Las Homilías espirituales de san Macario
El Espíritu Santo y el cristiano
Introducción por el padre Placide Deseille
Igualmente, los cristianos tienen por alimento el fuego celeste. Él es su reposo, él purifica, lava y santifica su corazón, él es su principio de crecimiento, su atmósfera y su vida. Si lo abandonan, perecen por el hecho de espíritus malvados, como estos animales mueren fuera del fuego, y los peces fuera del agua. Igualmente que los cuadrúpedos echados en el mar se ahogan, que los pájaros que se posan sobre el suelo son agarrados por los cazadores, así el alma, si deja esta región, se ahoga y perece, Si no dispone de ese fuego divino para alimentarse, saciar su sed, vestirse, para purificar su corazón y santificar su alma, ella es aprehendida por los espíritus malignos y perece. En cuanto a nosotros, busquemos primero ser sembrados en esta tierra invisible y plantados en la viña celeste (14, 5).
La pureza del corazón consiste precisamente en este que, cuando tú ves a un pecador o a un enfermo, experimentas compasión y piedad por él (15, 8).
Pues ésta es la vía del cristianismo: cuando el Espíritu Santo en cierta parte, es seguido de cerca por la persecución y la lucha (15, 12).
Ponte en oración, y vigila tu corazón y tu intelecto: ten la voluntad de hacer subir hacia Dios una oración pura; vigila para que ella no encuentre ningún obstáculo, en que sea una oración pura, en que tu intelecto esté ocupado del Señor como el agricultor lo está del trabajo de los campos, el hombre de su mujer y el negociante de su comercio; en que, cuando doblas las rodillas para la oración, otros no roben tus pensamientos (15, 13).
Está escrito en efecto: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón” (Dt 6, 5); pero tú dices: “Yo lo amo, y yo poseo el Espíritu Santo” ¿Tienes el recuerdo del Señor? ¿Tienes un amor apasionado por Él, un deseo ardiente? ¿Estás encadenado por ellos día y noche? Si posees tal amor, eres puro (15, 15).
Los cristianos tienen la consolación del Espíritu; las lágrimas, la aflicción, los gemidos, y los llantos mismos son sus delicias. Tienen también el temor en medio del gozo y de la alegría, y de la clase, son como hombres “que llevan su sangre entre sus manos” (cf. Job 13, 14), no poniendo su confianza en sí mismos, no imaginándose ser algo; sino en lugar de eso, son despreciados y rechazados más que todos los otros hombres (15, 26).
Ese tal hombre es divinizado, llega a ser hijo de Dios y recibe sobre su alma el sello celeste. Porque sus elegidos son ungidos con el aceite de santificación y llegan a ser dignatarios y reyes (15, 35).
Los que han gustado de este don de la gracia de Dios son habitados por un doble sentimiento, hecho de gozo y de consolación, de temor y de temblor, de alegría y de aflicción. Lloran sobre sí mismos y sobre Adán entero, porque la naturaleza es una. Y para tales hombres, las lágrimas son su pan (cf. Sal 41, 4) y la aflicción es dulzura y reposo (15, 36).
Porque la marca del cristianismo, es cuando alguno ha llegado a ser agradable a Dios, que se esfuerza en permanecer escondido a los ojos de los hombres y, aún si tiene los tesoros del Rey, en disimularlos y decir sin cesar: “Esto no es mío, otro me ha confiado este tesoro; yo soy pobre, y cuando él quiera, lo volverá a tomar”. Si alguno dice: “Soy rico, esto me basta; mi fortuna está hecha, no tengo más necesidad de nada”, no es un cristiano, sino un hombre en la ilusión y un agente del diablo. Porque el gozo de Dios es insaciable, y mientras más se gusta de Él y se come de Él, más se tiene hambre. Tales hombres están quemados por un amor apasionado e incoercible hacia Dios. Mientras más se esfuerzan en progresar y de avanzar, más se consideran pobres, indigentes y desnudos de todo. Dicen: “No soy digno de que este sol brille para mí”. La marca del cristiano es esta humildad (15, 37).
Como de un solo fuego son encendidas muchas lámparas, así los cuerpos de los santos, siendo miembros de Cristo, deben llegar a ser lo que es Cristo (15, 38).
