Dialogando con Padre Simeón:
Cuéntenos Padre algo sobre la Cenodoxia.
Primera Parte
La cenodoxia (kenodocsía) corrientemente denominada vanagloria o vanidad, es una pasión particularmente importante y fuente de otras numerosas enfermedades del alma.
S. Juan Casiano observa que «varía mucho en sus formas y se divide en diferentes especies» pero «se reduce, sin embargo a dos géneros» que son como dos grados.
1. La primera especie de vanidad «concebida como engreimiento por ventajas carnales y aparentes». Es la forma más grosera de cenodoxia, la que afecta al hombre caído de manera más inmediata, más fácilmente y más corrientemente. Consiste en mostrarse soberbio y gloriarse de bienes que se posee o cree poseer, y desear ser visto, considerado, admirado, estimado, honrado, alabado, incluso halagado por los demás hombres.
Los bienes de los cuales el vanidoso se muestra orgulloso a ese nivel tiene como característica común, que son carnales, terrestres y con su posesión espera alcanzar una consideración y una gloria humana exclusivamente.
El vanidoso puede así gloriarse y desear la admiración de los otros, por los dones que la naturaleza le ha concedido, como la belleza (real o supuesta) de su cuerpo o de su voz, por ejemplo, pero también por su aspecto, su prestancia, y todo lo que contribuye a darle una bella apariencia (vestidos, perfumes, alhajas, etc.).
También puede gloriarse y esperar la consideración por su habilidad manual o su destreza en tal o cual ámbito.
Asimismo, la cenodoxia lleva al hombre a engreírse y hacerse admirar por las riquezas y los bienes materiales que ha podido adquirir. La cenodoxia, de este modo, puede constituir un motor de la pasión de la filargyria (avaricia), pudiendo ésta, en revancha, llevar al hombre a la cenodoxia. S. Máximo escribe: «Cenodoxia y filargyria se engendran la una a la otra [mutuamente]. El vanidoso amasa dinero; el rico es vanidoso». El gusto por el lujo y el fasto aparece como ligado a las dos pasiones: suscitado por la cenodoxia y suponiendo la filargyria, las acrecienta cuando se encuentra satisfecho.
Igualmente, a menudo impulsado por la cenodoxia, el hombre quiere alcanzar una situación y un rango social elevado.
Entonces, esta pasión lo apega al poder bajo todas sus formas, y frecuentemente se encuentra que es la causa de su búsqueda; es entonces la aliada y el motor de las dos pasiones que los Padres llaman «amor del poder» (philarjía) y «espíritu de dominación». Es claro que el que tiene el poder y está habitado por la cenodoxia busca ser admirado y alabado pero se esfuerza constantemente por complacer para mantener y hacer crecer esta admiración, tanto como para conservar su poder, las prerrogativas que a él están ligadas y las ventajas que saca.
En un plano más sutil, porque se sitúa menos en el terreno de la apariencia y de la materialidad que los precedentes, aunque esté casi tan difundida, la cenodoxia consiste, para quien le está sujeto, en mostrarse orgulloso de sus cualidades intelectuales, (de su inteligencia, de su imaginación, de su memoria, etc. pero también de su conocimiento o de su saber, de su dominio del lenguaje, de su capacidad para discurrir o escribir bien, etc.) y a buscar por esto la atención, la admiración y las alabanzas de otro. Así, la ambición en los ámbitos intelectuales y culturales, tanto como en los políticos o financieros, muy a menudo son un producto de la cenodoxia.
