Segunda parte
Artículo de O. Clement, por el Hermano PABLO.
La metanoia. San Isaac el Sirio decía: “El arrepentimiento es necesario siempre y para todos, para el pecador como para el justo”. Y agregaba:
“Hasta el momento de la muerte el arrepentimiento no tendría que acabar ni en su duración ni en sus obras”. Y vemos a los más grandes ascetas que en el momento de morir dicen: “Aún no he comenzado a arrepentirme”. Así en la vida de los Padres del desierto: sabemos que Sisoes el Grande va a morir y que los ascetas van a él y le dicen según la costumbre: “Padre, danos una palabra de vida”. Y Sisoes les responde: “¿Qué podría decirles? No he comenzado aún a arrepentirme”.
Aquí resuena ya la breve oración que ritma toda la vida espiritual del Oriente cristiano, la oración de Jesús, –sería mejor decir la oración a Jesús– que se ha estereotipado en el siglo XIII, en el Athos, en la expresión “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Y aquí, en la metanoia, se trata simplemente de la oración del publicano del Evangelio: “Señor, ten piedad de mí, pecador”. Es necesario comprender que este arrepentimiento no tiene sólo un sentido sentimental como tampoco es por lo general un arrepentimiento por tal o cual infracción, tal o cual pecado. Tiene un sentido global, tiene el sentido de un viraje total de toda nuestra existencia: méta designa ese viraje, noïa designa la inteligencia, el noûs, en el sentido de nuestra manera de ver el mundo. Es una revolución copernicana; se trata de que el mundo ya no gira alrededor del yo individual o colectivo, sino alrededor de Dios y del prójimo. Hay que salir de la maldición luciferiana: Sin Dios, seréis como dioses, seréis los dueños del mundo. No seréis los sacerdotes del mundo, no seréis los grandes celebrantes de la vida para vuestro Dios, ya que vosotros seréis los dioses del universo. En nuestra civilización que quiere dominar, que quiere ser una civilización del poder, necesitamos más que nunca hombres que sean no sólo dueños sino, ante todo, sacerdotes de la vida universal. De lo contrario, el hombre se desintegrará y la materia y la naturaleza que lo rodean se desintegrarán también. Pues la obra espiritual es obra de reintegración.
En el arrepentimiento, la metamorfosis del hombre pasa por lo que los ascetas llaman la “memoria de la muerte”. En el sentido muy fuerte de una revelación que percibimos con todo el ser: no es saber que moriremos un día sino descubrir que ya estamos ahora en un estado que no puede sino desembocar en la muerte, en un estado de separación, de opacidad, de ausencia y de fracaso. En realidad, todo un sector de la literatura contemporánea no hace otra cosa que ahondar esta memoria de la muerte, pero es un ahondar que no desemboca en nada. Es un ahondar que acaba en la nada o en la ilusión de una revolución que realizaría el paraíso sobre la tierra. La “memoria de la muerte” debe desembocar en la “memoria de Dios. La “memoria de la muerte” y la “memoria de Dios” son inseparables. La “memoria de la muerte” es descubrir la necesidad de ser salvados y que Dios ha venido, que descendió a la muerte para vencer la muerte. Nos gusta hablar, con respecto del Oriente cristiano, de teología “negativa”, de teología “apofática”. Hace un momento leímos en un hermoso texto de san Gregorio Nacianceno que evoca a Dios diciendo justamente: “Oh, Tú, el que estás más allá de todo”. Es cierto que en todos estos grandes espirituales, en todos estos teólogos, está la certeza de que no podemos alcanzar a Dios por medio de imágenes o de conceptos. El está siempre más allá. Dios más allá aun de la palabra Dios. Y siempre hacen esta relación: entonces, arrepentíos. No podéis tener ante el Inaccesible más que una sola actitud: el temor que se hace arrepentimiento, que se hace adoración, que se hace celebración. Nadie puede ver a Dios sin morir. La “memoria de la muerte” es el descubrimiento de todo lo que en nosotros es mentira y vacío y que debemos hacer morir. Pero la verdadera teología apofática es la gran antinomia del abismo y de
Así, el recuerdo de la muerte, el recuerdo del infierno, es caer no en la desesperación sino a los pies de Cristo, que desciende ahora a nuestra muerte y a nuestro infierno.
