(Continuamos compartiendo algunos para parágrafos del Capítulo quinto del libro del Padre Gabriel Bunge, sobre
“¡Señor, ten misericordia de mí!” (Sal 40,5)
A más de un lector de “Los relatos de un peregrino ruso” le habrá parecido extraño que la fórmula tradicional empleada en la oración continua sea aquella de: “Señor Jesucristo, ten misericordia de mí, pecador”. Puede haberle sorprendido que este tesoro del hesycasmo oriental sea en realidad una especia de oración penitencial. Pero quien haya leído el capítulo sobre las lágrimas (penitenciales) provocadas por la ‘metanoia’, quedará mucho menos sorprendido. Le parecerá lógico el que los Padres se hayan puesto de acuerdo en dicha fórmula, de la que aun no se oye hablar en los primeros tiempos del monacato. Ella, sin embargo, refleja completa y totalmente el espíritu que desde los orígenes animaba a los Padres en su obrar.
La costumbre de orar regularmente, en forma de invocaciones muy breves, se remonta a los comienzos del monacato en Egipto. Ya muy pronto esa costumbre fue conocida también fuera de Egipto, al menos de oídas, como lo atestigua Agustín:
Se dice que los hermanos de Egipto se ejercitan en oraciones frecuentes, pero muy breves y que son lanzadas como jabalinas en un abrir y cerrar de ojos, para que la atención se mantenga vigilante y alerta y no se fatigue ni embote por la larga duración, pues ella es tan necesaria para orar[1].
De estas oraciones semejantes al “lanzamiento de jabalinas” (quodam modo iaculatas) de las que derivan nuestras “jaculatorias”, ya hablaba Evagrio en tantos de sus escritos, como una práctica que por lo visto era de todos conocida. Debía realizarse “frecuentemente”, “ininterrumpidamente” e “incesantemente”, siendo al mismo tiempo “breve” y “concisa” para citar sólo algunos de los muchos sinónimos de los que él se sirve en este contexto.
En el momento de tales tentaciones entrégate a una oración breve e intensa[2]
Se refiere (Evagrio) a las tentaciones del demonio nombradas en el número anterior (De Oratione 97) que pretenden anular la “oración pura”. Allí Evagrio cita un ejemplo de esas “breves oraciones”:
“No temeré ningún mal,
porque tú estás conmigo”.
Vemos, entonces, que se trata de un breve versículo sálmico[3]. Como lo demuestra la indicación adjunta “y otros (textos) semejantes”, la elección de la fórmula era fruto de la libre elección del orante. Parece evidente que Evagrio no conocía una fórmula fija. Por el contrario Casiano, contemporáneo de aquel, recibió de sus maestros egipcios el versículo del salmo 69,2 como la jaculatoria adecuada para ser empleada en cualquier situación[4]:
“Ven, oh Dios, en mi ayuda,
apresúrate, Señor, a socorrerme”.
Por lo demás, los Padres, prácticamente siempre recomiendan el uso de versículos de
Uno de los ancianos contaba: “en las Celdas había un monje muy laborioso, que iba vestido con una estera. Un día fue a ver a abba Ammonas. El anciano lo vio vestido de esa manera y le dijo: ‘¡eso de nada te sirve!’. El otro le dijo: ‘me obsesionan tres pensamientos: errar por el desierto, irme a tierra extranjera donde nadie me conozca o encerrarme en una celda para no toparme con nadie, comiendo un día sí y otro no’”. Le dijo entonces abba Ammonas: “Ninguna de esas tres cosas te sirve. Siéntate y permanece más bien en tu celda, come un poco cada día, medita incesantemente en tu corazón las palabras del publicano, y podrás salvarte”[5].
(El apotegma) alude a las palabras: “¡Oh Dios, ten compasión de mí, pecador!”[6], que son, a su vez, una versión libre del salmo 78,9. Ammonas es un discípulo inmediato de Antonio el Grande, en cuya Vida, escrita por el gran Atanasio, no sólo leemos que esta “primicia de los anacoretas” (como Evagrio llama a Antonio) “oraba sin cesar”[7], sino que resistía las violentas tentaciones de los demonios (recitando) breves versículos de los salmos[8]. Otro discípulo de Antonio es Macario el egipcio, el maestro de Evagrio, de quien se nos transmite el siguiente apotegma:
Preguntaron algunos a abba Macario: “¿Cómo debemos rezar?”. El anciano les respondió: “No es necesario decir muchas palabras[9], sino que basta con levantar las manos y decir: ‘Señor’, como ‘tú quieras’[10] y como ‘tú sabes’[11], ‘¡ten misericordia de mí!’[12]. Si te asalta una tentación es suficiente decir: ‘¡Señor, socórreme!’[13]. Pues bien sabe Él lo que necesitamos y nos (de)muestra su misericordia”[14].
Con aquel, su humilde “¡Señor, socórreme!”, la cananea, “una pagana impura”, doblegó la reticencia inicial de Jesús.
Como lo demuestran estos pocos ejemplos, existe por lo tanto una tradición ininterrumpida de los “hermanos de Egipto” (Agustín), que remontándose hasta el mismo Antonio el Grande – y que más allá de él, se remonta en realidad a los tiempos del mismo Cristo, como todavía veremos.
Observando panorámicamente el testimonio brindado por los textos de esas “jaculatorias”, que nos son ya tan familiares, de inmediato salta a la vista que por muy distintos que sean en su formulación todos ellos revelan provenir de idéntica inspiración, pues son pedidos de auxilio del hombre que se siente amenazado: “¡Oh Dios, ten piedad de mi, pecador!”[15], “¡Señor, ten misericordia de mí!”, Señor ayúdame!”[16], “¡Hijo de Dios, ayúdame!”[17], “¡Hijo de Dios, ten piedad de mí!”[18], “¡Señor, líbrame del mal!”[19].
Se entiende por eso, perfectamente, cuando Evagrio aconseja “rezar a lo publicano y no a lo fariseo”[20], vale decir, como aquel publicano del Evangelio que desde lo más profundo del corazón, - observa como se golpea el pecho -, confiesa ser un pecador cuya única esperanzaradica en el perdón de Dios[21].
[1] Agustín, Epistula CXXX,20 ad Probam (Obras completas de san Agustín XIa (BAC 99), p. 70 Traducción levemente modificada.
[2] Evagrio, De Oratione 98 (González J. I. Villanueva – J. P. Rubio Sadia, p.259).
[3] Sal 22,4.
[4] Casiano, Conlationes X,10 (Petschenig).
[5] Ammonas 4.
[6] Lc 18,13.
[7] Atanasio, Vita Antonii 3,6 (Bartelink).
[8] Ibid. 13.7 y 39,3. 5.
[9] Mt 6,7.
[10] Ver Mt 6,10.
[11] Ver Mt 6,8.
[12] Sal 40,5.
[13] Mt 15,25.
[14] Macario el Grande 19.
[15] Ammonas 4.
[16] Macario el Grande 19.
[17] Nau 167.
[18] Nau 184.
[19] Nau 574.
[20] Evagrio, De Oratione 102.
[21] Lc 18,10-14.