lunes, 26 de julio de 2010

(Continuamos compartiendo algunos parágrafos del Capítulo quinto del libro del Padre Gabriel Bunge, sobre la Vigilancia “Vasos de Barro”, cuarta parte)

¡Escúchame, Señor, que te llamo!” (Sal 26,7)

Estamos acostumbrados a que las oraciones dichas por un sacerdote o por quien preside una comunidad, sean dichas con voz audible. Por el contrario cada uno suele rezar para sí de manera silenciosa. En el caso del hombre bíblico, este no sólo leía a media voz, - es decir que en cierta manera ‘se – hacía – la – lectura – a - sí – mismo’ -, sino que por regla general igualmente meditaba y rezaba con voz audible. Es por eso que una y otra vez encontramos en los salmos frases como las siguientes: “Escucha mi voz suplicante”[1]. Más aun, el orante “grita, invocando al Señor”[2] y se habla de “clamar en alta voz” y hasta de “gritar”[3].

Esta era evidentemente la norma y no la excepción. Cuando Ana en el templo de Silo, orando enmudecida de dolor sólo movía los labios, sin que su voz fuera audible, el sacerdote Elí sacó la conclusión de que estaba ebria... [4].

Cuando el Nuevo Testamento consigna oraciones que habrían sido pronunciadas en tal o cual ocasión o, con mayor frecuencia todavía, lo hacen los escritos de los Padres, no hay que simplemente mirarlas como una simple creación retórica. Para las personas de la antigüedad era cosa evidente que esas oraciones libremente enunciadas habían sido formuladas en forma audible para todo el mundo y que por tanto podían ser transmitidas como efectivamente “pronunciadas”. Los dichos de los Padres del desierto están de hecho llenos de oraciones improvisadas de ese tipo, que en parte son sumamente cortas y simples, pero a veces también bastante prolijas:

Se cuenta del abad Macario el Grande que una vez durante cuatro meses fue a las Celdas a visitar a un hermano, y ni una sola vez lo encontró ocioso. Yéndolo a visitar una vez más, estando parado ante la puerta, escuchó que el hermano entre lágrimas decía adentro: “Señor, ¿no retumban tus oídos con mis gritos? Ten piedad de mí a causa de mis pecados, pues no me canso de invocarte”[5].

Al hombre moderno puede parecerle extraña una expresión tan directa de los sentimientos ya que, posiblemente, no corresponde a sus conceptos de “oración” y “meditación”. Y, sin embargo, los maestros espirituales cristianos de Oriente enseñan hasta el día de hoy, que aun la misma oración del corazón debe ser dicha a media voz, al menos por un tiempo, hasta que se haga realmente al unísono con el ritmo del corazón. Pues bien sabían que este es un medio excelente, - como también lo es para facilitar la meditación a media voz -, con el fin de poder dominar las de otro modo tan rebeldes distracciones del espíritu.

Cuando el intelecto vagabundea, la lectura, la vigilia y la oración lo frenan y estabilizan[6].

La escucha de la propia voz ayuda a la concentración en las palabras de la Escritura, los salmos o la oración, como igualmente , - de otra manera -, el deslizarse de los nudos (del rosario o) de la “cuerda de oración” mantiene despierta la atención. Quien desea aprender algún texto de memoria usa aun hoy el mismo procedimiento, repitiéndolo para sí mismo en voz alta o a media voz. Si bien la oración es un acontecimiento puramente espiritual, sin embargo el cuerpo debe prestar su contribución. En el capítulo a cerca de las “posturas y gestos durante la oración” hablaremos con prolijidad de ello.

Pensamos que el hombre bíblico para nada era consciente de una mera finalidad práctica al rezar a media voz o en voz alta, cuando “alzaba su voz al Señor, gritando”. El “alzar de su voz” era más bien expresión de una inmediatez en el nexo y la relación (con Dios) que en gran parte se le han oscurecido al hombre moderno. El Señor al que se clama, no es algún principio abstracto cual el “Dios de los filósofos”, ni tampoco un “Dios lejano” como el de los gnósticos, sino el “Dios viviente”, quien libérrimamente se revela a los hombres, les habla y a su vez, los exhorta a responderle:

Invócame el día del peligro

y te libraré

y tú me darás gloria.[7]. Pues

el Señor está cerca de todos los que lo invocan,

de todos los que lo invocan sinceramente[8].

Eso, en oposición absoluta a los ídolos, que tienen boca, y no hablan, ojos y no ven, oídos y no oyen...[9]. Pero el “Dios cercano” “escucha mi voz suplicante”[10]. Sólo Él posee en sentido verdadero “rostro”, que no es mera máscara de oro o plata, como el que es “hechura de manos humanas”. Es por ello que el orante “busca” ese “rostro de Dios”[11], pidiéndole que “haga brillar (sobre él) su rostro”[12], ya que en él está su “salvación”[13].

Estas, - y otras -, formas tan concretas de hablar de Dios, son mucho más que meras metáforas poéticas. Cuanto más se espiritualiza la imagen de Dios en el Antiguo Testamento, más “antropomórfica” puede y debe ser la forma de hablar sobre Dios, si no se quiere que la relación con Él caiga en lo impersonal evaporándose en una “volátil” abstracción. Los profetas del Antiguo Testamento son el ejemplo más notable de esta forma aparentemente tan contradictoria de hablar. Su Dios es, como lo dirá Juan, totalmente “Espíritu”[14] en aguda contraposición a cualquier cosificación pagana de la divinidad. Y justamente por ello pueden atreverse a hablar de Él de un modo jamás antes empleado, masiva y fuertemente antropomórfico.

