jueves, 29 de julio de 2010

(Continuamos compartiendo algunos parágrafos del Capítulo quinto del libro del Padre Gabriel Bunge, sobre la Vigilancia “Vasos de Barro”, quinta parte)

“Hay un tiempo para callar y otro

para hablar” (Qo 3,7)

Por más que les agradara a los Padres leer, rezar, salmodiar y meditar en voz alta, o al menos audiblemente, esa no era una prescripción obligatoria. Ya Tertuliano aconsejaba “rezar en voz baja” pues Dios “no escucha lo que habla la boca, sino lo que dice el corazón”. El orar en voz demasiado alta no sólo molesta a los vecinos, sino que peor aun, equivale a orar en las esquinas de las calles[1], cayendo al fin de cuentas en ese vanidoso mostrarse prohibido expresamente por Cristo a sus discípulos[2]. En el mismo sentido afirma Clemente de Alejandría:

La oración es, digámoslo con algo de audacia, una conversación con Dios. Por eso aunque nos dirijamos a Él musitando, sin abrir los labios, o aun en silencio, sin embargo interiormente en el corazón le gritamos; pues Dios escucha ininterrumpidamente la voz de nuestro corazón[3].

En realidad la voz del corazón sólo Dios la escucha, ya que únicamente Él “sondea el corazón”[4]. Por el contrario, nuestra voz “corporal” no sólo la escuchan nuestros prójimos, sino también los demonios, según vimos. Se trata, entonces, de mantenerles escondido nuestro hablar íntimo con el Señor (en la oración).

Oramos “en secreto”, cuando le hablamos únicamente a Dios en el corazón y (lo hacemos) con la aplicación de la mente, manifestándole sólo a Él nuestras súplicas, de tal forma que ni siquiera las potestades enemigas puedan adivinar el sentido de nuestras plegarias. Este es el motivo del profundo silencio que debemos observar en nuestra oración. Porque no sólo no debemos distraer a los hermanos que nos rodean con nuestros susurros y nuestros clamores, perturbando su atención, sino también ocultar a nuestros enemigos, - que multiplican entonces sus ataques -, la finalidad y el sentido de nuestras plegarias. Con esto ponemos en práctica el precepto que dice: “aun ante aquella que duerme en tu seno, mantén sellada la puerta de tu boca”[5].

Lo que los demonios si deben escuchar son aquellas palabras de los salmos, - inspiradas por el Espíritu Santo -, que por doquier profetizan su aniquilación. Esto los asustará y hará huir. A eso alude Evagrio cuando aconseja:

Cuando seas tentado, no ores sin antes dirigir con cólera algunas palabras contra el (demonio) que te oprime; porque mientras tu alma esté afectada por los pensamientos no podrá ofrecer y presentar una oración pura; pero si encolerizado pronuncias algunas palabras contra ellos, los confundirás y desvanecerás las representaciones mentales de los adversarios. Esto es lo que la cólera produce aun en los pensamientos buenos[6].

Por el contrario, el contenido de nuestra conversación íntima con Dios debe permanecerle oculto a los demonios, ya que sino podrían instilar el veneno de sus tentaciones.

Rezar en voz alta no sólo puede molesto para los circunstantes, sino también para el mismo que reza. Ya que en lugar de favorecer el recogimiento puede impedirlo. Pero no sólo la propia voz puede ser molesta, - sería este el menor de los males -. Mucho más molestos y dañinos pueden llegar a ser con el tiempo las propias palabras y pensamientos que necesariamente empleamos durante la oración. Aunque en rigor sobrepase el tema que estamos tratando, hablaremos brevemente de aquel silencio del corazón al que, al fin y al cabo, apunta todo nuestro obrar.

Evagrio retoma en su tratado “Sobre la oración” la hermosa definición que de ella hiciera Clemente de Alejandría, profundizándola a su manera. La oración “es un coloquio con Dios” decía Clemente. Evagrio añade: “un coloquio del intelecto con Dios sin intermediario alguno[7]. Esta “oración verdadera” tiene lugar, entonces, sin intermediación alguna, o, como diríamos en la actualidad, es un encuentro “personal” entre el hombre y Dios.

