Dialogando con Padre Simeón: ... la
Segunda parte
La cenodoxia es considerada por los Padres como una enfermedad y como una forma de locura. S. Juan Crisóstomo, por ejemplo, escribe francamente: «La cenodoxia es una suerte de manía (manía tis hestin he kenodocsía)». Hace resaltar lo que S. Pablo mismo enseña: que es una locura gloriarse a sí mismo (cf. 2 Co 12, 11) y observa también que el demonio de la cenodoxia pone al hombre fuera de sí, extravía su espíritu y, después de haberse apoderado de su alma, «perturba su razón hasta el delirio».
El carácter patológico de la cenodoxia, como el de todas las demás pasiones, se basa esencialmente en que está constituida por la perversión de una actitud natural y normal, por la desviación de su ejercicio «según la naturaleza», es decir, conforme a su finalidad esencial, a un ejercicio contra natura. A la naturaleza del hombre le fue dado por Dios el tender hacia la gloria: pero era la gloria divina la que estaba destinado a obtener por su unión con Dios, no la gloria humana que busca la pasión, y que la tradición llama «gloria según la carne» (cf. 2 Co 11, 18). «La gloria no es un mal, sino la vanagloria», dice S. Máximo diciendo aquí lo mismo que para las demás pasiones, a saber, que lo malo «es el mal uso, seguido de la negligencia de nuestro espíritu para cultivarse según la naturaleza», después de haber afirmado que «en la medida que usamos mal de las potencias de nuestra alma, los vicios se instalan en ella». S. Juan Clímaco enseña en el mismo sentido: «nuestra alma naturalmente tiene amor por la gloria, pero debe ser por la del cielo y no por la de la tierra». Esta distinción entre las dos clases de gloria, la que viene de Dios y la que viene de los hombres, se encuentra en muchos textos cuyo tema es la cenodoxia. Se la encuentra explicitada en el Evangelio según S. Juan (Jn. 12, 43); S. Pablo se refiere implícitamente a ella cuando dice que se gloría en Jesucristo, poniendo en guardia contra el peligro que habría en gloriarse fuera de Dios (Fil. 3, 3; Gál. 6, 14). S. Juan Clímaco precisa claramente: «Existe una gloria que viene de Dios, según esta palabra de la Escritura: "Yo glorificaré a aquellos que me glorifiquen" dice el Señor» (1 Re 2, 30). «Y hay una gloria que no procede sino de la malicia artificiosa del demonio» «El que se gloríe, que se gloríe en el Señor», enseña por dos veces el apóstol S. Pablo (1 Co 1, 31; 2 Co 10, 17). La gloria que el hombre recibe de Dios por participación en su gloria en la unión con Cristo, es la única, dice Orígenes, «que merece verdaderamente ese nombre» La única que es real, verdadera, absoluta, eterna. Por otra parte, es la única que corresponde a la finalidad de la naturaleza humana y que es la medida de la grandeza que Dios ha querido conferir al hombre. Ella es, dice S. Juan Crisóstomo, «la gloria propia de la dignidad del hombre».
Habiéndose apartado de Dios por su pecado, el hombre ha dejado al mismo tiempo de tender hacia esta gloria a la cual su naturaleza lo destina. Al continuar, por su naturaleza, deseando de la gloria, se inclina, entonces, hacia el mundo sensible y allí busca satisfacer esta tendencia que está en él. Y en la gloria mundana «según la carne» encuentra sucedáneos de la gloria celestial y espiritual que ha perdido de vista. «Después de haber perdido la gloria propia de la dignidad del hombre, busca por todas partes una gloria despreciable y digna del último desprecio» escribe S. Juan Crisóstomo. Resulta así que, la búsqueda de la gloria mundana es la manera en que el hombre compensa miserablemente en sí la ausencia de la gloria celestial y de lo que, al unirse a Dios, lo hace partícipe de esta gloria divina, a saber, las virtudes. S. Doroteo de Gaza escribe: «Los que desean la gloria se parecen a un hombre desnudo que no deja de buscar jirones de tela o cualquier otra cosa, para cubrir su indecencia. Así, el que está desnudo de virtudes busca la gloria de los hombres». Es evidente, pues, que la cenodoxia está constituida en su totalidad por una perversión, por un desvío patológico de la tendencia natural del hombre a la glorificación, y por un comportamiento patológico de la sustitución que sigue a una frustración ontológica. El hecho de que se trate, aquí también, de una misma tendencia orientada en dos sentidos opuestos y no de dos tendencias de esencias diferentes y que puedan coexistir independientemente la una de la otra, surge claramente de las múltiples afirmaciones de los Padres en cuanto al hecho de que la búsqueda de la gloria celestial y la de la vanagloria son antagónicas y excluyentes una de otra, el desarrollo de una se traduce por un debilitamiento de la otra.
