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Las Homilías espirituales de san Macario
Pero aquel que ha llegado a la caridad perfecta
está desde ahora ligado estrechamente y cautivo de la gracia. El que no hace
sino aproximarse un poco a la medida de la caridad, sin llegar a estarle
totalmente adherida, está aún expuesto al temor, a la guerra y a la derrota, y,
si no está en guardia, será abatido por Satanás (26, 16).
Pero, ¿cuál es la actividad del hombre? —
Renunciar, huir del mundo, perseverar en la oración, velar de noche, amar a
Dios y a sus hermanos. Esa es su obra propia. Pero si permanece en esta
actividad propia, sin nada esperar recibir de otro, si los vientos del Espíritu
Santo no soplan sobre su alma, si las nubes celestes no se muestran, si la
lluvia no cae del cielo para rociar el alma, el hombre no podrá dar al Señor
frutos dignos de Él (26, 19).
El alma se sitúa, pues, en el medio, entre estas
dos realidades Dios y sus ángeles; el demonio y sus ángeles, y el hombre llega
a ser el bien propio y el hijo de aquella hacia la cual inclina la voluntad de
su alma (26, 24).
¡Conoce tu nobleza, oh hombre, así como tu dignidad
y tu valor: eres un hermano de Cristo, un amigo del Rey, la esposa del Esposo
celeste! En efecto, el que es capaz de conocer la dignidad de su alma, puede
conocer también la potencia y los misterios de la divinidad, y de humillarse
más... (27, 1).
La realidad del cristianismo se contiene en esto:
gustar la verdad, nutrirse y saciar la sed de la verdad; es comer y beber de
una manera real y eficaz (27, 7).
Te digo que he visto hombres que habían recibido
todos los carismas y habían llegado a ser partícipes del Espíritu y que, sin
embargo, han caído, porque no habían llegado a la caridad perfecta. Es así que
un hombre distinguido había dejado todo, vendido sus bienes, liberado a sus
esclavos; era prudente y avisado. Era reputado por la santidad de su vida.
Pero, entre tanto, concibió una alta opinión de sí mismo, llegó a ser
orgulloso, y terminó por caer en el libertinaje y en una multitud de vicios (27,
14).
— ¿Qué significan estas palabras: “Lo que el ojo no
vio ni el oído oyó, y que subió al corazón del hombre” (1 Co 2, 9)?
— En ese tiempo, los grandes, los justos, los reyes
y los profetas sabían que el Redentor debía venir. Pero que él debía sufrir,
ser crucificado y derramar su sangre sobre la cruz, no lo sabían, no habían
escuchado hablar de ello, eso no había subido a su corazón. No sabían que
habría un bautismo de fuego y del Espíritu Santo, que en la Iglesia se ofrecería
el pan y el vino, anticipo de la carne y de la sangre del Señor, que aquellos
que participarían de ese pan visible comerían espiritualmente la carne del
Señor, que los apóstoles y los cristianos recibirían al Paráclito, serían
revestidos de la fuerza de lo alto, colmados de la divinidad, y que las almas
serían mezcladas al Espíritu Santo. Eso, los profetas y los reyes no lo sabían,
y eso no había aún subido hasta sus corazones. Ahora, los cristianos poseen
otras riquezas, y desean ardientemente la divinidad. Sin embargo, teniendo tal
gozo y tal consolación, están aún en el temor y el temblor (27, 17, entero).
En cuanto a nosotros, decimos esto: el que escucha
la Palabra llega a la compunción; luego, después de esto, la gracia
retirándose, es formado para la lucha, emprende el combate y la batalla con
Satanás, y, luego de una larga ruta y muchos combates, alcanza la victoria y
llega a ser un cristiano (27, 20).
Porque el honor y la gloria han sido preparados
para aquel que se vuelva hacia el bien; igualmente, la gehena y el castigo han
sido preparados para esta naturaleza capaz de cambiar, de evitar el mal, de
decidirse por el lado del bien y de la derecha. Si no le atribuyes una
naturaleza dotada de libertad, haces al hombre indigno de alabanza. En efecto,
el que es por naturaleza bueno y excelente no es digno de alabanza, aún si
tiene el consentimiento. En efecto, no es digno de alabanza, aún si tiene
consentimiento, el bien que no procede de una opción libre (27, 21).
