Señor ilumina toda alma que se abandona a la voluntad de Dios, pues Él ha dicho: "Invócame el día del dolor, yo te liberaré y tú me glorificarás" (Sal. 49, 15). Toda alma turbada por alguna cosa debe interrogar al Señor, y el Señor la iluminará. Esto sobre todo en la desgracia y en la confusión. Hay que interrogar más bien al padre espiritual, porque esto es más humilde. En su bondad, el Señor hace comprender al hombre que hay que soportar las pruebas con gratitud. Durante toda mi vida no murmuré ni una sola vez a causa de mi sufrimiento, acepté todo proveniente de las manos de Dios como un remedio saludable. Siempre he agradecido a Dios, y es por eso que el Señor me ha hecho soportar fácilmente todas las aflicciones.
Todos los hombres sobre la tierra encuentran inevitablemente el sufrimiento, y aunque los sufrimientos que el Señor nos envía no sean grandes, parecen insoportables a los hombres y los aplastan. Esto proviene porque nadie quiere humillar su alma, ni abandonarse a la voluntad de Dios. Aquellos que se han abandonado a la voluntad de Dios, el Señor mismo los conduce por su gracia. Ellos soportan todo con coraje, por amor al Dios que aman, y por el cual estarán eternamente glorificados.
En la tierra no se puede escapar al sufrimiento; pero aquél que se haya abandonado a la voluntad de Dios lo soportará fácilmente. El ve los sufrimientos, pero espera en Dios, y los sufrimientos pasan.
Cuando la Madre de Dios permanecía al pie de la Cruz, su sufrimiento era inconcebiblemente grande, porque ella amaba a su Hijo más de lo que se puede uno imaginar. Y sabemos que cuanto más se ama, más grande es también el sufrimiento. Como ser humano, la Madre de Dios no hubiera podido soportar su dolor, pero se abandonó a la voluntad de Dios, y el Espíritu Santo la reconfortó y le dio la fuerza para soportar este sufrimiento.
Observad a aquél que ama su propia voluntad; jamás tiene paz en el alma, y está siempre insatisfecho y descontento. Pero aquél que se ha abandonado enteramente a la voluntad de Dios, recibe el don de la plegaria pura.
Así se abandonó a Dios la Santísima Virgen: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra". Y si, de igual modo, dijéramos: "Yo soy tu servidor; hágase tu voluntad", las palabras del Señor, escritas por el Espíritu Santo en el Evangelio, permanecerían en nuestras almas, y el mundo entero se colmaría con el amor de Dios. ¡Cómo sería de maravillosa la vida sobre la tierra! Aunque las palabras del Señor sean escuchadas en el mundo entero después de tantos siglos, los hombres no las comprenden y no quieren aceptarlas. Pero aquél que vive según la voluntad de Dios será glorificado en el Cielo y en la tierra.
El que se ha abandonado a la voluntad de Dios no se ocupa más que de Dios. La gracia divina lo ayuda a permanecer continuamente en la oración. Aunque trabaje o hable, su alma está en Dios; y porque se entrega a la voluntad divina, el Señor cuida de él con solicitud.
Una tradición cuenta que en la ruta hacia Egipto, la Sagrada Familia encontró un bandido y que éste no le hizo ningún daño. Al ver al Niño, dijo que si Dios se había encarnado, no podía ser más bello que ese Niño. Y los dejó seguir en paz. Es sorprendente que un bandido, que de costumbre, al igual que una bestia feroz, no perdona a nadie, no haya maltratado a la Sagrada Familia. Al ver al Niño y a su dulce Madre, el alma del bandido se enterneció y la gracia divina lo tocó.
Se produjo lo mismo con las bestias feroces que, al ver a los mártires o a los hombres santos, se volvieron apacibles y no les hicieron ningún daño. Hasta los demonios temen al alma humilde y dulce; ella prevalece sobre ellos por la obediencia, el ayuno y la oración.
