(Continuamos compartiendo algunos parágrafos del Capítulo quinto del libro del Padre Gabriel Bunge, sobre la Vigilancia “Vasos de Barro”, tercera parte)
El espíritu común a todas estas jaculatorias es el espíritu de metanoia, de arrepentimiento, conversión y penitencia; aquella actitud, por tanto, que es la única capaz de aceptar “la Buena Noticia” de la “reconciliación en Cristo”[1].
¡El tiempo se ha cumplido,
el Reino de Dios está cerca.
Conviértanse
y crean en el Evangelio![2].
Sin “conversión” no hay fe, y sin fe no hay participación en el Evangelio de la reconciliación. La predicación de los Apóstoles, como nos la transmite Lucas en los Hechos de los Apóstoles, culmina por eso generalmente con una exhortación a la “conversión”[3]. Dicha ‘metanoia’, sin embargo no es algo que se haga de una vez para siempre, sino que dura toda la vida. El “espíritu de penitencia”, es decir la humildad que brota del corazón, no se alcanza de una vez para siempre. Toda una vida no alcanza para “aprender” ese rasgo, que de acuerdo a sus propias palabras, es característico del mismo Jesucristo[4]. La repetición incesante, practicada según el espíritu del publicano arrepentido, de aquella “vehemente súplica” ,- hecha de modo audible o sólo en el corazón -, de la que hablamos en el capítulo anterior, es uno de los mejores medios de mantener despierta en nosotros la exigencia de una auténtica metanoia.
Desde un comienzo las jaculatorias se dirigen, casi exclusivamente a Cristo, si bien esto no siempre se evidencia tan claramente, ya que para la gran mayoría de ellas se emplean versículos de salmos. En la invocación como “Señor” eso se hace claramente evidente, ya que la confesión de Cristo como Kyrios es el más antiguo credo cristiano[5]. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que para los primeros cristianos “Cristo” equivale prácticamente a “Hijo de Dios”[6]. Acto seguido se invoca al Hijo directamente como “Dios”: “Señor mío y Dios mío” son las palabras con las que Tomás confiesa su fe en el resucitado[7]. Es por eso que para nada nos sorprende que Evagrio en una pequeña, oración compuesta de versículos sálmicos, transforme la invocación primera “Señor, Señor” en “Señor Jesucristo” para luego emplear, con toda naturalidad, la expresión “Dios y Protector” igualmente referida a Cristo:
Señor Jesucristo,
mi fuerza salvadora[8],
inclina tu oído hacia mí,
¡apresúrate a socorrerme!
Se mi Dios y Protector
y un alcázar donde me salve[9].
La formulación que más tarde se hizo habitual: “Señor Jesucristo, ten misericordia de mí”, sólo hace explícito lo que desde un comienzo intentaba expresarse, a saber: “de que no hay ningún otro Nombre bajo el cielo, en el que el hombre pueda salvarse”[10] si no es el de Jesucristo. Fue con toda razón, entonces, que los Padres atribuyeron especial valor a la salvífica confesión del nombre de “Jesús como el Mesías”, - hasta llegar al desarrollo de una auténtica mística del nombre de Jesús. Con su “ardiente súplica” el orante se inscribe conscientemente en el número de aquellos ciegos, paralíticos, etc., que en tiempos de Jesús invocaban su auxilio. Lo hacían de la manera como únicamente puede invocarse a Dios, confesando de esta manera mucho más claramente que con cualquier otra fórmula su fe en la filiación divina del Salvador.
La confesión de Jesucristo como Señor, tal como se formula en la primera parte de la denominada oración de Jesús, es inseparable de la súplica (expresada) en la segunda parte. Quien opina que a partir de un cierto momento ya no necesita de ‘Metanoia’, acuérdese de la advertencia de Evagrio acerca de las lágrimas...
El Señor nos ha enseñado “a orar siempre”. Pero también nos previno contra la mala costumbre pagana del “parloteo”, del “mucho hablar”[11]. Los Padre se tomaron muy a pecho esta advertencia. Ya Clemente de Alejandría afirma de su verdadero gnóstico:
(Pero la oración dicha en voz alta) el gnóstico no la realiza con muchas palabras, pues ha aprendido del Señor cómo debe orar[12]. Así pues, reza en todo lugar[13], si bien no lo hace públicamente ni ante los ojos de todos[14].
Evagrio, quien hizo totalmente suyo este ideal del verdadero gnóstico cristiano integrándolo en la espiritualidad del monacato, amplía dicho pensamiento:
(Alabar) la excelencia de la oración no es cosa de la cantidad simplemente, sino de la calidad. Esto lo manifiestan aquellos dos hombres que subieron al templo[15], como también aquella enseñanza que dice: ‘ustedes cuando oren, no usen muchas palabras, etc...’[16].
