Les compartimos este artículo de O. Clement, que nos mando nuestro Hermano PABLO, a quien le agradecemos de todo corazón.
Primera parte
OLIVIER CLÉMENT: DEIFICACIÓN DEL CRISTIANO Y VIDA EN EL ESPÍRITU
Un Padre de la Iglesia hizo esta asombrosa afirmación; “El hombre es un animal llamado a transformarse en Dios”. El hombre ha sido creado a imagen de Dios, está llamado a una semejanza que es una participación real en la vida divina. El hombre no es verdaderamente hombre sino en Dios. El hombre no es realmente hombre sino cuando está deificado. La exigencia de unirse a la Fuente de la Vida constituye su mismo ser, En la fe, él toma conciencia libremente de su origen y de su fin, y la gracia es esa “Luz de la vida” como decía san Juan, donde la libertad del hombre encuentra finalmente su contenido.
Un filósofo religioso contemporáneo ha comentado: “La idea de Dios no es antropomórfica, el hombre no crea a Dios según su imagen, no lo inventa; la idea del hombre es teomórfica, Dios lo ha creado a su imagen. Todo viene de Dios. La experiencia de Dios viene también de Dios porque Dios es más íntimo al hombre de lo que el hombre lo es a sí mismo”.
La “divino humanidad” se abre al corazón de la historia por la encarnación del Verbo. La “divino-humanidad” está, de alguna manera, pre determinada desde el origen ya que, según el apóstol, “el misterio escondido antes de todos los siglos” no es otro que el de Cristo. Y Máximo el Confesor comentaba así este texto: “eso es el gran misterio escondido, eso es el bienaventurado fin por el cual todas las cosas se mantienen unidas (...). Ya que antes de los siglos ha sido proyectada la unión de lo limitado con lo sin límite, de la medida con lo sin medida, de la creatura con el Creador”. En la Iglesia, en la profundidad siempre santa e incandescente de la Iglesia, en la Iglesia como Cuerpo sacramental del Resucitado, el Espíritu “dador de vida abre a cada uno el camino de su deificación. A los Padres les gustaba decir: “Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera llegar a ser Dios”. Y uno de ellos, San Atanasio de Alejandría, precisaba: “Dios se hizo portador de la carne para que el hombre pudiera llegar a ser portador del Espíritu”. Nicolás Berdiaeff, ese gran contemplativo del rostro humano como una ventana sobre el infinito decía: “El secreto supremo de la humanidad es el nacimiento de Dios en el hombre y el secreto supremo de la divinidad es el nacimiento del hombre en Dios. En Cristo, Dios se hace rostro, y el hombre, a su vez, descubre su propio rostro”.
Esta vocación del hombre, esta vocación que podríamos llamar deiforme, se inscribe inseparablemente en el carácter irreductible de su persona y en el dinamismo de su ser, de su verdadera naturaleza. La persona designa en el hombre la imagen de la eternidad, imagen que se inscribe en lo terrestre y le da rostro y palabra, pero que no puede ser objeto de conocimiento y de posesión, que escapa a las reducciones racionalistas. Quizás podríamos conocer científicamente todo lo relativo al hombre, salvo que es una persona incomparable, excepto que él es lo que el apóstol llama “el hombre escondido del corazón”, “el abismo del corazón” del cual hablan los salmos, “el espejo del corazón” donde se refleja el Dios escondido.
Y la naturaleza verdadera, que la persona es trágicamente libre de expresar o de reprimir, la naturaleza verdadera del hombre, es un dinamismo de celebración, un dinamismo de participación, una transparencia a la luz divina que la funde y la imanta. “La imagen es la verdadera naturaleza humana” decía un Padre de la Iglesia, y Nicolás Cabasilas, aquel místico –simple laico– de fines de la Edad Media, subrayaba que el corazón del hombre, es decir, el centro de integración de todo su ser en su existencia personal, el corazón del hombre, ha sido creado “como una pantalla suficientemente vasta como para contener al mismo Dios”.
Es en esta perspectiva que Dostoievsky en “Los Poseídos” pudo insinuar una especie, no de argumento, sino, digamos, de demostración de la existencia de Dios. El corazón –hace decir a un anciano, casi desesperado y curado de pronto de la desesperación por el encuentro del Evangelio–, ama tan naturalmente como brilla la luz, No puede hacer otra cosa. Por esto, añade, “Dios es evidente porque es la única realidad a la que podemos amar eternamente”. Por su naturaleza profunda el hombre es ese ser de deseo de quien habla el Apocalipsis. Recordad el final de ese libro, que cierra la Biblia con esta apertura, con este llamado: “El que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratuitamente agua de vida”. Cuando el hombre quiere derivar este impulso hacia sí mismo, individual o colectivo, hacia la creatura en su autonomía, suscita, como dicen los ascetas, “las pasiones”, es decir, según la Biblia, “los ídolos”; vierte la necesidad de absoluto de su naturaleza en objetos limitados. Y esta necesidad insaciable, y por lo tanto fatalmente decepcionada, no tardará en destruirlos. De este modo el hombre puede dar a la nada una existencia paradójica y la red de los ídolos, de las magias, de las pasiones, deviene lo que en el Nuevo Testamento se llama no “el” mundo creado por Dios sino “ese” mundo que vela a Dios, que vela la creación de Dios, que sepulta el universo en la opacidad y en la muerte.