Igualmente, a la inversa, los que son ebrios de Dios, llenos del Espíritu Santo y tomados por él, no son dominados por ninguna necesidad, sino que tienen la libertad de hacer media vuelta y obrar como lo quieren en el siglo presente (15, 40).
Los cristianos saben que el alma es más preciosa que todas las cosas creadas. Porque sólo el hombre es creado a la imagen y a la semejanza de Dios. Mira al sol: ¡él es inmenso! No obstante, el hombre es más precioso que todas las cosas, porque sólo él ha sido objeto de la benevolencia del Señor... Toma, pues, conciencia de tu dignidad, ve cuán precioso eres. Porque Dios te ha colocado por encima de los ángeles, cuando vino en persona a la tierra para socorrerte y rescatarte (15, 43).
Los negociantes se arrojan desnudos a las profundidades del mar, a riesgo de su vida, para encontrar allí las perlas, que servirán para hacer una corona real, como la púrpura. Igualmente, los solitarios dejan desnudos el mundo, descendiendo en las profundidades del mar del mal y en el abismo de las tinieblas, se recogen y trayendo de allí las piedras preciosas que convienen para la corona de Cristo, para la Iglesia celeste, para un mundo nuevo, para una ciudad luminosa y una asamblea angélica (15, 51).
Los cristianos pertenecen a otro mundo. Son hijos del Adán celeste, una raza nueva, hijos del Espíritu Santo, hermanos luminosos de Cristo, semejantes a su padre, el Adán espiritual y luminoso; son de esta otra ciudad, de esta otra raza, animados por esta otra fuerza. No son de este mundo, sino de otro mundo (16, 8).
Sea una madre que posee un hijo único, de bella prestancia, sabio y adornado de todas las cualidades, sobre el cual ella ha fundado todas sus esperanzas. Sucede que debe llevarlo a la tierra. Entonces un dolor continuo y una aflicción inconsolable se apoderan de ella. Igualmente, cuando el alma está, por así decirlo, muerta, para Dios, el intelecto debe también estar afligido y en lágrimas, sentir un dolor continuo, tener un corazón destrozado, estar en el temor y la preocupación, tener siempre hambre y sed del bien. Entonces la gracia de Dios y la esperanza se apoderan de él, y no hay más aflicción en él, sino que se goza como aquel que ha encontrado un tesoro; luego tiembla de nuevo ante el pensamiento de perderlo, porque los ladrones vuelven (16, 11).
Ese tal hombre se desprecia como el último de los pecadores y de los descarriados, y mientras más se sumerge en el abismo de la gracia de la luz, más se juzga indigno y pobre de todo, más que todos los pecadores. Esta convicción se ha implantado tan fuertemente en él que ha llegado a ser como natural. Y mientras más avanza en el conocimiento de Dios, más se tiene por ignorante. Es la gracia que, ejerciendo su oficio, produce esto en el alma como un efecto de la naturaleza (16, 12).
Los perfectos cristianos, que han sido juzgados dignos de llegar a los grados que constituyen la perfección y de encontrarse muy cerca del Rey, son consagrados para siempre a la cruz de Cristo. En el tiempo de los profetas, el aceite de unción eta más precioso que todo, porque servía para ungir a los reyes y a los profetas. Es así que hasta el presente los hombres espirituales, ungidos con el aceite celeste, llegan a ser cristos según la gracia, de manera que son reyes y profetas de los misterios celestes (17, 1).
Así como el ojo corporal, si es puro, ve netamente y sin cesar el sol, así el intelecto perfectamente purificado ve continuamente la gloria luminosa de Cristo, está con el Señor día y noche, de la misma manera que el cuerpo del Señor, unido a la divinidad, está siempre con el Espíritu Santo. Sin embargo, los hombres no alcanzan inmediatamente estos grados, sino que llegan allí por muchos esfuerzos, tribulaciones y combates. Hay en quien habita la gracia, obra y se reposa, y en el cual, simultáneamente, el mal habita dentro de sí mismos; y las dos ciudadanías, la de la luz celeste y la de las tinieblas, ejercen su influencia en el mismo corazón (17, 4).