Otro hecho asombroso: el bandido tuvo piedad de Cristo Niño, pero los grandes sacerdotes y los ancianos lo entregaron a Pilatos para crucificarlo. Y esto es porque no oraron y no pidieron al Señor que los iluminara sobre lo que debían hacer y cómo debían proceder.
De esta manera y muy frecuentemente, los jefes y los otros hombres buscan el bien, pero no saben dónde está; no saben que está en Dios, y que está dado por Dios. Hay que orar siempre, para que el Señor nos haga comprender lo que debemos hacer. El Señor no nos dejará seguir el mal camino. David no preguntó al Señor: "¿Está bien que tome la mujer de Urías?" Y cayó en el pecado de asesinato y adulterio.
Fue igual para todos los santos que cometieron pecados; caían en el pecado porque no rezaban al Señor para que los ayudara y los iluminara. San Serafín de Sarov dijo: "Cuando hablaba fundándome en mi propia inteligencia, se producían errores". Pero ciertos errores provienen de nuestra imperfección y no son pecados; lo vemos hasta en la Madre de Dios. Dice el Evangelio que cuando dejó Jerusalén en compañía de José, pensaba que su Hijo iba en camino con los parientes o con los conocidos. Y no es sino al cabo de tres días de búsqueda que lo encontraron en el Templo de Jerusalén conversando con los doctores (Lc. 2, 44-46).
Abba Poimén ha dicho: "Nuestra voluntad es como un muro de bronce entre Dios y nosotros, impidiéndonos acercarnos a Él o contemplar su misericordia". Siempre debemos pedir al Señor la paz del alma, a fin de poder cumplir los mandamientos del Señor; porque el Señor ama a aquellos que se esfuerzan por cumplir su voluntad, y de esta manera encuentran una gran paz en Dios. Aquél que cumple la voluntad de Dios está contento de todo, porque la gracia del Señor lo alegra. Pero aquél que está descontento de su suerte, que se queja de su enfermedad o de aquél que lo ha ofendido, que comprenda bien que tiene un espíritu orgulloso que le ha arrebatado la gratitud hacia Dios.
Aunque fuera así, no pierdas coraje, esfuérzate por poner toda tu esperanza en Dios y pídele un espíritu humilde. Y cuando el humilde Espíritu Santo se acerque a ti, comenzarás a amarlo y encontrarás el descanso. El alma humilde se acuerda siempre de Dios y piensa: "Dios me ha creado; ha sufrido por mí; perdona mis pecados y me consuela; me nutre y me cuida. Entonces, ¿por qué preocuparme, aunque la muerte me amenace?".
El Señor ilumina toda alma que se abandona a la voluntad de Dios, pues Él ha dicho: "Invócame el día del dolor, yo te liberaré y tú me glorificarás" (Sal. 49, 15). Toda alma turbada por alguna cosa debe interrogar al Señor, y el Señor la iluminará. Esto sobre todo en la desgracia y en la confusión. Hay que interrogar más bien al padre espiritual, porque esto es más humilde. En su bondad, el Señor hace comprender al hombre que hay que soportar las pruebas con gratitud. Durante toda mi vida no murmuré ni una sola vez a causa de mi sufrimiento, acepté todo proveniente de las manos de Dios como un remedio saludable. Siempre he agradecido a Dios, y es por eso que el Señor me ha hecho soportar fácilmente todas las aflicciones.
Todos los hombres sobre la tierra encuentran inevitablemente el sufrimiento, y aunque los sufrimientos que el Señor nos envía no sean grandes, parecen insoportables a los hombres y los aplastan. Esto proviene porque nadie quiere humillar su alma, ni abandonarse a la voluntad de Dios. Aquellos que se han abandonado a la voluntad de Dios, el Señor mismo los conduce por su gracia. Ellos soportan todo con coraje, por amor al Dios que aman, y por el cual estarán eternamente glorificados.