Cabasilas dice cosas sorprendentes acerca de esto. Dice: lo que hay que hacer es combatir el olvido. Sin cesar estamos en el olvido, sin cesar tenemos la tentación de vivir como autómatas, como sonámbulos. El hombre olvida. Olvida que existe; olvida que los otros existen; olvida que el mundo existe; olvida a Dios. Vive en un tiempo devorador en el que cada instante devora el siguiente, donde en cierto sentido jamás hay presente. Entonces es necesario despertar. Es uno de los grandes temas de esta ascesis: nepsis, el despertar. El despertar en el sentido evangélico, el despertar porque Cristo es el que viene, “He aquí que vuelve el Esposo en medio de la noche” dice la liturgia de la semana santa, alusión a la parábola de las vírgenes prudentes y de las necias. Es por eso que, algunas veces también es necesario vigilar, vigilar y despertarse’ 1 ; las dos palabras van juntas porque el tiempo en el cual estamos es un tiempo que Él –en cualquier momento– puede desgarrar para volver. Cabasilas nos dice: ¿Pero, qué hacer? Él, que es un laico, quiere hablar para hombres comprometidos en el siglo y que no pueden practicar una técnica monástica de vigilancia, Y dice entonces: a veces, en cualquier momento, recordad de pronto que Dios os ama, que os ama con un amor hasta la locura. No se os pide primero amar a Dios sino recordar que Él os ama. Siendo impasible ha inventado en cierto modo la encarnación, la humillación, la muerte en
Aquí, en esta meditación sobre la muerte, que se hace meditación del amor hasta la locura de Dios por nosotros, se encuentra un gran misterio, el de las lágrimas. No precisamente de las lágrimas que se derraman, sino esa dulzura que viene del corazón y hace brillar una mirada. Nos hemos transformado en una civilización donde ya no se llora y es por eso que hoy se grita de tal manera, es por eso que los jóvenes gritan como si ellos quisieran liberar en sí mismos los gemidos del Espíritu y no supieran hacerlo. Hay que reencontrar esta posibilidad de hacer surgir en nosotros, por las lágrimas, el agua del bautismo, de disolver en el agua de las lágrimas la piedra del corazón para que el corazón de piedra se transforme en un corazón de carne. Y esas lágrimas son ante todo, las lágrimas de la penitencia, las lágrimas de la memoria de la muerte, cuando tomo conciencia de que soy responsable de este estado de separación. Luego, poco a poco, por la humildad, por la confianza, por la memoria del Dios que vino en carne mortal y que es más fuerte que la muerte, las lágrimas de arrepentimiento se transforman en lágrimas de admiración, de gratitud, de gozo. San Juan Clímaco decía: “La fuente de las lágrimas –después del bautismo– es algo más grande que el bautismo. El que se ha revestido de lágrimas como de un vestido de bodas, ese ha conocido la bienaventurada sonrisa del alma”.
La vigilancia implica lo que los ascetas llaman “guarda del corazón”. Es decir, la guarda de la profundidad de nuestro ser investido de la presencia de Cristo. Es necesario que la conciencia, armada con el nombre de Jesús, adquiera el hábito de escrutar atentamente lo que el Evangelio llama con una palabra difícil de traducir los logismoi, es decir los pensamientos, no los pensamientos en el sentido cerebral, sino los pensamientos como pulsiones germinativas de lo que tal vez va a llegar a ser una obsesión, de lo que tal vez va a llegar a ser una idolatría. Allí hay que distinguir lo que en este impulso es simplemente la energía vital y lo que constituye la desviación idolátrica de esta energía. Con el nombre de Jesús aplastamos la idolatría, con el nombre de Jesús revestimos del poder del Espíritu este pensamiento germinativo para que él sea transfigurado.