El fundamento de la vía hacia Dios es avanzar en el
camino de la vida con gran paciencia, la humildad, la pobreza de espíritu y la
dulzura; es por todo eso que se puede adquirir la justicia, -y por la justicia
entendemos el Señor mismo- Porque los mandamientos que prescriben estas cosas
son como hitos y postes indicadores en la vía real que conduce a los viajeros a
la ciudad celeste. Está dicho, en efecto: “Bienaventurados los pobres de
espíritu, bienaventurados los dulces, bienaventurados los misericordiosos,
bienaventurados los hacedores de paz” (Mt 5, 3ss). Es eso lo que se llama
cristianismo. El que no avanza en esta vía se extravía allá donde no hay
camino, y ha puesto un mal fundamento. Gloria a la compasión del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo en los siglos. Amén (27, 23, entero).
Igual que el cultivador que va a trabajar la tierra
debe llevar las herramientas y vestiduras de trabajo, así Cristo, que es el Rey
celeste y el verdadero trabajador, cuando ha venido a la humanidad devastada
por la malicia, ha revestido un cuerpo y tomado la cruz como herramienta, se ha
puesto a trabajar el alma sin cultivo, sacándole las zarzas y las espinas que
son los espíritus malignos, arrancado la cizaña del pecado y quemado toda la
hierba seca de sus faltas. La ha trabajado entonces con el madero de la cruz y
ha plantado allí el admirable paraíso del Espíritu, que produce para Dios su
Maestro toda especie de frutos suaves y deleitables (28, 3).
Igual que los ojos del cuerpo perciben de una
manera sensible el rostro del amigo o del bienhechor, así los ojos del alma
digna y fiel, iluminados por la luz divina, ven y reconocen de una manera
espiritual al Amigo verdadero, el Esposo dulcísimo y muy deseado, el Señor. El
alma es entonces iluminada por el Espíritu digno de adoración, y, viendo ahí
por el intelecto la belleza deseada, única e inexpresable, es herida por el
amor divino e introducida en todas las virtudes por el Espíritu. Adquiere
entonces un amor ilimitado e inagotable por el Señor que ella desea. ¿Hay
felicidad más grande que aquel que anunciaba esta palabra de eternidad pronunciada
por Juan, cuando mostró al Señor que tenía bajo los ojos: “He aquí el Cordero
de Dios que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29)? (28, 5).
... Hay que agregar aún esto: el Reino de Dios no
consiste sólo en palabras que hay que escuchar y den la predicación de los
apóstoles -como si bastar conocer palabras y explicaras a otros- sino en la
potencia y la energía del Espíritu. Los hijos de Israel lo han experimentado:
no han cesado de meditar las Escrituras y de hacer del Señor el objeto de su meditación;
pero, no habiendo acogido la Verdad misma, han dejado su herencia a otros. Es
así que aquellos que anuncian a otros las palabras del Espíritu sin haber
adquirido ellos mismos aquello de lo cual hablan, dejan a otros su herencia.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, en los siglos. Amén (28, 7).
Porque nuestro cuerpo es una imagen del alma, y el
alma una imagen del Espíritu. E igual que el cuerpo sin alma está muerto y es
incapaz de hacer nada, así el alma privada del Espíritu divino está muerta para
el Reino, siendo incapaz de realizar ninguna de las cosas de Dios sin el
Espíritu (30, 3).
Igualmente, Cristo, el Buen Iconógrafo, para
aquellos que creen en él y se fijan en
él sin cesar, pinta un hombre celeste de acuerdo a su propia imagen (cf. Rm 8,
29; 2 Co 3, 18). Con su propio Espíritu, con su propia sustancia, la luz
inefable, pinta una imagen celeste, y da al alma su buen y excelente esposo. Si
alguno no fija continuamente la mirada en Él, despreciando todo el resto, el
Señor no pintará su imagen con su propia luz. Debemos, pues, fijar nuestra
mirada en él, creer en él, amarlo, rechazar todo el resto, volvernos hacia Él,
para que pinte su propia imagen celeste y la ponga en nuestras almas; y así,
llevando a Cristo, recibiremos la vida eterna y, en esta plena certeza,
encontraremos el reposo (30, 4).
Igualmente, el alma que no lleva en ella la imagen
del Espíritu celeste, Cristo, impresa en ella en una luz inefable, no vale nada
para los tesoros de lo alto, y los negociantes del Reino, los excelentes
apóstoles, la ponen como desecho... Ese es, en efecto, el signo y el sello del
Señor impreso en las almas, a saber el Espíritu de la luz inefable... Porque un
alma muerta, que no lleva en sí al Espíritu luminoso y divino, no sirve para
nada en esta ciudad de los santos. Igual, en efecto, que en este mundo, el alma
es la vía del cuerpo, así en el mundo celeste y eterno, es el Espíritu de Dios
quien es la vida del alma. Porque sin esta alma que es el Espíritu, nuestra
alma está muerta a las cosas de lo alto y llega a ser inútil (30, 5).