2) La segunda especie de cenodoxia distinguida por S. Juan Casiano «se infla del deseo de un vano renombre por bienes espirituales y ocultos (escondidos)» En el hombre espiritual todavía sometido a las pasiones coexiste con la primera especie u ocupa su lugar cuando el hombre ha dejado atrás todo apego a los bienes mundanos. Consiste para él en gloriarse en sí mismo o ante los otros hombres, de sus virtudes o de su ascesis y en buscar por medio de ellas la admiración y las alabanzas de otro. Así, cuando el hombre se esfuerza por combatir las otras diversas pasiones y practica las virtudes —de las que ellas son su negación— es cuando se encuentra particularmente sitiado por este segundo grado de cenodoxia. También S. Juan Clímaco señala que «el demonio de la vanagloria siente una particular alegría cuando ve multiplicarse las virtudes» y que, lo mismo «que la hormiga espera que llegue la cosecha y que los granos estén maduros, también la vanagloria espera que amasemos todas nuestras riquezas espirituales». Evagrio constata en el mismo sentido que «entre los pensamientos, sólo el de la cenodoxia y del orgullo sobrevienen después de haber derrotado los otros pensamientos» y que «la derrota de los otros demonios hace crecer este pensamiento». S. Máximo hace notar lo mismo: «Si das cuenta de las pasiones más vergonzosas (...), enseguida los pensamientos de la vanagloria se precipitan sobre ti». Entonces, la cenodoxia es capaz de tomar ella sola, en el hombre, el lugar de todas las otras pasiones juntas.
La cenodoxia tiene un extraordinario poder. Su carácter sutil, su capacidad de revestir numerosas formas y de deslizarse por todas partes y de atacar al hombres por diversos flancos, la hacen particularmente difícil de percibir y de combatir. En efecto, todo en el hombre puede constituir un motivo de vanidad, y Evagrio se muestra sorprendido de la habilidad de los demonios para aprovechar esta situación, de la cual da ejemplos característicos, lo mismo que S. Juan Casiano y S. Juan Clímaco. «Los ancianos, escribe s. Juan Casiano, han descrito perfectamente la naturaleza de esta enfermedad comparándola a una cebolla: cuando le quitas un pellejo, enseguida se encuentra otro, y tantos se retiran, tantos se encuentran». Y S. Juan Clímaco explica: «El sol brilla igualmente para todos, y la vanagloria encuentra en qué regocijarse en todas nuestras actividades. Por ejemplo, yo me envanezco de mi ayuno, después cuando lo suspendo para no ser notado, me glorío de mi prudencia. Cuando llevo bellos vestidos soy vencido por la vanagloria y cuando uso vestidos pobres, también me envanezco de ellos. Cuando hablo soy vencido por ella, cuando guardo silencio, me domina también. Es como esas trampas de tres puntas: de cualquier manera que la arrojes, siempre queda levantada una de sus puntas». Por tal motivo, constata Evagrio, «es difícil escapar a la vanidad, porque eso mismo que haces para desembarazarte de ella se transforma para ti en una nueva fuente de vanidad». La sutileza de la cenodoxia es tal que puede llevar al hombre, paradójicamente, a mostrarse celoso en la ascesis, a combatir algunas pasiones y a practicar algunas virtudes, como también a obtener ciertos carismas. Sin embargo, es necesario decir que toda la ascesis hecha bajo el impulso de la cenodoxia, en definitiva se muestra vana, lo mismo que las virtudes así practicadas son ilusorias, y sólo aparentes los carismas obtenidos: Vemos así a algunos hombres que alcanzan resultados espirituales asombrosos durante el tiempo en que se entregan a la ascesis por la fuerza de la cenodoxia, pero penan miserablemente y se disecan cuando se encuentran colocados en condiciones en que esta pasión que les inspiraba ya no encuentra la posibilidad de ejercerse. Además, los bienes así adquiridos no sólo no son de ningún valor ante Dios, sino que aun son «semejantes a las injusticias» como lo subraya S. Macario que recuerda esta palabra del salmista: «Él dispersa los huesos de los que quieren complacer a los hombres» (Salmo 52, 6).
Como de todas las pasiones, el hombre obtiene de la cenodoxia un cierto placer que lo apega fuertemente a ella y para cuya obtención se presta a hacer de todo y, paradójicamente, a sufrirlo todo. A causa de este placer a menudo poderoso que mantiene su filautía, el hombre se entrega a la vanagloria.
Equipo de redacción "En el Desierto"