Algunos se pavonean de su virtud y quieren ser estimados por los hombres, diciendo que son cristianos y participan del Espíritu Santo. Otros se esfuerzan en permanecer ocultos y evitar los encuentros con los hombres. Estos últimos sobrepasan en mucho a los anteriores. Tú lo ves: en la perfección misma, existe una disposición respecto a Dios más elevada y más generosa, que procede de la voluntad natural (17, 8).
Un pez no puede vivir sin agua: nadie puede caminar sin pies, ver sin ojos, hablar sin lengua, ni escuchar sin orejas, Así mismo, sin el Señor Jesús y la operación de la potencia divina, nadie puede conocer los misterios y la sabiduría de Dios, ni ser rico (en gracia) ni cristiano (17, 10).
Si un hombre de este mundo es muy rico y posee un tesoro escondido, él se procura, por medio de este tesoro lo que quiere, y agrega a este tesoro todos los objetos preciosos de este mundo que desea, seguro que puede adquirir gracias a él todo lo que desea. Igualmente todos los que buscan adquirir a Dios, luego encuentran el tesoro celeste del Espíritu, el Señor mismo que resplandece en sus corazones, realizan toda la justicia de las virtudes y obtienen todos los excelentes frutos de la práctica de los mandamientos del Señor, gracias al tesoro de Cristo que está en ellos, que les hace acumular riquezas celeste más grandes aún. Porque es gracias a su tesoro celeste que practican todas las virtudes de la justicia, confiando en la abundancia de la riqueza espiritual que está en ellos, y realizan fácilmente toda justicia y todo mandamiento del Señor gracias a la invisible riqueza de la gloria que está en ellos (18, 1).
El que ha encontrado el tesoro celeste del Espíritu y que lo lleva en sí mismo, observa gracia s él de una manera irreprochable y pura, con libertad y soltura, toda la justicia de los mandamientos y todas las obras de las virtudes. Supliquemos, pues, a Dios, también nosotros, busquemos y orémosle, para que nos dé el tesoro de su Espíritu, y que seamos así capaces de andar sin reproche y con pureza en la vía de todos sus mandamientos y de practicar toda la justicia del Espíritu puramente y perfectamente, gracias al tesoro celeste, que es Cristo (18, 2).
Es necesario, al mismo tiempo, que cada uno se fuerce en suplicar a Dios de juzgarlo digno de recibir y de encontrar el tesoro celeste del Espíritu, para que pueda observar sin esfuerzo y sin dificultad, de una manera irreprochable y pura, todos los preceptos del Señor, que antes era incapaz de observar, incluso haciéndose violencia. Pobre y desnudo, porque privado de la comunión con el Espíritu, ¿cómo podría adquirir tales bienes espirituales sin poseer el tesoro y las riquezas espirituales? Sólo el alma que ha encontrado al Señor, el verdadero tesoro, gracias a una búsqueda espiritual, en la fe y una gran paciencia, produce, como se ha dicho, con facilidad los frutos del Espíritu, realiza toda justicia y observa los mandamientos del Señor que el Espíritu le ha prescrito; lo hace en sí misma y por sí misma, de una manera pura y sin reproche (17, 3).
Los que han sido juzgados dignos de llegar a ser hijos de Dios y de renacer de lo alto por el Espíritu Santo, que llevan en sí a Cristo que los ilumina y les da el reposo, esos son dirigidos de maneras múltiples y variadas por el Espíritu Santo y sufren invisiblemente en su corazón, establecidos en un reposo espiritual, la acción de la gracia... Y quizá ellas (las almas) son como tomadas por la bebida, gozosas y ebrias en el Espíritu de la divina ebriedad de los misterios espirituales (18, 7).
Desde que el alma ha llegado a la perfección, desde que ha sido purificada perfectamente de todas las pasiones, unida por una comunión inefable y mezclada con el Espíritu Paráclito, juzgada digna de llegar a ser espíritu, mezclado al Espíritu, entonces llega a ser toda luz, todo ojo, todo espíritu, todo gozo, toda suavidad, toda alegría, toda caridad, toda compasión, toda bondad y toda dulzura. Como la piedra que, en el abismo del mar, está rodeada de agua por todas partes, estas almas están mezcladas de todas las maneras al Espíritu Santo y hechas semejantes a Cristo; ellas poseen en sí las virtudes de la potencia del Espíritu, y son interior y exteriormente irreprochables, inmaculadas y puras (18, 10).
Equipo de redacción: “En el Desierto”