Es necesario, pues, que aquel que busca crea, se
aproxime al Señor, suplique, para recibir desde ahora al Espíritu divino.
Porque es Él quien es la vida del alma, y es para eso, para dar desde ahora al
alma la vida, a saber su Espíritu, que ha tenido lugar la venida del Señor...
Es así que el alma que se mueve en el fuego del Espíritu y en la luz divina, no
puede sufrir más ningún daño de parte de los espíritus malignos. Si alguna cosa
se le aproxima, será devorada por el fuego celeste del Espíritu. Igualmente, un
pájaro que se ha elevado en los aires y sin otra preocupación, porque no teme
más ni al pajarero, ni a los animales feroces; sino que se ríe de todos, desde
lo alto. Es así que el alma que ha recibido las alas del Espíritu y ha volado
hacia las alturas del cielo, se ríe de todos, porque está por encima de todo
(30, 6).
El día en que Adán cayó, Dios vino al Paraíso para
pasearse. Lloró, por decirlo así, viendo a Adán y dijo: “¡Qué bienes has
dejado, para elegir qué males! ¡Qué gloria has perdido, para revestir qué
vergüenza! ¡Ahora qué tenebroso, feo y fétido! Cuando Adán cayó y murió lejos
de Dios, el Creador lo lloró, los ángeles, todas las Potencias, los cielos, la
tierra y todas las creaturas se lamentaron por su muerte y su caída. Porque
veían a aquel que les había sido dado como rey llegado a ser esclavo de las
Potencias enemigas y malvadas. Es así que había envuelto su alma en tinieblas,
en amargas y malignas tinieblas. Había, en efecto, caído en poder del Príncipe
de las tinieblas. Era este el hombre que fue cubierto de llagas por los
ladrones y dejado medio muerto mientras descendía de Jerusalén a Jericó (cf. Lc
10, 30) (30, 7).
Dios, en efecto, es el Bien supremo. Es hacia Él
que debes reunir tu intelecto y tus pensamientos, sin preocuparte de ninguna
otra cosa, no ocupándote sino de aguardarlo (31, 1)
Y ve cómo viene a ti y establece allí su morada.
Mientras más concentras el intelecto en su búsqueda, más desea, constreñido por
su compasión y su dulce bondad, venir a ti y darte reposo (31, 3).
Cuando haya visto, en efecto, cómo lo buscas, cómo
sitúas continuamente toda tu esperanza en él, entonces te instruirá, te
enseñará la oración verdadera, te dará la verdadera caridad que es Él
mismo, llegará a ser entonces para ti
todas las cosas: paraíso, árbol de vida, perla preciosa, corona, arquitecto,
cultivador, sufriente, impasible, hombre, Dios, vino, agua viva, oveja, esposo,
combatiente, armadura, Cristo todo en todos (cf. 1 Co 15, 28) (31, 4).
... Igualmente, la naturaleza humana, si permanece
sola y desnuda, si no recibe la mezcla y la comunión con la naturaleza celeste,
no es tal como debería ser; permanece desnuda y defectuosa, reducida a su
naturaleza, llena de manchas. ¿No es llamada el alma, precisamente, el templo y
la morada de Dios, y el Esposo del Rey? Está dicho, en efecto, “Habitaré en
ellos y allí me pasearé” (2 Co 6, 16; cf. Lv 26, 11-12). He allí por qué plugo
a Dios descender de los cielos de santidad, asumir tu naturaleza racional, tu carne
extraída de la tierra, y mezclarlas con su Espíritu divino, para que recibas,
tú, un ser terrestre, el alma celeste. Y
cuando tu alma entre en comunión con el Espíritu y el alma celeste penetre en
tu alma, eres un hombre completo en Dios, un heredero y un hijo (32, 6)
El alma entonces se pone a suplicar al Señor y a
confesarle: “Todo es tuyo. La casa que habito es tuya. Mi vestidura es tuya.
Eres tú quien me nutres, tú que dispones todo según mis necesidades”. El Señor
responderá entonces: “Te agradezco. Las riquezas son tuyas. La buena voluntad
es tuya. Y a causa de tu amor por mí, y porque has buscado refugio junto a mí,
quiero darte aún lo que no poseías hasta ahora y que los hombres de la tierra
no tienen: acógeme, tu Señor, en tu alma, para que vivas por siempre conmigo en
el gozo y la alegría” (32, 8).