Y para los que son débiles, para los que no saben vigilar durante la noche, escrutar el abismo del corazón, pescar, capturar los logismoi que, durante la noche suben desde el abismo del corazón Cabasilas aconseja confiar la guarda del corazón a la sangre eucarística. Y preconiza la comunión frecuente, diciendo: “Es el mismo Cristo quien guardará vuestro corazón”. Solamente pensad en ello de tiempo en tiempo; asombraos de esta presencia que lleváis y que os lleva”.
La segunda etapa es, entonces, la etapa de la reunificación del hombre. El hombre está profundamente disociado. Por una parte tenemos una inteligencia afiebrada, una inteligencia seca, exteriorizada, y por otra, todo el torbellino de las pasiones. Entre las dos está ese centro de integración que muy a menudo ignoramos y que es el corazón. Y justamente debemos prestar atención a la presencia de la energía bautismal en nuestra más profunda profundidad. ¿Este corazón, es el corazón físico? ¿Este corazón, es un corazón simbólico? Es las dos cosas. La antropología de
En el espíritu de la tradición, la ruptura discreta de los ritmos biológicos significa la atención prioritaria a Cristo que viene: el ayuno recuerda que “el hombre no vive solo de pan sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”, como Jesús lo declara al Tentador; y la vigilia, que el Señor puede venir “en medio de la noche”, “como un ladrón”.
Al releer la correspondencia de Barsanufio y Juan de Gaza, esos grandes espirituales del siglo VI, me sorprendió su realismo evangélico. Especialmente en las relaciones de Barsanufio con el joven Doroteo, quien, ya novicio, quería practicar enseguida una ascesis despiadada para entregarse a la oración perpetua. Barsanufio, un poco burlón, –Tú crees haber dejado todo pero has traído tu biblioteca, escribió a Doroteo– pide al joven que construya primero un hospital y allí cuide a los enfermos. Más tarde, cuando Doroteo se queja de duras tentaciones carnales, Barsanufio hace con él un contrato: “Yo tomo tu pecado sobre mí, le dice, no lo combatas de frente; todo lo que te pido es que confíes plenamente en Dios, que no hables mal de tu prójimo y que te liberes de toda agresividad”. Le sugiere la humildad, la transparencia. Entonces la vida misma de Cristo surgirá en él, brotará por esa transparencia central...
Esta ascesis, a la vez realista y exigente, no es pues una tensión voluntarista sino, a partir del corazón, la apertura a un encuentro. Cuando yo era niño solía jugar con una pelota. Una vez la pelota se rompió, se le hizo una abolladura. Yo presioné la goma y la abolladura desapareció, lo cual me alegró mucho. Sólo que, cuando di vuelta la pelota vi que la abolladura se había formado del otro lado. Algo parecido sucede cuando se practica una ascesis voluntarista. Combatimos una debilidad, una falta, un defecto en la periferia, y cuando creemos haber triunfado encontramos el mismo defecto “del otro lado”, transpuesto a otro nivel y tal vez más peligroso: que lo sensual se haga gula no es tan grave, pero que la gula se transforme en vampirización de las almas es más peligroso.
Es por eso que la gran ascesis es fundamentalmente una ascesis de humildad y de confianza. El hombre se descubre incapaz de llegar a ser lo que es y por eso es constantemente tentado por la idolatría, la violencia y la mentira. Entonces se abre a Cristo y se descubre fundamentalmente amado, con un amor que le abre los caminos de la creación y de la libertad. Su corazón quebrantado por el destino, destrozado de angustia y de desesperación, se despierta repentinamente: el amor responde al amor. Ahora está transparente a la luz. Y ciertamente, después de este humilde abandono hay que luchar para dejar pasar la luz, para no ponerle obstáculo. Pero ya no se está solo.