En otro sentido, se puede agregar que la cenodoxia constituye una perversión de la naturaleza —entendiéndose esta palabra en un sentido más general y designando todos los bienes que el hombre ha recibido de Dios, ya se trate de sus cualidades naturales o adquiridas, o de sus virtudes, o también de los bienes materiales que posee—. Usando de ellos para su propia gloria, en lugar de hacerlos servir exclusivamente a la gloria de Dios, el hombre dice S. Máximo, «falsifica la naturaleza y la virtud misma». Él explica claramente que la ostentación, compuesta de cenodoxia y orgullo, «tiene para la naturaleza la aversión alienante con la cual maneja contra natura, para el mal uso, todas las cosas de la naturaleza».
La cenodoxia sumerge al hombre en la ilusión y el delirio: este es uno de sus efectos patológicos fundamentales, que justifica que también sea a menudo calificada de «locura» por los Padres.
La cenodoxia revela que el hombre deja de tener fe en Dios, constatan los Padres, siguiendo en esto la enseñanza de Cristo mismo que pregunta: «¿Cómo pueden creer ustedes, que sacan gloria los unos de los otros y no buscan la gloria que viene sólo de Dios?» (Jn. 5, 44). Traduce, por el contrario, un apego al mundo: aquel al que ella afecta empieza a tener fe en los hombres de los cuales espera atención, estima, admiración, alabanzas, y en todo lo que es susceptible de suscitar en ellos esas actitudes respecto de él. Por esto S. Juan Clímaco califica al vanidoso de idólatra, lo mismo que s. Macario que observa: «Los hombres que hacen su propio elogio, son sus propios dioses».
En el origen de la cenodoxia, dice Juan el Solitario, se encuentra «la ignorancia de esta vida» que es la que funda la ilusión de la cual es víctima el vanidoso. Éste, en efecto, ignora el valor verdadero de las cosas (de las cuales saca gloria) y de esa misma gloria. Les concede una realidad y una importancia de las cuales están verdaderamente desprovistas. Hace como si tuvieran un valor absoluto y verdadero, cuando que ellas son eminentemente frágiles, provisorias. Ignora que sólo la gloria divina es perfecta y eterna, y que los motivos espirituales de glorificación en Dios son los únicos auténticamente reales. Juan el Solitario escribe: «Dado que los hombres no comprenden la fragilidad de los bienes (de esta vida) ni la vanidad de la gloria que proviene de ellos, y porque no perciben la excelencia de las obras de Dios, ni la sabiduría de su Providencia, ni la pequeñez de la naturaleza de los hombres, que antes de florecer se marchitan, antes de llegar a la consistencia se disuelven y antes de elevarse son humillados, cuya condición natural está sujeta a toda mutación, y todo lo que hace consagrado a la disolución; y porque no se ponen a meditar estas cosas, son sorprendidos por el amor de la alabanza recíproca, sobre todo, dado que el hombre no reflexiona bastante para decirse: ¿qué valor tiene esta vanidad que me cautiva? al punto de que la visión de los hombres me sea preferible a la visión de Dios, y que yo me encuentre aficionado a sus elogios y no a los elogios de Dios, como si la gloria que viene de ellos fuera superior para mí a la gloria que viene del Amo universal, como si yo tuviera el honor de los hombres por equivalente al honor de los ángeles». El nombre mismo de cenodoxia indica su carácter vano, fútil, frágil, fugaz, superficial, como el del mundo cuya figura pasa (1 Co 7, 31) de donde ella saca su alimento y que los Padres, siguiendo al profeta Isaías, comparan a la flor de la hierba (Is. 40, 6-7) o también a un sueño y a toda suerte de otras realidades sin duración ni consistencia. «¿Por qué —pregunta S. Juan Crisóstomo— corres detrás de una sombra en lugar de apoderarte de la verdad? ¿Por qué buscas lo que es perecedero, y no lo que permanece? (...) Abandona el humo, la pura sombra, la hierba vil, las telas de araña. Imposible encontrar una palabra que exprese como es debido esta miserable inconsistencia». «Las cosas humanas —dice también— no son sino polvo y ceniza; es un polvo que el viento disipa, es una sombra, un humo; es una hoja, juguete del viento, es una flor, un sueño, un ruido que pasa, un aire ligero que se desvanece al azar; es una pluma sin consistencia que vuela, es el agua que se escurre, es menos que todo esto». Y subraya, en relación con estas constataciones, el carácter patológico del apego a vanas realidades carnales. «La gloria es un título, y nada más que un título (...) ¿Quién es el hombre insensato que se apega a títulos sin realidad, a quimeras de las que debería huir? (...) También el Profeta gime al ver tanta sinrazón en nuestra vida. Lo mismo que a un hombre que, viendo a alguien huir de la luz y buscar las tinieblas, le dijera ¿Por qué haces esta locura?», así el Profeta nos pregunta «por qué aman la vanidad y buscan la mentira?»