Si buscas a Dios en el cielo, lo encontrarás en los
pensamientos de los ángeles. Si lo buscas sobre la tierra, lo encontrarás en
los corazones de los hombres. Pero entre la multitud, ellos no se encuentran
sino en un pequeño número, los cristianos que le agradan (32, 11).
Hemos aprendido esto del profeta Ezequiel, a
propósito de los animales espirituales enganchados al carro del Señor (cf. Ez
1, 1-25; 10, 1-17). Él nos los representa, en efecto, cubiertos de ojos, como
lo está también el alma que lleva a Dios, o mejor, que es llevada por Dios.
Ella llega a ser, en efecto, todo ojo (33, 2).
Si ves la luz, echa una mirada a tu alma, para ver
si has encontrado la verdadera y buena Luz. Porque todo lo que es visible es
una sombra de las verdaderas realidades del alma. En efecto, junto al hombre
visible, hay otro, interior, con ojos que Satanás ha cegado y oídos que ha
vuelto sordos. Pero Jesús ha venido para devolver la salud a este hombre
interior. A Él sean la gloria y el poder, con el Padre y el Espíritu Santo, en
los siglos. Amén (33, 4).
Allí no hay más ni hombre, ni mujer, ni esclavo, ni
hombre libre (cf. Ga 3, 28); todos en
efecto han sido cambiados en una naturaleza divina, habiendo llegado a ser cristos, dioses e hijos de Dios. Sin
herir la decencia, el hermano puede decir las palabras de paz a la hermana,
porque todos y todas son uno en Cristo (cf. Ga 3, 28). Gozando del reposo en
una misma luz, se mirarán uno al otro, y esta mirada los hará de repente
resplandecer de nuevo en la verdad, en la visión verdadera de la luz inefable
(34, 2).
La plenitud de la ley es, pues, el perdón. Hemos
hablado de una primera ley; eso no quiere decir que Dios haya dado dos leyes a
los hombres. No ha dado más que una; espiritual en cuanto a su naturaleza, ella
es justa en cuanto a la sanción, atribuyendo a cada uno lo que le corresponde.
Ella perdona al que perdona, y tiene rigor con el que tiene rigor... (37, 4).
El alma virtuosa es así construida en Iglesia, no
por el efecto de sus obras, sino por el de sus deseos. Porque no es su
actividad propia la que salva al hombre, sino Aquel que ha dado por gracia la
fuerza (37, 9).
La eficacia de la operación de Dios depende, pues,
de la voluntad del hombre. Pero si le damos toda nuestra voluntad, Dios nos
atribuye la obra toda entera. Dios es admirable en todo y totalmente
incomprensible (37, 10).
Todas las virtudes se sostienen y forman como una
cadena espiritual; una se une a la otra... Es lo mismo en el campo opuesto, donde
los vicios se sostienen igualmente... (40, 1).
Pero el punto capital de todo el esfuerzo hacia el
bien y la cumbre de los actos virtuosos es la perseverancia en la oración, por
la cual podemos pedir a Dios y obtener cotidianamente las otras virtudes. Es de
ella que proviene, en aquellos que son juzgados dignos, la comunión en la
santidad divina y en la energía espiritual, y la unión de sus disposiciones
interiores con el Señor en una caridad inefable. En efecto, aquel que se
constriñe cada día en perseverar en la oración es consumido, por la caridad
espiritual, por un amor apasionado y por un deseo inflamado respecto a Dios, y
recibe la gracia de la perfección santificante del Espíritu (40, 2).
Igual que existen hombres que enganchan caballos,
que conducen los carros y los lanzan unos contra los otros, esforzándose cada
uno de abatir y de vencer a su adversario, así hay también en el corazón
combatientes (espirituales) un teatro donde los espíritus malos luchan contra
el alma, mientras que Dios y los ángeles contemplan el combate... (40, 5)
Cuando cualquiera se sumerge en las profundidades
de la gracia, luego se recuerda de sus compañeros, la naturaleza misma quiere
ir hacia sus hermanos para realizar la caridad y anunciar la palabra con una
plena certeza (cf. Col 1, 25).
... Lo mismo sucede con la gracia, este fuego
celeste. Está al mismo tiempo dentro y fuera tuyo. Cuando oras y fija tus
pensamientos en el amor de Cristo, junta madera, tus pensamientos llegan a ser
fuego y son sumergidos en el deseo de Dios. Aún si el Espíritu se retira, como
si te llegara a ser exterior, queda, sin embargo, dentro tuyo, pareciendo
exterior a ti (40, 7).