En la tierra no se puede escapar al sufrimiento; pero aquél que se haya abandonado a la voluntad de Dios lo soportará fácilmente. El ve los sufrimientos, pero espera en Dios, y los sufrimientos pasan.
Cuando la Madre de Dios permanecía al pie de la Cruz, su sufrimiento era inconcebiblemente grande, porque ella amaba a su Hijo más de lo que se puede uno imaginar. Y sabemos que cuanto más se ama, más grande es también el sufrimiento. Como ser humano, la Madre de Dios no hubiera podido soportar su dolor, pero se abandonó a la voluntad de Dios, y el Espíritu Santo la reconfortó y le dio la fuerza para soportar este sufrimiento.
Observad a aquél que ama su propia voluntad; jamás tiene paz en el alma, y está siempre insatisfecho y descontento. Pero aquél que se ha abandonado enteramente a la voluntad de Dios, recibe el don de la plegaria pura.
Así se abandonó a Dios la Santísima Virgen: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra". Y si, de igual modo, dijéramos: "Yo soy tu servidor; hágase tu voluntad", las palabras del Señor, escritas por el Espíritu Santo en el Evangelio, permanecerían en nuestras almas, y el mundo entero se colmaría con el amor de Dios. ¡Cómo sería de maravillosa la vida sobre la tierra! Aunque las palabras del Señor sean escuchadas en el mundo entero después de tantos siglos, los hombres no las comprenden y no quieren aceptarlas. Pero aquél que vive según la voluntad de Dios será glorificado en el Cielo y en la tierra.
El que se ha abandonado a la voluntad de Dios no se ocupa más que de Dios. La gracia divina lo ayuda a permanecer continuamente en la oración. Aunque trabaje o hable, su alma está en Dios; y porque se entrega a la voluntad divina, el Señor cuida de él con solicitud.
Una tradición cuenta que en la ruta hacia Egipto, la Sagrada Familia encontró un bandido y que éste no le hizo ningún daño. Al ver al Niño, dijo que si Dios se había encarnado, no podía ser más bello que ese Niño. Y los dejó seguir en paz. Es sorprendente que un bandido, que de costumbre, al igual que una bestia feroz, no perdona a nadie, no haya maltratado a la Sagrada Familia. Al ver al Niño y a su dulce Madre, el alma del bandido se enterneció y la gracia divina lo tocó.
Se produjo lo mismo con las bestias feroces que, al ver a los mártires o a los hombres santos, se volvieron apacibles y no les hicieron ningún daño. Hasta los demonios temen al alma humilde y dulce; ella prevalece sobre ellos por la obediencia, el ayuno y la oración.
Otro hecho asombroso: el bandido tuvo piedad de Cristo Niño, pero los grandes sacerdotes y los ancianos lo entregaron a Pilatos para crucificarlo. Y esto es porque no oraron y no pidieron al Señor que los iluminara sobre lo que debían hacer y cómo debían proceder.
De esta manera y muy frecuentemente, los jefes y los otros hombres buscan el bien, pero no saben dónde está; no saben que está en Dios, y que está dado por Dios. Hay que orar siempre, para que el Señor nos haga comprender lo que debemos hacer. El Señor no nos dejará seguir el mal camino. David no preguntó al Señor: "¿Está bien que tome la mujer de Urías?" Y cayó en el pecado de asesinato y adulterio.
Fue igual para todos los santos que cometieron pecados; caían en el pecado porque no rezaban al Señor para que los ayudara y los iluminara. San Serafín de Sarov dijo: "Cuando hablaba fundándome en mi propia inteligencia, se producían errores". Pero ciertos errores provienen de nuestra imperfección y no son pecados; lo vemos hasta en la Madre de Dios. Dice el Evangelio que cuando dejó Jerusalén en compañía de José, pensaba que su Hijo iba en camino con los parientes o con los conocidos. Y no es sino al cabo de tres días de búsqueda que lo encontraron en el Templo de Jerusalén conversando con los doctores (Lc. 2, 44-46).