Ciertamente que Evagrio, quien cotidianamente realizaba 100 oraciones, no era enemigo de la ‘cantidad’. Ella forma parte de la ‘práctica’ de la oración, que no puede prescindir de una ejercitación continua y es por eso mismo repetitiva. Sin embargo, del mismo modo que la “letra” no puede prescindir del “espíritu” o “sentido” y sin él ni existir podría, tampoco es la mera “cantidad” lo que hace a la oración digna de ser alabada, es decir, acepta a Dios. Su calidad intrínseca debe corresponder a su contenido cristiano, como nos lo enseña el Señor mismo[17].
La catarata de palabras del fariseo ciertamente ‘virtuoso’, pero que se auto justifica, carece de todo valor en comparación con las pocas palabras del publicano arrepentido aunque cargado de pecados. De igual modo carecen de valor ‘las – muchas – palabras’ del pagano charlatán que se comporta como si Dios no supiera lo que necesitamos[18] en comparación con las pocas y confiadas palabras del padrenuestro. Es por eso que ante la pregunta de cuál sea la oración a recitar, los Padres directamente responden, como ya vimos, remitiendo a la oración dominical[19] .
Los Padres encontraron precisamente el camino para combinar “cantidad” con “calidad”, sin por eso caer en un parloteo sin sentido, proponiendo por una parte la recitación de esas cortas jaculatorias que cualquiera puede “decir interiormente”, sin esfuerzo, en todo momento y aun en presencia de otros, y por otro prescribiendo la recitación meditativa y audible del padrenuestro, realizada “en el secreto de la habitación”.
Finalmente, algo más: Pablo no sólo les enseñó a los tesalonicenses “a orar sin cesar”, sino que agregó: “en todo den gracias”[20]. El espíritu de ‘metanoia’ que le es propio a la ‘oración del corazón’ armoniza de hecho perfectamente con la acción de gracias por todo los bienes que el Señor nos otorga. Es así que una de las definiciones evagrianas de la oración suena como sigue:
La oración es fruto de la alegría y de la acción de gracias[21].
La antigua tradición etíope plasmó la oración continua del corazón de una forma del todo singular que combina de una manera simple y sobria la petición con la acción de gracias:
Dijo abba Pablo el cenobita: “cuando estés entre los hermanos, trabaja, aprende de memoria (la Escritura), levanta lentamente los ojos hacia el cielo y dile desde lo profundo del corazón al Señor: ‘¡Jesús, ten piedad de mí! ¡Jesús, ayúdame! ¡Te alabo, Dios mío!’”[22].
Es esta misma tradición etíope la que nos recuerda el verdadero horizonte teológico de toda oración: la espera escatológica de la parusía del Señor, de su segunda venida “con sus santos ángeles en la gloria de su Padre”[23]:
Un hermano me dijo: “Mira en qué consiste la espera del Señor: ‘con el corazón vuelto hacia el Señor, (se) exclama: ¡Jesús, ten piedad de mí! ¡Jesús, ayúdame !Oh Dios vida mía, te alabo siempre! Y al mismo tiempo que el corazón le repite dichas palabras al Señor, se van levantando los ojos lentamente [24].
[1] Ver 2 Co 5,18-20.
[2] Mc 1,15.
[3] Ver Hch 2,38; 3,19; 5,31; 17,30.
[4] Mt 11,29.
[5] Hch 2,36.
[6] Ver Lc 4,41 y Jn 20,31.
[7] Jn 20,28.
[8] Sal 139,8.
[9] Evagrio, Mal. cog. 34, r. l. (P.G. 40, 1241 B). Cita del Sal 30,3.
[10] Hch 4,12.
[11] Mt 6,7.
[12] Se alude al padrenuestro (Mt 6,9-13.
[13] 1 Tm 2,8.
[14] Clemente de Alejandría, Strom VII,49,6.
[15] Lc 18,10. Se refiere, por lo tanto, al fariseo y al publicano.
[16] Evagrio, De Oratione 151.
[17] ¡El final de la frase (“etc...”) muestra que lo que Evagrio tiene en mente como ejemplo del correcto |orar cristiano es el padrenuestror!
[18] Mt 6,8.
[19] La palabras del padrenuestro constituyen algo así como el hilo conductor del escrito evagriano “Sobre la oración”; ver Bunge, Geistgebet pp. 44 ss.
[20] 1 Ts 5,18.
[21] Evagrio, De Oratione 15.
[22] Eth. Coll 13,42.
[23] Mc 8,38.
[24] Eth. Coll. 13,26.