La cenodoxia parece incluir una visión delirante de la realidad puesto que, bajo su imperio, el hombre deja de conceder realidad, valor e importancia a lo que lo tiene para conferírselo a lo que está desprovisto de él; su visión del mundo está trastornada, invertida; su espíritu yerra en la apreciación que hace de las cosas, de manera que parece alcanzado por la locura: «El que está poseído por esta pasión pierde, por decirlo así, la lucidez de las percepciones y no está menos atacado que los locos», constata S. Juan Crisóstomo. Esta percepción delirante de la realidad bajo el efecto de la cenodoxia, aparece frecuentemente en la realidad, más cotidiana y a menudo bajo formas groseras. S. Máximo observa por ejemplo que «niños deformes hasta el completo ridículo son —a los ojos de padres cegados por la pasión— entre todos los más bellos y bien formados. Lo mismo que para una inteligencia simple sus hallazgos, incluso cuando baten todos los récords de la majadería, parecen los más finos del mundo »
Esto no sólo es verdadero para la primera especie de cenodoxia. En la segunda, igualmente, el hombre manifiesta un conocimiento delirante, sobre todo de sí mismo. «La vanagloria —escribe S. Juan Clímaco— es una pasión mentirosa que nos representa completamente distintos de lo que en realidad somos» En efecto, por ella el hombre se atribuye cualidades y virtudes que no posee y no ve los defectos y las pasiones que en realidad lo habitan. Pero se ilusiona igualmente cuando se glorifica de las virtudes que posee verdaderamente. En efecto, por una parte se considera como fuente y propietario de esas virtudes, cuando de hecho son don de Dios, y fundamentalmente no le pertenecen más que a Él. Por otra parte, como lo subraya S. Juan Clímaco, en el momento en que el hombre se gloría de sus virtudes deja, por este mismo hecho, de ser virtuoso, y así se envanece de lo que ya no posee.
Al que está habitado por la cenodoxia ésta lo consagra a toda clase de males. Los que obran a fin de ser glorificados por los hombres ya han recibido su recompensa, dice Cristo (Mt. 6, 2) quien dirige también esta otra advertencia: «Desdichados de ustedes cuando todo el mundo hable bien de ustedes» (Lc. 6, 26). «Dios ha disipado los huesos de los que complacen a los hombres» constata el salmista (Salmo 52, 6). «Sea en esta vida, sea en la otra, penas y sufrimientos siguen a la cenodoxia» escribe s. Máximo. S. Juan Crisóstomo señala que «los deseos de honores son la fuente de los más grandes males» y observa a propósito de la búsqueda de los primeros lugares bajo el impulso de la cenodoxia: «Esta pasión es extrañamente peligrosa». S. Diadoco de Foticé, por su parte, hace notar que los demonios toman, sobre todo, el amor por la gloria, como una ocasión para ejercitar su malicia y que por él «saltan en el alma como por una ventana oscura y la saquean».
Esta pasión destruye la paz interior agitando el alma de muchas maneras. «Mantiene —observa S. Isaac— la turbación continua y la confusión de los pensamientos». Y s. Marcos el Monje señala: «Desde que percibes un pensamiento que te muestra el resplandor de la gloria humana, debes saber que te prepara la confusión».