Entonces llega, en efecto, la última etapa, la participación en la luz. “La oración, escribía Gregorio el Sinaíta, surge en el corazón como un fuego gozoso, luego actúa como una luz de buen aroma”. El corazón espíritu se abrasa, se enciende, primero por relámpagos y arrobamientos, luego, de una manera estable y apacible que lo abre a la verdad de los seres y de las cosas. Las experiencias extraordinarias, dice esta tradición, no tienen gran importancia, son un estímulo para los principiantes. Lo importante es devenir poco a poco presente y servidor en la humildad de lo cotidiano, permaneciendo interiormente transparente a los torrentes de paz y de luz.
Esta luz es también un fuego; también un silencio en el interior mismo de la palabra. Es como una transparencia de la energía divina en el interior de la comunión. Pues la luz increada no es impersonal, irradia del rostro del Resucitado, se identifica con la presencia misma del Espíritu Santo, tiene su fuente y su fin en un abismo que no es indiferenciado sino que se revela como “el seno del Padre”.
El hombre conoce entonces algo que ni es simplemente un éxtasis, ni tampoco un enstasis en el sentido del Oriente no cristiano. San Gregorio de Nisa ha hablado de epéctasis; épi evoca la omnipresencia de Dios que llena al hombre; ek, la tensión hacia el Totalmente Otro. Cuanto más Dios nos llena, tanto más lo descubrimos más allá de nosotros. Cuanto más nos es conocido, tanto más lo descubrimos como desconocido. Experiencia y no experiencia. Conocimiento por no conocimiento que ilumina también la relación con el prójimo, más maravillosamente no conocido cuanto más conocido. El hombre en vías de deificación se transforma así como un universo en expansión, por participación en la plenitud trinitaria que se multiplica en la comunión de los santos. La eternidad comienza desde aquí abajo, en ese dinamismo de comunión. Como escribía Gregorio de Nisa, la eternidad, esa eternidad ya presentida, es ir de comienzos en comienzos por comienzos que jamás tendrán fin.
Quisiera recordar aquí, como una expresión límite de esta “sensación de Dios”, un testimonio de san Serafín de Sarov, que vivió en Rusia en la primera mitad del siglo XIX. San Serafín conversaba un día con uno de sus discípulos, un laico, y éste, atormentado va, podríamos decir, por el problema de la identidad cristiana, le preguntó: “¿Cuál es el fin de la vida cristiana?”. –”Es la recepción del Espíritu Santo”, le respondió el santo. “Pero ¿cómo puedo reconocer que me encuentro en la gracia del Espíritu Santo?”. Entonces san Serafín le hizo entrar en el misterio de la deificación; los dos entraron en una luz resplandeciente. “¿Qué sientes ahora?” preguntó el Padre Serafín. –”Me siento extraordinariamente bien... siento en mi alma un silencio y una paz que no pueden expresarse con palabras...”. “–Esa es, amigo de Dios, esa paz a la que se refería el Señor cuando dijo a sus discípulos: ‘Os doy mi paz, no como la da el mundo’... Pero ¿qué más sientes?”. –Una dulzura extraordinaria–. “Es esa dulzura de la que hablan las Escrituras: ‘Se nutren de lo sabroso de tu casa; les das a beber del torrente de tus delicias’. “Esta dulzura... se diría que derrite nuestros corazones, colmándolos de felicidad...”. “¿Y qué más sientes ahora?” “–Todo mi corazón desborda de un gozo indecible”. “Cuando el Espíritu Santo –continuó Serafín– desciende sobre el hombre, el alma se llena de un gozo inefable porque el Espíritu recrea en el gozo todo lo que toca...”.