Con la encarnación del Logos la manera en que Dios se ha hecho Persona para nosotros ha adquirido una presencia de tal densidad que sobrepasa y hace explotar cualquier molde que hubiéramos podido imaginar. Su cercanía en el Hijo es una luz cuyo resplandor ciega a los no creyentes. Únicamente a los creyentes les asegura el Hijo acceso a lo “secreto del Padre”, poniéndolos en condiciones de llamarlo con toda familiaridad “Abba” – “Padre querido” - , al modo como sólo un niño se atreve a dirigirse al papá qué está junto a él.

¿Cómo no dirigirse con voz audible a este Dios totalmente presente, sobre todo cuando se está a solas con él en “lo escondido del propio aposento”, o cuando uno piensa que lo está? Más que en ningún otro, hay que cuidarse en este terreno de cualquier tipo de orgullo. Es por eso que los monjes “permanecían en silencio absoluto” durante la oración que seguía a cada uno de los doce salmos de los oficios de la mañana o del atardecer, como nos lo informa Juan Casiano por propia experiencia[15]. Cual sea, al fin y al cabo, el sentido de todo esto lo muestra el siguiente apotegma del obispo Epifanio de Salamina en Chipre:

Dijo el mismo (Epifanio) “la cananea gritó fuerte y fue escuchada[16], y la hemorroísa calló y fue declarada bienaventurada[17]. El fariseo (habló con voz audible) y fue condenado, mientras que el publicano ni siquiera abrió la boca y (sin embargo) fue escuchado[18].

Lo decisivo, entonces, para nada depende del volumen de voz empleado para orar, sino, - sea que “recemos con otros o solos” -, lo hagamos en forma “rutinaria” o “con sentimiento”, para usar la expresión empleada por Evagrio[19]:

El sentimiento propio de la oración es (una cierta) seriedad , acompañada de reverencia, compunción y dolor del alma en la confesión de los (propios) pecados “con gemidos inefables”[20].

Finalmente, no queremos silenciar otra razón para salmodiar en voz alta, y, siempre que se den ciertas condiciones, para también orar de la misma manera. El motivo invocado le parecerá al hombre moderno sumamente extraño, al menos hasta que él personalmente haya hecho la experiencia. ¡No es únicamente Dios quien escucha la voz del que reza, sino que también los demonios la oyen!

Pregunta: Si cuando rezo o salmodio no soy consciente del sentido de lo que digo a causa de la dureza de mi corazón, ¿qué utilidad tiene esto para mí?

Respuesta: ¡Aunque tú no captes (el sentido), los demonios si que lo captan, escuchan y tiemblan! No dejes por tanto de salmodiar y de rezar, y poco a poco tu dureza irá desapareciendo con la ayuda de Dios[21].

Los demonios “tiemblan” sobre todo ante aquellos versículos de los salmos que hablan de los “enemigos” y de su aniquilación por parte del Señor; pensemos, por ejemplo, en aquellos “salmos de maldición” cuya recitación tantas dificultades presenta para la sensibilidad moderna, ya que les parecen irreconciliables con el espíritu evangélico. Los Padres, que eran muy conscientes de que “el justo bendice y no maldice”, espiritualizaban con toda naturalidad estos textos refiriéndolos a los “enemigos” par excellence del género humano, es decir a los demonios[22]. Éstos, harto bien lo sabían y por eso temían, y es por eso que algunas veces intentaban cambiar la suerte, “dando vuelta el asador”, según lo asegura Evagrio:

También he conocido demonios que nos exigen decir aquellos “salmos y cánticos inspirados”[23] en los que justamente se habla de aquellos mandamientos que engañados (por ellos) hemos quebrantado, para así burlarse de nosotros al escucharlos de nuestros labios, diciéndonos “éstos dicen pero no hacen”[24]. Es por eso que David dice[25]: “que los arrogantes no se burlen de mí”[26].

Las mismas causas que impulsaron a los Padres a orar y sobre todo a salmodiar en voz alta en esa batalla entendida muy concretamente no sólo como un combate contra el mal, sino contra el Malo, los llevaron a rezar, en determinadas circunstancias, silenciosamente, como lo veremos acto seguido.


[1] Sal 27,2.

[2] Sal 3,5 y muy frecuentemente.

[3] Sal 5,2; 17,7; etc.

[4] 1 S 1,12 ss.

[5] Nau 16.

[6] Evagrio, Praktikos 15.

[7] Sal 49,15.

[8] Sal 144,18.

[9] Sal 113,13 ss.

[10] Sal 27,2.

[11] Sal 26,8.

[12] Sal 30,17.

[13] Sal 79,4. 8. 20.

[14] Jn 4,24.

[15] Casiano, De Institutis II,8 (Petschenig).

[16] Mt 15,21 ss.

[17] Mt 9,20 s.

[18] Epifanio 6 (Alfabética 201). La referencia es a Lc 18,9 ss.

[19] Evagrio, De Oratione 42.

[20] Evagrio, ibid. 43. La cita es de Rm 8,26.

[21] Barsanufio y Juan, Epistula 711; cf. 429.

[22] Evagrio, In Ps 108,9 x, haciendo referencia a Rm 12,14.

[23] Col 3,16.

[24] Mt 23,3.

[25] Cita compuesta a partir del Sal 118,122 y del Sal 24,2.

[26] Evagrio, In Ps. 136,3B.