En primer lugar, hace que el hombre se preocupe por obtener la admiración y las alabanzas que desea. Llena así su alma de una constante preocupación y lo lleva a una agitación a menudo febril y ansiosa. Esta preocupación se multiplica cuando no consigue satisfacerse. Así, frecuentemente sucede que el vanidoso no sólo no recibe de los otros la atención y la admiración que daba por descontado, sino que, además, encuentra el resultado contrario. La cenodoxia, observa S. Juan Clímaco, «a menudo proporciona la humillación en lugar del honor». Y s. Marcos el Monje hace resaltar «Cuando veas a alguien abrumado bajo el desprecio, debes saber que está lleno de pensamientos de vanagloria» En lugar de las alabanzas esperadas, en el mejor de los casos no suscita sino indiferencia, y en el peor, se atrae el odio, provoca la envidia y los celos, hace nacer críticas y sarcasmos, particularmente cuando su vanidad se manifiesta en sus palabras o se transparenta en sus actitudes. S. Juan Crisóstomo dirige también esta advertencia a sus oyentes: «Vigilemos mis hermanos, de no hablar presuntuosamente de nosotros, porque esta vanidad nos hace odiosos a los hombres y abominables ante Dios». Tal situación no puede dejar de engendrar tristeza y angustia en el hombre, porque, por una parte, se encuentra frustrado del placer esperado por la pasión, y por otra debe hacer frente a la agresividad de su entorno, sufre la pérdida de relaciones armoniosas con él, y debe preocuparse de la búsqueda más difícil de otros medios de revalorizarse para reemplazar los que han fracasado.
Bajo la influencia de la cenodoxia, el hombre pierde su autonomía y se aliena, no sólo a la pasión misma, sino a todos aquellos de los cuales tiene necesidad para nutrirse. S. Juan Crisóstomo subraya el carácter particularmente tiránico de esta pasión que considera como «la última y más miserable de las servidumbres» y que llega a dominar a las más grandes almas. Como toda otra pasión somete al hombre a sus deseos carnales específicos y al placer que le está ligado, pero también hace al hombre dependiente de la mirada y la consideración de los otros y esclavo de aquellos que él busca complacer porque espera sus alabanzas. «Desdichado de mí —escribe Juan el Solitario— Dios me ha creado libre, y sobre mí pesa la dominación de mucha gente, ya que soy esclavo de todo el mundo por el deseo de complacer a todo el mundo».
La cenodoxia tiene otro efecto peligroso y temible: sumergir al hombre en un mundo de fantasmas. S. Isaac el Sirio observa que, los que son «llevados por la vanidad (...) pierden la razón». En efecto, bajo su inspiración, el hombre se imagina tener toda clase de cualidades, de virtudes, de méritos, de bienes, etc. se representa a sí mismo en situaciones o estados que le valen consideraciones y alabanzas. «La cenodoxia —observa S. Isaac— inventa e imagina personajes y lleva a desear y proyectarse». Esto tiene como primera consecuencia patológica: desligar al hombre de la realidad que vive, desviar su atención de lo que le rodea, hacer más lenta su actividad en sus tareas más esenciales y paralizar su dinamismo vital hasta colocar su alma en un estado de entorpecimiento. Esos rasgos patológicos son así evocados por s. Juan Casiano: «La desgraciada alma, se vuelve juguete de una profunda torpeza, es de tal manera empujada por la cenodoxia que, seducida por la dulzura de sus pensamientos y acaparada por sus imágenes, generalmente ya no puede estar atenta ni a lo que se hace en su presencia, ni a sus hermanos, mientras que ella encuentra su placer en apegarse, como si fueran verdaderas, a las cosas que ha soñado en su divagación de espíritu, permaneciendo despierta». Ese proceso de fabulación puede ser el origen, si es mantenido y desarrollado, de arrebatos delirantes agudos o de alucinaciones. Evagrio constata: «El origen de las ilusiones del espíritu, es la cenodoxia». Este final es particularmente de temer en el espiritual que da curso a esta pasión y ofrece así un terreno favorable al demonio de la vanagloria que, habitualmente ataca con fuerza en el momento de la oración: «Una vez —escribe Evagrio— que la inteligencia ha llegado a la oración pura y verdadera, los demonios ya no vienen a ella por la izquierda, sino por la derecha. Le representan una visión ilusoria de Dios en alguna figura agradable a los sentidos, de manera de hacerle creer que ha obtenido perfectamente la meta de la oración. Ahora bien, esto, decía un admirable gnóstico, es obra de la pasión de cenodoxia». Esta pasión, explica él en otra parte, «impulsa la inteligencia a intentar circunscribir la divinidad en figuras y formas»: los demonios salen al paso de esta tendencia y allí responden para extraviar al que ha tenido la desgracia de dejar que se desarrolle en él. Paladio en su Historia lausíaca, cita el ejemplo de un monje que se volvió loco bajo la inspiración de la vanagloria: «Su juicio —escribe— estaba alterado por el desorden de la cenodoxia».
Equipo de redacción: "En el Desierto"