Así el hombre en vías de deificación experimenta simultáneamente la “memoria de la muerte” y la “memoria de Dios”, el arrepentimiento y la plenitud. Una plenitud que, de a ratos, se comunica a todo su ser, una “bienaventurada aflicción”, una “dolorosa alegría” y finalmente la certeza consciente de su propia resurrección en
Los grandes espirituales reciben la gracia de la “oración espontánea”, ininterrumpida, cuando la invocación del Nombre de Jesús se identifica con los latidos mismos del corazón. Esta coincidencia de la invocación y del ritmo del corazón no debe ser buscada, sino que es dada como gracia a todo el que reza con todo su corazón. Entonces el hombre reza con la pulsación fundamental de la vida, la de la sangre. “Cuando el Espíritu establece su morada en un hombre éste ya no puede dejar de orar porque el Espíritu no cesa de orar en él. Ya duerma o vigile, la oración no se separa de su alma. Mientras bebe, come, está acostado o trabaja, el perfume de la oración se exhala de su alma. En adelante ya no reza sólo en determinados momentos sino en todo tiempo. Los movimientos de la inteligencia purificada son voces mudas que cantan en lo secreto una salmodia al Invisible”.
El hombre deificado no es, pues, solamente acto de oración, sino estado de oración. Descubre que la verdadera naturaleza del hombre es oración, una oración donde se libera la celebración del cosmos. “El nombre de Jesús se transforma en una especie de llave que abre el mundo, un instrumento de ofrenda secreta, una aplicación del sello divino sobre todo lo que existe. La invocación del Nombre de Jesús es un método de transfiguración del universo” (Un monje de
El hombre deificado reencuentra y sobrepasa la condición paradisíaca. Los niños y los animales vienen a él. Todas las creaturas, aún las más salvajes, están en paz con él pues dicen los ascetas ellas sienten en él el mismo perfume de Adán antes de la caída. Una caridad cósmica consume el corazón: “¿Qué es el corazón caritativo? pregunta San Isaac de Nínive. Es un corazón que arde de amor por la creación entera, por los hombres, por los pájaros, por los animales, por los demonios, por todas las creaturas. Por eso, ese hombre no deja de orar, aun por los enemigos de la verdad, y por aquellos que le hacen mal. Ora hasta por las serpientes, movido por la piedad infinita que se despierta en el corazón de aquellos que se unen a Dios”.
Todo culmina entonces en el amor verdadero al prójimo. Pienso en ese hermoso texto de un “loco en Cristo” de comienzos de siglo: “Sin la oración todas las virtudes son como árboles sin tierra; la oración es la tierra que permite crecer a todas las virtudes. El cristiano, amigo mío, es un hombre de oración. Su padre, su madre, su mujer, sus hijos, su vida, todo eso es para él Cristo. El discípulo de Cristo debe vivir únicamente por Cristo. Cuando ame a Cristo hasta ese punto, amará también forzosamente todas las creaturas de Dios. Los hombres creen que es necesario ante todo amar a los hombres y luego amar a Dios. Yo también he hecho esto, pero no sirve de nada. Cuando, por el contrario, comencé a amar a Dios, en ese amor de Dios encontré a mi prójimo. En ese amor de Dios también mis enemigos se han convertido en mis amigos, en creaturas divinas”.
“Déjate perseguir, escribía Isaac de Nínive, pero tú no persigas. Déjate ofender, pero tú no ofendas. Déjate calumniar, pero tú no calumnies. Alégrate con los que se alegran, llora con los que lloran, es el signo de la pureza. Sufre con los que sufren. Derrama lágrimas con los pecadores. Alégrate con los que se arrepienten. Sé amigo de todos, pero en tu espíritu permanece solo”. No una soledad mala sino sumergida en la paz y en el silencio de Dios de modo que conozcamos al otro más allá de sus personajes, en una profundidad semejante... El verdadero espiritual, decía Evagrio, está a la vez “separado de todos y unido a todos”.
Equipo redactor de "En el desierto"