El fuego permite alumbrar y hacer arder un gran
número de lámparas, y todas tienen su luz y su brillo de una única naturaleza.
Igualmente, los cristianos reciben el fuego que los hace brillar de una única
naturaleza, la del Fuego divino, del Hijo de Dios, y tienen lámparas encendidas
en sus corazones y brillan ante él desde esta tierra, como él mismo lo ha
hecho. Está escrito, en efecto: “Por eso Dios, tu Dios, te ha ungido con óleo
de alegría” (Sal 44, 8). Por eso que ha sido llamado Cristo, para que
“crismados” con el mismo óleo que él, lleguemos a ser Cristos, teniendo, por
decirlo así, la misma sustancia y el mismo cuerpo que él. En efecto, está dicho
también: “El que santifica y los que son santificados han salido todos de uno
solo” (Hb 2, 11) (43, 1).
Es necesario que el cristiano tenga siempre el
recuerdo de Dios. En efecto, está escrito: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo
tu corazón” (Dt 6, 5). No es sólo yendo al oratorio que ama al Señor, sino que
guarda también el recuerdo de Dios y lo ama con ternura, sea caminando, conversando,
comiendo... (43, 3).
Nuestro Señor ha venido para cambiar la naturaleza,
para transformarla y renovarla, para recrear el alma arruinada por las pasiones
como efecto de la caída, y mezclara con su propio Espíritu divino. Ha venido
para dar un intelecto nuevo, un alma nueva, ojos nuevos, oídos nuevos, una
lengua nueva y espiritual; en una palabra, para hacer de aquellos que creen en
Él hombres nuevos, “otras novedades”, dándoles la unción de su luz y de su
conocimiento, para derramar en ellos un vino nuevo, es decir su Espíritu. “El
vino nuevo -está dicho- hay que ponerlo en las obras nuevas” (cf. Mt 9, 17)
(44, 1).
Es necesario que el alma que cree verdaderamente en
Cristo cambie y pase de su estado presente de malicia a otro estado, bueno ése,
y de su naturaleza presente, que es vil, a otra naturaleza, divina, siendo
renovada por la virtud del Espíritu Santo; y así ella llegará a ser apta para
el Reino de los cielos (44, 5).
Nuestras almas deben, pues, cambiar y pasar de su
estado actual a otro estado, a una naturaleza divina, y llegar a ser nuevas, de
vetustas que eran, es decir llegar a ser buenas, dulces y llenas de fe, y no
más amargas e incrédulas; serán así restablecidas en un estado que las hará
aptas para el Reino de los cielos (44, 8).
El Señor ha venido para cambiar y recrear nuestras
almas, para hacerlas participar en la naturaleza divina (2 P 1, 4), como está
escrito, para dar a nuestra alma un alma celeste, a saber el Espíritu de la
Divinidad, para conducirnos a toda virtud, a fin de que podamos vivir de la
vida eterna... Porque si el alma no recibe en este mundo, gracias a una fe y a
una oración intensas, la santificación del Espíritu, si no llega a ser
partícipe de la naturaleza divina, si no ha sido mezclada con la gracia que la
hace capaz de observar todos los mandamientos sin reproche y con pureza, ella
es inepta para el Reino de los cielos.
Lo que el alma haya hecho de bien aquí abajo constituirá precisamente su vida
en ese día allá, por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en los siglos. Amén
(44, 9).
Sólo la manifestación de Cristo puede purificar el
alma y el cuerpo. Por lo tanto, abandonemos toda preocupación concerniente esta
vida, ocupémonos del Señor e invoquémoslo noche y día (45, 3).
¿Ves, ahora, el parentesco de Dios con el hombre, y
del hombre con Dios? He allí por qué el alma prudente y juiciosa, habiendo recorrido
todas las creaturas, no encuentra reposo para sí sino en el Señor, y el Señor
no se ha complacido en ninguna de ellas, sino en el hombre (45, 5).
Él nos ha dado, en efecto, las alas del Espíritu
Santo para que podamos volar sin trabas hacia las regiones superiores de la
divinidad (47, 2).
En efecto, tal es el soplo que atraviesa la flauta,
produciendo un sonido, el Espíritu Santo canta a través de los santos y de los
hombres espirituales, y ora a Dios en la pureza del corazón (47, 14).
Siendo Él mismo el Esposo perfecto, la toma como
esposa perfecta, en una unión nupcial santa, secreta e inmaculada. Y entonces
ella reina con Él en los siglos sin fin. Amén (47, 17).
Equipo redactor: "En el Desierto"