Esa añorada inmediatez no sólo se ve obstaculizada por nuestra voz o nuestras palabras, sino ante todo por nuestras “representaciones intelectuales” en la medida en que constituyen una “mediación” entre nosotros y Dios. Y este no sólo es el caso de los “pensamientos”[8] pasionales y pecaminosos, sino de todo pensamiento de y sobre lo creado, aun sobre el mismo Dios, por sublime que sea, ya que aprisiona al hombre en sí mismo[9]. En una palabra, el hombre “debe abstenerse de toda representación intelectual”[10], si quiere “rezar en verdad”. Este “despojo” se va haciendo gradualmente, en correspondencia al desarrollo espiritual. No se trata, por lo tanto, de ninguna “técnica” como es el caso de las empleadas por diversos métodos de meditación no cristianos. Ciertamente que el ser humano debe hacer su parte, pero no puede por sí solo y con sus meras fuerzas “completar – ese – paso” (es decir: traspasar) para llegar, ya que siendo Dios la meta, tiene que ser Él, quien como “Persona” el que se ‘abaja’ hacia el hombre con absoluta y total libertad[11].

El intelecto no contempla el “lugar de Dios”[12] en sí mismo, si no supera todos los pensamientos y todas las cosas. Y no lo supera si no depone todas las pasiones, que a través de los pensamientos lo atan a las realidades sensibles.

Se despojará de las pasiones a través de las virtudes. Por el contrario, depondrá los simples pensamientos[13] a través de la contemplación espiritual, y de esta[14] se despojará, a su vez, cuando empiece a iluminarlo aquella luz que durante el tiempo de oración representa el “lugar de Dios”.

El espíritu creado no vislumbra esta “luz de la Santísima Trinidad”, - signo de la presencia personal de Dios -, fuera de sí mismo, sino “en sí mismo” como se dice explícitamente, en aquel espejo “inteligible” que es él, gracias a su creación “á imagen de Dios”[15].

Si a alguien se le concede la rara gracia de acceder al misterioso “lugar de la oración”[16], debe entonces amoldar todo su obrar a esta novedad absoluta. Esto, en verdad, lo hace de manera espontanea, como lo enseña Diadoco de Fótice:

Cuando el alma está en la abundancia de sus frutos naturales ,salmodia con una voz más alta y prefiere orar vocalmente. Pero cuando es movida por el Espíritu Santo, salmodia y ora sólo en el corazón con toda suavidad y abandono.

A aquella primera disposición sigue una alegría asociada con imágenes y representaciones; a la segunda en cambio lágrimas espirituales y luego, una cierta alegría del corazón amante del silencio. Pues el recuerdo (de Dios) que gracias a la mesura de la voz guarda su fervor, prepara el corazón para tener algunos pensamientos llenos de lágrimas y suavidad[17].




[1] Tertuliano, De Oratione 17.

[2] Mt 6,5 y ss.

[3] Clemente de Alejandría, Strom VII,39,6.

[4] Hch 1,24.

[5] Casiano, Conl. IX,35. La cita es de Mi 7,5 (Vulgata).

[6] Evagrio, Praktikos 42. Traducción tomando en cuenta lo puntualizado por Bunge.

[7] Evagrio, De Oratione 3.

[8] Ibid. 55(56).

[9] Ibid. 56(57)-58(59).

[10] Evagrio, Skemmata 2 (j. Muydelmans, Evagriana, Paría 1931, p. 374)

[11] Ver Evagrio, Epistula 29,3. La “iluminación” es en la mística cristiana autorevelación libre y “no -manipulable” e “indisponible” del Dios Uno y Trino.

[12] Ver Ex 24,10. (el lugar en el que se posaron los pies de Dios).

[13] Esto se refiere a aquellos contenidos del conocimiento que ni “imprimen” ni “dan forma” a nuestro espíritu; cf. Mal. cog . 24 (P.G. 79, 1228 C).

[14] Evagrio, Mal. cog. 40 r. l. (P.G. 40, 1244 A/B).

[15] Cf. Evagrio, Kephalaia Gnostika II,1 (Guillaumont).

[16] Evagrio, De Oratione 57(56) y con frecuencia en otros lugares.

[17] Diadoco de Foticea, Capita centum, c. LXXIII (de Places).