Ahora bien, en la Cruz el velo de “ese” mundo es rasgado; en la Cruz, por la Cruz, la muerte misma puede devenir resurrección. En la Iglesia, misterio del Resucitado, en la Iglesia cuya profundidad no es otra cosa que este poder de resurrección, el hombre encuentra su dimensión católica, kat ‘holon, según la totalidad de la humanidad y del universo recapitulados en Cristo. La vida que mana del cáliz eucarístico es el amor trinitario, y el dogma de la Trinidad nos permite presentir lo que puede ser la humanidad en vías de deificación. Tenemos por una parte, en nuestra experiencia cotidiana, lo que yo llamaría la yuxtaposición occidental, de los individuos separados, enemigos, que se oponen, que se devoran entre sí, que a menudo corren el peligro de confundirse. Tenemos por otra parte, y es una de las grandes tentaciones de nuestra época, la absorción de los orientales no cristianos. La Trinidad sugiere la coincidencia absoluta de la unidad y de la diversidad, en el Viviente, en la Fuente de la Vida, y que las Personas Divinas son Una sin confundirse, “conteniéndose mutuamente”. Igualmente los hombres, en el misterio de Cristo, bajo el soplo y las llamas del Espíritu, son miembros unos de otros y propiamente consubstanciales. Ya lo somos porque estamos bautizados en Cristo, porque comulgamos en el cuerpo de Cristo, y lo que ya somos en Cristo, tenemos que llegar a serio en el Espíritu y en nuestra libertad.
En esta perspectiva, el órgano del conocimiento de Dios, es decir, la conciencia realmente personal, consagrada por una llama única de Pentecostés, no es por lo tanto la conciencia del yo, sino la conciencia de la comunión. Aquí encontrarnos a la Iglesia como el hecho más profundo de la conciencia que puedo tomar de mí. Un gran espiritual bizantino ha dicho que Dios se ha hecho en Cristo nuestro alter ego, nuestro otro “nosotros mismos” y nos revela que nos ama con un “amor hasta la locura”. Entonces comienzo a conocerme y comienzo a conocer a los demás ‘corno yo soy conocido’, para retomar la frase de san Pablo, con un conocimiento amoroso, con un conocimiento que nos hace existir y nos libera en el amor. Dios, diría yo, no se revela al individuo aislado ya que este quiebra la unidad humana y de este modo se vuelve opaco a la gran comunión trinitaria; Dios se revela al hombre eclesial, al hombre “católico” que realiza en la Iglesia su consubstancialidad eucarística con todos los hombres y con el universo entero.
Y así, en la Eucaristía, penetramos en la “divino humanidad”, entramos, para retomar la expresión que abre y cierra el Evangelio de San Lucas, en “la gran alegría”, entramos en el lugar de un Pentecostés perpetuo, ya que el cuerpo de Cristo es un cuerpo abrasado por las energías del Espíritu. Cuando el sacerdote dice en la gran epíclesis eucarística: “Envía tu Espíritu Santo sobre nosotros y sobre estos dones” y entramos en el cuerpo de Cristo, comulgando en sus dones transformados en el Cuerpo y en la Sangre del Resucitado, entonces Pentecostés nos envuelve. Pero ¿cómo hacer para que este estado eucarístico llegue a ser estable, cómo hacer para llegar a ser hombres eucarísticos? Recordad la admirable definición que el apóstol da de la vida cristiana: “En todas las cosas haced eucaristía”. En griego, actualmente, para decir gracias se dice eucharistó. ¿Cómo hacer para recibir cada instante de nuestra vida con este eucharistó, cómo interiorizar la eucaristía? Quizás habéis leído “Los Relatos de un peregrino ruso a su padre espiritual”; el peregrino comienza su peregrinación después de haber escuchado en una iglesia la lectura de la Epístola a los Tesalonicenses en el pasaje que dice: “Orad sin cesar”. “Esta palabra, dice, penetró profundamente en mi espíritu y me preguntaba: ¿cómo es posible orar sin cesar cuando cada uno debe ocuparse de sus trabajos para sustento de su propia vida?”. Entonces se pone en camino, emprende su peregrinación. Y todos, y cada uno, debemos, allí donde estamos, ya que no se trata de una peregrinación en el espacio, sino, si me atrevo a decirlo, una peregrinación en el destino, debemos emprender esta peregrinación. Esta peregrinación hacia la gracia bautismal que está en lo profundo de nuestro ser. Esta peregrinación hacia lo que la tradición llama “el lugar del corazón”, ese lugar donde Cristo nos espera, ese lugar donde nuestra misma existencia corporal está injertada en el cuerpo resucitado del Señor y constituye el templo del Espíritu Santo.
Esta peregrinación comporta –según creemos– tres grandes etapas. Etapas que sin embargo no se suceden sino que constituyen como una sinfonía y deben condicionarse sin cesar. Una de estas etapas es la metanoia, el arrepentimiento en el sentido pleno del término. La segunda es, en correspondencia con la unificación eclesial, la unificación del hombre por la unión de la inteligencia y del corazón. La última etapa es la participación en la luz de la Transfiguración, en la luz del amanecer pascual que es también la luz del Fin, porque el Fin no está lejos, porque la transfiguración última no está lejos, y cada vez que un hombre se abre a esta luz el Octavo Día, el Reino de Dios llegan ya hasta nosotros.
La primera etapa es la etapa del arrepentimiento. En ella la tradición habla de praxis, habla de acción. Notad que la palabra contemplación no existe en la tradición de la Iglesia indivisa. La obra de la oración, la gran metamorfosis del hombre en la luz del Espíritu es concebida como la acción suprema. Esta acción, entonces, podrá llegar a ser la raíz de una espiritualidad creadora, de una espiritualidad que podrá transformarlo todo, que podrá hacer surgir catedrales, que podrá hacer surgir justicia y belleza. Pero nada nacerá si primeramente no hay hombres que se hagan como brasas de fuego en la carne de la historia.
Equipo de redacción: "En el Desierto"